Autor: 6 noviembre 2006

Enrique Baltanás

La eternidad según Max Aub

Dice Max Aub en sus diarios: “… se escribe para quedar y, si no se consigue, nada tiene sentido”. “Podría vivir con solo vivir. Sin embargo escribo, paso la vida pensando cómo, qué escribir para quedar. Si lo hago mal —como tantas veces lo supongo, por las razones que sean—, fracaso, como el que cree en Dios y se encuentra, el día de mañana, con la nada; es decir, no se encuentra” (Nuevos diarios inéditos (1939-1972).

Y Manuel Aznar Soler, su editor y prologuista, apostilla: “Max Aub es un escritor que, como él quería, sigue vivo hoy a través de sus libros (ahí están sus obras completas en curso de edición) y no es arriesgado afirmar que la ‘inmensa minoría’ de lectores maxaubianos va a seguir creciendo, de una manera lenta pero irreversible, durante este siglo XXI”.

No soy, ni mucho menos, tan optimista como Manuel Aznar, pero incluso concediendo que los lectores de Aub vayan a seguir creciendo, me parece escaso consuelo. ¿De qué le sirven a Miguel de Cervantes sus millones de lectores (seamos generosos en el cálculo) de hoy? ¿Los estará observando gozosamente desde el cielo, si es que allí se gozan con tales mundanidades? ¿O simplemente Cervantes existió y dejó de existir y a sus huesos ya no les importa nada de nada la lista de los libros más vendidos?
¿Escribir para quedar? Absurdo empeño, porque aquí quedar no se queda nadie. Queda la obra, si acaso, y en el mejor de los casos, pero la obra no es el hombre.
Yo escribo para razonar, para dialogar (con los otros y con el mundo), para poner en claro los pensamientos confusos, para pulir los sentimientos brutos, para disfrutar del trabajo bien hecho, para que me quieran (que decía Gabo), para ganar unas monedas, para… cualquier otra cosa menos para quedar.

La eternidad la busco en otro sitio.

Una vida inmortal

Como Max Aub, también Jean Paul Sar­tre creía que se escribe para quedar: “La vida no acaba. Después de la muerte sobrevivo en mis libros. Es una vida inmortal. La verdadera vida en la que no es necesario poseer un cuerpo y una conciencia, pero en la que uno revela ­hechos” (Cartas al Castor).

No era el primero, ni sería el último. Los ejemplos de esta creencia en que la gloria literaria produce una suerte de inmortalidad podrían multiplicarse.

“Me pesa la vida, me canso de vivir y tengo miedo de morirme —le confiesa don Juan Valera a Gumersindo Laverde en una de sus cartas—. Creo que he consumido inútilmente mi vida y siento vehemente deseo de hacer algo antes de morir. Contento moriría yo si dejase un libro siquiera; algo que me satisfaciese y por donde yo pueda pensar, sin mucho amor propio, que no todo yo moriría: algo, sobre todo, que valiese la pena de haber vivido”.

Y a otro corresponsal —Alcalá-Galiano— le cuenta que se propone seguir escribiendo “a ver si logro no morir del todo”.

Pero la muerte es un hecho absoluto. No es posible morirse un poco, como no es posible estar­ un poco embarazada. Sobre los muertos los que deciden son los vivos. Son los vivos los que guardan la memoria de los muertos, si ­es que la guardan, los que aprecian su obra, si es que la aprecian.

Para el creyente, todos los hombres, desde el ilustre artista o el encumbrado político hasta el humilde labrador o el anónimo oficinista, tienen garantizada la inmortalidad. El alma no muere, aunque haya sido un alma ágrafa.

Para el ateo, que solo cuenta con este mundo, lo que importa es quedarse en él de algún modo, aunque solo sea en rótulo de calle o en papel impreso. Que alguien hable de nosotros cuando hayamos muerto.

A ambos, al creyente y al incrédulo, les une el deseo de no pasar del todo, de quedar, de permanecer, de no ser solo carne mortal, perecedera. Siguen caminos distintos, y no sabemos si llegarán, juntos, a una misma meta.

Para una taxonomía de los 
premios literarios

(Un apunte para mi futuro ensayo Los libros no son para venderlos)

Los premios “literarios” pueden clasificarse en tres grandes grupos o reinos: los premios políticos, los premios sociales y los premios económicos.

En el primer grupo, el de los políticos, se incluirían galardones como el Cervantes, el Reina Sofía, el Menéndez Pelayo, los premios nacionales del Ministerio de Cultura…, los de las generalidades, juntas, xuntas y demás taifas, o el recientemente fallado Luis de Góngora, que otorga la Junta de Andalucía por el bonito importe de 30 000 euros. Este último le acaba de caer en gracia a Julia Uceda, en dura competencia con Julio Aumente, astro apagado de la constelación de Cántico: estaba claro que lo iba a ganar ella, porque además cumple con la cuota de género. Últimamente destaca mucho en este apartado el jerezano José Manuel Caballero Bonald, el infractor en la moqueta. Un claro excluido de este negociado, o negociete, es Aquilino Duque, castigado de cara a la pared por ser duque en un país en que hasta el rey parece republicano.

Los que llamo premios sociales son aquellos que suelen otorgar cajas de ahorro, ayuntamientos y diputaciones, mayormente. Los llamo sociales porque cumplen una función social: saciar el hambre de notoriedad de tanto letraherido, propiciar el hobby de la escritura como terapia ocupacional para corazones irredentos, repartir limosnas a los pobres, es decir, a los poetas, fomentar vocaciones de futuras estrellas que se estrellen… o completar la paga de jubilación de los poetas ya amortizados. Además, a estas instituciones las relativamente baratas inversiones les sirven por razones de imagen y fiscalidad. Estos premios son numerosísimos, y es bastante difícil no ser agraciado con uno al menos una vez en la vida, a poco que uno lo pretenda y a veces hasta sin pretenderlo. En este grupo se incluiría también el premio Adonais, en el subgrupo de acción social juvenil.

Finalmente, los económicos serían los premios que atienden solo, o principalmente, a razones de mercado libre: el paradigma sería el premio Planeta, pero hay otros muchos. Como el Nadal. Estos premios se venden en grandes superficies y amontonados en pilas.

Conclusión: que premios literarios, lo que se dice literarios, no los hay en España.

Porque, después de todo, ¿qué es un premio literario? Quizá solo un oxímoron.

Libros y autores olvidados

Constantemente, machaconamente, los tesinandos, los eruditos, los profesores (que no necesariamente son siempre lo anterior), los editores… cualquier becario… hablan del injusto olvido de un libro, de un autor. Naturalmente, siempre se proponen reivindicarlo. Sacarlo del olvido. Encajarlo en el canon, encaramarlo en la cucaña, de la que un día desgraciadamente, silenciosamente, el autor se cayó.

Porque hay millones de libros olvidados. Y ahora Google se propone rescatarlos.
¡Que va a rescatar! Vamos, anda. Lo que se podrá hacer es trasladarlos. Trasladarlos desde los anaqueles polvorientos a los anaqueles electrónicos. Y que allí sigan durmiendo, con ligeros sobresaltos en forma de clic.

Es un gran paso, no puede caber duda. Porque permitirá que un lector acceda a un libro sin tener que viajar a un lejano monasterio benedictino o a una rara biblioteca capitular ni llenarse de polvo mugriento en un archivo.

Está bien, sí, muy bien.

Pero, ojo: que no se nos olvide que el olvido existe, y nadie va a terminar con él. Porque si no existiera el olvido, tampoco existiría la memoria.

La misión de los profesores, de los críticos, de los escritores, de los editores, es levantar de vez en cuando la pesada alfombra del olvido. Pero la alfombra volverá a caer sin remisión sobre las frías losas del pavimento. Más que en ningún otro sitio, es en la memoria donde la ley de la gravedad se cumple inexorable.

En una página perdida por entre sus obras completas, Azorín nos habla de un autor, fray Jerónimo Saona, agustino, y de un libro suyo, Hierarchia celestial, publicado en Barcelona en 1599. Este libro, como cabe deducir del título, trata de los ángeles, asunto interesantísimo y de trascendental importancia (lo digo sin ironía). Azorín lo califica de “admirable libro, de tan fina prosa”. No se duda, no lo dudo yo al menos, pero, aparte de Azorín, ¿alguien más ha leído este libro? ¿Dónde se custodiarán los ejemplares que queden del libro de Saona? ¿Lo volverá a rescatar alguien dentro de unos años? ¿Quién lee hoy a Camilo Bargiela, a Ángel María Dacarrete, a Jacinto Grau, a José Antonio Zunzunegui… y la lista aun podría tener nombres muchísimo más raros? Aun más, ¿quién lee hoy a Azorín, rescatador de tantos libros viejos y olvidados?

A mí me consuela creer, sin embargo, que existe un lector insaciable cuya memoria es infinita, y que ya ha leído todos los libros, y que los ha entendido a la perfección, y hasta entre líneas. Siempre abiertos, y siempre entendidos. Todos. Borges acaso lo decía mejor:

Solo una cosa no hay. Es el olvido.Dios, que salva el metal, salva la escoria.Y cifra en su profética memorialas lunas que serán y las que han sido.

Todo el mundo, todos los libros, desde el modesto tratado de ebanistería al opúsculo científico, pasando por el blog y por el drama, por el poema y por la novela, desde el poeta excelso hasta el poetastro voluntarioso y torpón, gozan de un lector infatigable, al mismo tiempo riguroso y misericordioso, exigente y comprensivo. Un lector que no se ha dejado, que no se dejará sin leer ningún libro.

Y, ahora, yo me pregunto, ¿para quién escribimos?

Por una sociología de los 
premios literarios

Si este fuese un país como tendría que ser (vamos, como se imagina uno que tendría que ser), ya se habría escrito un libro titulado más o menos así, Sociología de los premios literarios. Con tantos libros como se publican, todavía quedan libros por escribir, libros que nadie escribe. Este que digo parece desde luego que no lo va a escribir nadie, porque ya han pasado de moda los enfoques sociológicos de la literatura, y Lukács, Goldmann, Escarpit y demás compañeros mártires ya no se llevan. Pero un libro así, si estuviera bien escrito y mejor concebido, nos revelaría muchas cosas sabrosas sobre la literatura, pero también sobre la antropología, sobre la psicología, sobre nosotros mismos.

De todos modos, aunque el libro no llegue, lo que sí llegan son algunos apuntes. José Luis García Martín insistía hace poco en su teoría cuántica de los premios literarios, según la cual, uno o dos sientan bien, pero más de tres resultan tóxicos o mortales de necesidad. “Los premios de poesía —escribe el autor de Fuego amigo—suelen estar gafados: quien después de los cuarenta sigue concursando ya no juega en la misma división que Valente o Brines, sino en la de los muy respetables Ángel García López o Carlos Murciano”. La frase encierra una verdad estadística, pero no una verdad de principio. Suele ser así, pero no necesariamente tiene que ser así. De hecho, la frase es casi tautológica: la mayoría de los poetas no alcanzan la cumbre de los Brines y los Valentes. Ya lo sabíamos. Incluso más: la mayoría de los poetas realmente existentes no alcanzan las cimas de Ángel García López o Carlos Murciano.

También Álvaro Valverde escribe sobre premios literarios, a raíz de su amarga experiencia como jurado de alguno de ellos, fallado recientemente en Almendralejo, villa natal de Espronceda. Incluso los premios “limpios”, y quizás preferentemente estos, los suelen ganar los cazapremios profesionales. Para estos señores, a los que Valverde califica de ludópatas, “el objetivo no es tanto publicar una nueva obra (en rigor no la hay: a determinado ritmo, la reiteración es inevitable), cuanto seguir ganando dinero a costa de esta curiosa lotería”.

Todos conocemos ejemplos de estos curiosos ciudadanos de la república de las letras. Yo he oído hablar de una señora jubilada que todos los años da la vuelta a España recogiendo premios y flores naturales por villas, villorríos y lugares. Ella no necesita del imserso para viajar. Y una vez me contaron lo que exclamó el presidente de un jurado al abrir la plica del que resultó galardonado: “¡Jo, otra vez Manuel Terrín Benavides!”

Es verdad que a veces los jurados no tienen dónde elegir. Pero también es cierto que a veces, muchas veces, no aciertan porque sencillamente no saben leer. O no se preocupan por hacerlo.

Yo no creo que la calidad de un poeta se pueda medir por el hecho de que gane premios o deje de ganarlos. Ni de que escriba mucho o escriba poco. Balzac escribió muchísimo, y siempre para ganar dinero, pero esto no quiere decir nada, y ahí está su obra, irregular, sí, pero irregular como una cordillera.

Todo esto es muy complejo, y por eso haría falta que alguien se animase a escribir ese libro que falta.

Ahora bien, de lo que sí soy partidario es de que siga habiendo premios literarios. Porque, si no, ¿de qué íbamos a hablar? Como cuando nos encontramos al vecino del quinto en el ascensor y cambiamos impresiones sobre el tiempo. Un tema de conversación. Un bonito tema de conversación. Así que seguiremos, porque aún queda mucha tela que cortar.

—Por cierto, que hoy parece que está más fresco que ayer.

—Sí, pero llover no llueve.


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