Vicente Duque
Sherezade, Ulises, las Sirenas
Probablemente sea la muerte la experiencia fundamental de la literatura, el más esencial de los accidentes del lenguaje. No debería comprenderse esta afirmación en un sentido ingenuo: no se escribe contra la propia finitud, con la pretensión de que la palabra sobreviva a nuestro acabamiento, sino buscando la desaparición en un fraccionamiento literario de las evidencias lingüísticas, en una entrega total a una palabra que no nos dice, sino que se deja decir para anularnos en el espacio mismo de su enunciación. La eficacia propia de esta enunciación literaria moderna es inversa a la eficacia de la narración legendaria de Sherezade o de cualquiera de aquellas narraciones orientales en las que un acusado trataba de aplazar una sentencia de muerte y de alejar la cita fatal que cerraría definitivamente su boca relatando historias hasta el alba. Ciertamente, el gesto de la narradora de Las mil y una noches trascendía el puro divertimento porque representaba en todo su patetismo el casi ilimitado esfuerzo para mantener a la muerte fuera del círculo de la existencia. Sin embargo, ese mismo gesto de salvación y trascendencia aparece metamorfoseado en la literatura moderna, dado que esta está ligada al sacrificio y a la desaparición a manos de las palabras que revelan su ser, que con el brillo de su aparición eclipsan a quien las dice. La obra, que tenía el deber de brindar la inmortalidad a su autor, recibe el derecho de matarlo.
Así sucede. En los casos de Flaubert, Proust o Kafka, por citar nombres señeros, la relación entre escritura y muerte se manifiesta incluso como desaparición de los caracteres individuales del sujeto que escribe, a pesar de los mil ardides que este utilizaba para establecer un vínculo perdurable entre él y su obra; de hecho, ninguno de los citados podría aportar otra marca personal que no fuera la singularidad de una ausencia. El escritor moderno, siempre que aspire a la auténtica literatura, es un condenado a muerte por su obra, escribe para obtener el derecho a la muerte, aunque su propósito inicial —demasiado humano— sea el de evitarla, como el Jaromir Hladík de aquel cuento de Borges al que Dios concede en el instante mismo en que va a ser fusilado un año de vida para terminar la obra comenzada; durante el interminable instante en que una pesada gota de lluvia rueda lentamente por la mejilla de Hladík y perdura en el patio la sombra de una abeja y el humo de su último cigarro no acaba de dispersarse, el poeta compone su drama escribiendo en su memoria con palabras que nadie podrá leer. En el momento en que Hladík encuentra el último epíteto que pone fin a la obra, la descarga del piquete de ejecución lo derriba.
El rechazo a la muerte por parte del hombre consciente de su finitud sería el móvil inicial que conduce a habilitar un espacio de permanencia, un lugar en el que quien escribe busca poner a salvo al menos una parte de sí mismo. Tal intento, heroico en su simplicidad, la erección de un monumento que permanezca en pie sobre el fluir constante y devastador del tiempo, lograría su propósito con una forma de inocua inmortalidad: el epitafio, la estela funeraria, el libro. Es la inminencia de la muerte la que parece provocar, como se nos cuenta en la Odisea, la necesidad imperiosa de un canto destinado a aplazar la llegada del vacío. El mismo Ulises había recurrido a la palabra haciendo el relato lineal de su propia historia para mantener en suspenso esa inminencia. Esta necesidad de narrar no nace en la epopeya homérica espontáneamente, sino a partir de una curiosa anécdota que, lejos de ser una mínima incidencia, designa el mismo gesto de autopresentación de la palabra del que nacerá la literatura moderna: el acontecimiento se produce cuando Ulises llega al país de los feacios y oye de boca del aedo Demódoco la historia misma de sus gestas, su propia historia; entonces Ulises, que oye así el relato que anticipa su muerte —dado que su misma historia se narra en un lenguaje ajeno a él, un lenguaje que no solo ya no le pertenece, sino que abre la sospecha de que es el mismo Ulises quien le ha pertenecido— oculta su rostro y llora. A partir de ese momento Ulises deberá cantar el canto de su identidad y contar sus desgracias para mantener alejado mediante ese escudo de palabras interpuestas, ahora nuevamente desdobladas, porque su nuevo canto deberá incluir el canto del aedo, el destino trágico que le han anunciado unas palabras que parecen estar en el mundo antes que sus propias palabras, unas palabras que poseen para quien las oye la misma capacidad de fascinación y aniquilamiento que el canto de las Sirenas.
Tal vez sean las Sirenas de la Odisea la más lograda metáfora de ese canto que no es sino certidumbre de muerte tras la promesa aparente de un canto futuro, como en su día advirtió Michel Foucault. Lo que seduce del canto de las Sirenas no es tanto lo que cantan cuanto lo que prometen decir con su canto, que, en consecuencia, se ofrece como en un vacío: las Sirenas desean cantar, transformado en poema, el relato imperecedero de los sufrimientos del héroe; no prometen al héroe otra cosa que la réplica cantada de aquellos acontecimientos que este ya ha vivido —“Conocemos las penalidades, todas las penalidades que los dioses de los campos de Tróade infligieron a los pueblos de Argos y Troya”—. Tal promesa es a la vez falaz y verídica: miente, porque aquellos que se dejen seducir por el canto encaminarán sus navíos contra las rompientes y encontrarán la muerte, también dice la verdad, porque solo a partir de esa muerte podrá el canto elevarse y contar las aventuras de los héroes.
Así, en el límite mismo de la muerte, el héroe homérico intenta abrir ingenuamente merced a las palabras un espacio infinito que prolongue la vida, comienza a hablar contra la muerte. Para que el canto haya sido posible ha sido necesario, en primer lugar, que en el instante en que ha tenido más clara certidumbre de su acabamiento, un Ulises a la escucha se haya atado al mástil para reencontrarse a sí mismo al otro lado del canto aniquilador, haya atravesado la muerte para restituirla a través de un lenguaje segundo. Cuando otro canto intruso que parecía preexistir al tiempo de sus hazañas ha confirmado la precariedad de su existencia, el héroe se ha visto nuevamente obligado a tomar la palabra por encima del canto precedente. Las palabras mismas, para detener esa muerte que amenazaba con enmudecerlas, han abierto en su interior, en su verticalidad de epitafios levantados contra la muerte, un juego de espejos en los que han deseado verse reflejadas, en abismo hasta el infinito.
Esta proliferación indefinida anuncia que la literatura ya no concierne a ninguna presencia, solo al vacío de los simulacros. Las palabras se representan a sí mismas; la muerte y la negación del que inútilmente aspira a inmortalizarse son auténticos poderes que construyen esas palabras. Es más, las palabras son el reverso visible de la muerte, porque una vez que haya muerto el que habla descubriremos que las imágenes reclamadas por sus palabras no pueden manifestar sino la desaparición de los objetos y cosas que evocaban, objetos y cosas con los que no en vano, según una certera intuición de Maurice Blanchot, esas mismas imágenes parecen presentar una “similitud cadavérica”.
La escritura de Danilo Kiš (1935-1989) es un ejemplo de esa palabra que prolifera indefinidamente a partir de sí misma intentando aplazar la llegada de un vacío gracias al cual adquiere, paradójicamente, ser y corporeidad. La narración se abre en nuevas series de narraciones interpuestas, a veces bajo la forma de cuentos populares, a veces bajo la forma de archivos, de libros aludidos, de informes o testimonios referidos, de relatos manifiestos o velados por los que deambulan personajes que no son reales entidades, sino seres fantasmales, cadáveres en un mundo que desaparece en el mapa universal de las palabras. El mismo escritor —perteneciente a esa generación que Milan Kundera llamó el “laboratorio crepuscular” de una Mitteleuropa que sufrió más cruentamente que ningún otro espacio el auge de los dos grandes totalitarismos del siglo xx— cuenta o narra desde un país extinto, una Yugoslavia que hoy sabemos por fin desmembrada tras una dolorosa agonía. Su herencia parecía ya marcada por el signo de la desolación: hijo de una madre serbia montenegrina y de un padre judío húngaro, a los siete años presenció la matanza de judíos y serbios en Novi Sad; en 1944 ve cómo su padre es deportado a Auschwitz, el lugar horrendo desde el que la muerte rige, también en nuestra contemporaneidad, nuestra relación con las palabras; él mismo opta por un particular exilio —no es, en sentido estricto, ni disidente ni emigrado— tras el bochornoso acoso al que se ve sometido en su país, con acusaciones de plagio interpuestas, luego de la publicación de la novela Una tumba para Boris Davidovich; escritor bastardo, rapsoda hebreo y cosmopolita, muere de cáncer de pulmón en París —aunque, según algunas fuentes, la suya habría sido una muerte voluntaria— compartiendo, así, el signo trágico y precoz de tantos destinos centroeuropeos.
Probablemente sea en La enciclopedia de los muertos1 donde Kiš usa con más sabiduría todos sus recursos narrativos —la parodia, la ironía, la metaficción, el fragmentarismo, el pastiche, la relación onírica, la prosa lírica— para erigir, en la estela de Ulises, ese juego de espejos en abismo hacia el infinito que busca rehuir a la muerte y que solo gracias a ella adquiere entidad. Los simulacros e ilusiones que Kiš despliega con su hermoso estilo no se hallan, de hecho, muy lejos de los cuentos de esa Sherezade que deseaba alargar sus días. El libro mismo está muy cercano a ese oriente de las antiguas fábulas; no en vano La enciclopedia de los muertos, confesaba su autor, podría haber llevado el título Diván occidental-oriental “si la palabra diván no exigiera unos colores más claros y unas tonalidades más alegres”. Pero no hay espacio en la moderna literatura para ningún optimismo ingenuo; sabemos que la escritura nace marcada por el signo de su acabamiento, el reverso visible de las palabras. Más allá de la inicial ilusión literaria, Danilo Kiš escribe para desaparecer, para obtener el derecho a la desaparición a manos de esas palabras en las que las diferentes muertes que nos desasosiegan aparecen reflejadas.
La muerte impostergable
En el Libro de los Hechos de los Apóstoles se cuenta cómo Simón el Mago, también conocido como Simón de Gitta o Simón el Hechicero, que ejercía sus artes en Samaria y a quien sus seguidores adoraban como a una deidad —el villano que, para quien esto escribe, siempre tendrá la rotunda fisonomía de Jack Palance, desde aquel filme, El cáliz de plata, que Víctor Saville dirigió para la Warner en 1954—, quiso comprar el poder de realizar milagros y fue por ello condenado. La lectura inédita que Danilo Kiš hace de la antigua leyenda gnóstica no se refiere tanto al líder de la infame secta de los borboritas —pues no en vano, según sus enemigos cristianos, gustaba de revolcarse en la voluptuosidad y la depravación como quien se revuelca en el barro— sino al rebelde que denunciaba en sus violentas proclamas la tiranía de un Dios, Jehová, Elohim, “Único”, “Todopoderoso”, “Justo”, que solo se complace en la venganza y la humillación de los hombres, el Dios de Pedro y Pablo cuyo solo afán, decía el hereje, es la rigurosa administración de pestes, lepras, terremotos, heridas, inundaciones y miserias, y que, suprema crueldad, veda a sus criaturas todo conocimiento ajeno a las penas de la juventud o las pesadillas e impotencias de la vejez. Simón reta al Dios de la caries y la podredumbre, de “la breve quimera del amor”, del espanto del semen inútilmente derramado, de las hojas muertas arrastradas por el viento, afirmando que puede ascender al cielo, y Dios no duda en castigar al atrevido acusador entregándolo a las represalias de sus apóstoles. Vencido tras el terrible desafío del que, por un momento, parecía haber salido triunfante —logra subir a los seis primeros cielos, pero no al séptimo, “que solo puede ser alcanzado por el pensamiento” y desde cuyo umbral la furia del Nazareno lo precipita violentamente en tierra— Simón cae como una oveja que el águila abandona en pleno vuelo y se despedaza contra el suelo. Nadie llora sobre su cuerpo triturado, solo Sofía, una ramera siria a la que él creía reencarnación de la hija de Loth, de Raquel, de la Bella Elena, musita unas palabras de duelo y se interna para siempre en el desierto; en efecto, murmura mientras se aleja, la vida del hombre es una caída y un infierno, y la muerte un último dolor impostergable.
Otra versión de la leyenda cuenta cómo Simón se hace enterrar vivo, a seis codos de profundidad, para resucitar al tercer día, igual que Jesús, de entre los muertos. La multitud congregada descubre con horror al abrir el ataúd el cadáver del falso profeta roído por los gusanos. Al igual que ante el despojo de la caída, sólo la fiel Sofía maldice al terrible Dios que se regodea con nuestro sufrimiento antes de perderse en el desierto, tal vez para volver, como cuerpo, al mismo lupanar del que había salido, o para habitar, como espíritu, una nueva ilusión.
Precisamente de un lupanar del puerto de Hamburgo es conducido al cementerio el cuerpo exánime de Marieta “un día de mil novecientos veintitrés o mil novecientos veinticuatro”. La prostituta Marieta, la amante de todos los hombres —contra sus pechos se habían recostado los torsos sudorosos de marinos de todas las naciones, sobre su cuello habían quedado grabados los signos de todas las religiones, por sus muslos, como por un estuario de todos los ríos, había corrido un flujo de esperma de mil distintos donantes—, es acompañada a la tumba por marineros, cargadores del puerto, soldados, lumpemproletarios y revolucionarios, por todos los “maridos de la misma mujer, caballeros de la misma dama” que, de un modo u otro, habían compartido su amor y sus caricias —quién sabe si no habría sido Marieta nueva ilusión para un fantasma, una hija de Loth, una Raquel, una Bella Elena—. Sobre la fosa ondean las banderas rojinegras como dolorosas oriflamas, los hombres intentan acallar sus sollozos con toses y carraspeos y entonces, súbitamente, cuando el féretro está siendo sepultado bajo paletadas de tierra, un huracán de energía rebelde se desata en todos los congregados, que pisotean y destrozan los monumentos funerarios y mausoleos de la parte del cementerio reservada a los pudientes para robar las flores y entregárselas, como último tributo, a la vieja y querida puta acicalada, muerta de pulmonía. Sobre la tierra removida se alza un túmulo de gladiolos, rosales, tulipanes, claveles y lilas, de ofrendas robadas en la algarada de los miserables, un pequeño alcor de cien variados matices de colores que, no obstante, exhala el mismo peculiar y pútrido olor de la vida marchita. Años después, de Marieta solo quedará el recuerdo, cada vez más difuminado, de su cuerpo menudo y su voz ronca. Ni el dolor de los desesperados, ni las lágrimas más sinceras podrán hacer volver a la conciencia de quienes la conocieron el dibujo de su rostro o su sonrisa como mínima ilusión de vida.
La muerte soñada
Como nueva ilusión de vida experimentan los siete durmientes de Éfeso, de la antigua leyenda cristiana oriental, que, según la azora xviii del Corán, huyendo de la persecución del emperador Decio, que pretendía hacerles adorar falsos ídolos, permanecieron en una caverna del monte Celio trescientos nueve años, durmiendo un sueño profundo, desgastando de manera constante e imperceptible el lecho de lana de cabra sobre el que yacían tendidos. Los durmientes —que Kiš ha reducido al número de tres en aras de la eficiencia narrativa, y acaso también de la eficiencia simbólica— en una suerte de muerte adelantada duermen un “sueño de plomo y pez” que ha helado sus miembros y detenido la sangre de sus venas en un ensimismamiento casi letal. Dionisio, Malus, Juan y su perro Quitmir, momificados por la inconsciencia, no muestran ningún signo de vida en la quietud de la caverna, salvo el natural crecimiento del vello, cabello y barba, salvo la secreta prolongación de las uñas. De repente, se ven despertados del sueño por una multitud que entona cánticos religiosos y plegarias, una multitud que bendice sus nombres y arrastra los frágiles cuerpos, extenuados por los largos años de sueño, hacia la entrada de la cueva. En una atmósfera de pesadilla, agobiado, martirizado por la muchedumbre de tullidos, cojos, mancos y ciegos que quieren besar su cuerpo milagroso y alcanzar la gracia de su curación, el durmiente Dionisio no llega a discernir vigilia y sueño, ni sabe si esa grotesca resurrección es simplemente una burla soñada en la profundidad de su letargo anterior. Cuando Dionisio, zaherido por el traqueteo del carro en el que los devotos cristianos, emocionados por el milagro, lo conducen a la ciudad, quiere musitar unas palabras, se encuentra de nuevo encerrado en un lecho de piedra, para siempre perplejo, junto a Malus, Juan y el perro Quitmir, en el osario de las ilusiones, en el sueño profundo, y esta vez sí, eterno e impostergable de los muertos.
La muerte contemplada
En “El espejo de lo desconocido”, cuento transido por un aire de presagio y muerte presentida, a la manera de las antiguas baladas sobre crímenes en lo profundo del bosque, la pequeña Berta observa el asesinato atroz de su padre, el señor Breuer, y sus hermanas, Hana y Myriam, sobre la pulida superficie del espejo de mano que su progenitor le había comprado a un gitano charlatán en la feria de Szeged. Y es precisamente en el camino de Arad a Szeged, en un bosque también alfombrado de hojas muertas arrastradas por el viento, cuyas sombras se prolongan, apenas interrumpidas de trecho en trecho por los rayos declinantes del sol —rayos que caen “gota a gota, como sobre una mancha de sangre”, para enseguida desaparecer— donde se apagarán las vidas de los tres viajeros, ignorantes de su destino y perdidos, padre e hijas, respectivamente, en sus ensoñaciones poéticas y versificatorias y en sus ilusiones de futuro, todavía asustadas ellas por la severidad de la solterona Goldberg, en cuya casa de Arad se hospedarán mientras cursan estudios en el Gimnazium para señoritas. Aunque bien es cierto que, a propósito de estos pensamientos, solo podemos hacer suposiciones —sostiene el narrador— porque, al igual que en el misterioso caso del Hladík de Borges, no tenemos ninguna certidumbre. ¿Cómo podemos saber en qué piensan un hombre y sus hijas en el día de su muerte, en vísperas de su definitivo encuentro con lo desconocido, de su abatimiento en el mismo sueño de plomo y pez que congrega a santos, herejes e inocentes?
La mágica ordalía de Simón, elevado o enterrado, la breve e imperceptible resurrección de los durmientes, los proyectos y fantasías felices de una familia de viajeros ilusos, no son sino breves quimeras que la prosa gradual y diseminativa de Kiš va reflejando, como el pequeño espejo de mano con incrustaciones de nácar, incluso en este tiempo escéptico y positivista y, al igual que el alcalde Martin Benedek, ante quien acuden la niña y la madre aterrorizadas por la visión fatal, poco inclinado a la superstición, la magia y la videncia.
La muerte honrosa
Sueño de plomo y pez que, en la mañana de un día luminoso de abril, se abatirá sobre el joven aristócrata Esterhazy, capturado tras una de tantas desesperadas insurrecciones contra el déspota ruso. En las horas previas a su ejecución en la horca Esterhazy hace acopio de ánimos para rubricar su breve carrera revolucionaria con una muerte honrosa, pero su voluntad flaquea: sus gallardos gestos ante carceleros y verdugos —el sueño profundo de su última noche, en realidad fingido y nunca conciliado, la solicitud de un último cigarrillo y la mirada ensoñadora perdida en las espiras de humo que ascienden “como brillantes ilusiones” pronto disueltas en el aire de la celda— no son sino actitudes teatrales, mascaradas que encubren un pánico casi irrefrenable ante la muerte, pero también una secreta esperanza. De hecho, su orgullosa madre, en una visita previa, había prometido llegar incluso a la humillación ante el tirano con tal de salvar la vida de su no menos orgulloso vástago. Un vestido blanco sería la señal de que las súplicas habían surtido efecto y de que el Zar había mostrado indulgencia. Ya de camino al patíbulo, con el ánimo quebrado por los insultos y el odio de la multitud vociferante, Esterhazy alza los ojos y divisa la silueta de la madre resplandeciente como el lirio con el inmaculado traje que una de sus antepasadas había lucido en una boda real. Ante la esperanzadora visión, el reo siente de nuevo la entereza antes perdida, la fe renovada, la certeza de que su juventud, el amor de su madre, su abolengo y el perdón del autócrata juegan a favor de su vida. Con esa fe y esa certeza es colgado. Su cuerpo da vueltas en la soga y los ojos se le salen de las órbitas y quedan así fijados para siempre, con la misma mirada de estupor, terrorífica y terrible, de Simón el Mago enterrado con los muertos.
¿Muerte valiente de un altivo aristócrata o añagaza de una madre altiva, pero temerosa de las debilidades del hijo? Cualquier conclusión es posible, sentencia el narrador, y valen por igual la interpretación heroica y la cínica y desmitificadora… Al fin y al cabo “El pueblo teje leyendas. Los escritores desarrollan su imaginación. Solo la muerte es innegable”.
La muerte escrita
En el cuento “La enciclopedia de los muertos”, la narradora, para olvidar el dolor que le ha causado la muy reciente muerte de su padre, viaja a Suecia invitada por el Instituto de Investigación teatral. Una noche, tras asistir en el Teatro Nacional a la representación de la “Sonata de los espectros”, es conducida a la misteriosa biblioteca, un lugar en el que cada sala corresponde a una letra de una asimismo misteriosa enciclopedia de los muertos, un libro esotérico que registra, desde alguna fecha posterior a 1789, hasta los mínimos sucesos e incidencias vividas por todos los hombres y mujeres que han existido en cualquier lugar del mundo. Las únicas excepciones de este universal registro estarían constituidas por los nombres de aquellos que en vida alcanzaron alguna forma de celebridad o nombradía: sus nombres no figuran en el gigantesco libro, cuyos compiladores pertenecerían a una secta “en cuyo programa democrático se proclama una visión igualitaria del mundo de los muertos —sin duda inspirada en una de las premisas bíblicas— con el fin de corregir la injusticia humana y de conceder a todas las criaturas de Dios un mismo lugar en la eternidad”. Excitada, la narradora abre uno de los libros correspondientes a la letra M y encuentra, entre las columnas del texto, la fotografía de su padre… A lo largo de solo cinco o seis páginas aparece anotada —con un extraño estilo que aúna “la concisión enciclopédica y la elocuencia bíblica”, que prescinde del orden cronológico para fijar, en una suerte de acta intemporal de los hechos del biografiado, sucesos presentes, pasados y futuros— no solo la relación exacta de los acontecimientos entre nacimiento y muerte, sino también cada olor, cada sensación, cada emoción o sentimiento, cada paisaje, nombre y rostro, cada letra leída y color visto, cada nota escuchada… No en vano, y esta es la creencia de los autores del texto, todo es disímil, nada es idéntico en la historia de los seres humanos; todas las vidas se parecen, pero cada una es diferente, cada vida es “un astro aparte”. Por eso “todo ocurre siempre y nunca, todo se repite hasta el infinito y de forma irrepetible”. Los eruditos insisten, siempre con sus peculiares condensaciones narrativas —destinos enteros reducidos a unos pocos párrafos elocuentes— en la desemejanza y particularidad de cada hombre y mujer, en cada irreductible diferencia del efímero caudal de nuestras vidas, afluentes, digresiones de ese río mayor que es cada vida consultada, que, como el tiempo, fluye con sus días hacia la muerte.
En una sola noche febril la narradora toma notas sueltas de las páginas de la enciclopedia con la esperanza de demostrar que la vida de su padre no ha transcurrido en vano, y antes de concluir descubre con horror que nada ha escapado a los secretos anotadores, nada, ni siquiera la constatación de que aquellos caprichosos dibujos florales que, a guisa de pequeños túmulos funerarios, habían obsesionado a su progenitor en sus últimos años, eran réplicas de la monstruosa eflorescencia cancerígena, del bulboso sarcoma que crecía en sus entrañas.
Muerte soñada, pues, o muerte inútilmente honrosa, muerte mirada en magia o muerte escrita, en todo caso siempre impostergable, innegable por más que nuestro esfuerzo pretenda mantenerla en la distancia de la letra interpuesta. Esa palabra, como por un camino de hojas muertas, conduce por su cauce al fin estricto de quien, lejos de rebelarse, acepta su destino bajo la especie del propio sacrificio. La escritura, que se pretende evasiva, que busca mantener en suspenso una inminencia, es en realidad escritura predictiva, premonitoria, un reverso visible que en palabras e imágenes en fuga, hermosas al igual que el hermoso canto de las Sirenas, solo muestra el vacío, gélido y deshabitado: no es casual que la última anotación del esforzado y desconocido archivista de esa arcana enciclopedia para la que nada puede ser secreto describa la mirada con la que el padre se despide de su hija unos días antes de la operación, una mirada que —acaso como la de la pequeña Berta Breuer ante el espejo alucinatorio, como la del joven Esterhazy colgando de la horca o como la de Simón el Mago enterrado con los muertos, quién sabe si como la de un anónimo judío húngaro deportado a Auschwitz o la de un escritor errabundo, enfermo y alejado de un país que ya no existe— “contenía toda una vida y todo el horror de la conciencia de la muerte”.