Autor: 3 noviembre 2006

Antonio Ansón

Dicen que todos los viajes, que el único viaje posible, es a uno mismo. Será por eso que viajar resulta siempre tan pesado y aburrido. Porque nos tenemos muy vistos. Y hasta penoso. Sobre todo si lo prometido al final del trayecto se augura incierto (todavía recuerdo la cara de Charlton Heston abriendo las aguas del mar Rojo de par en par con su varita mágica). Por eso Rimbaud dijo lo de “Je est un autre”, por cambiar de aires. Por eso Xavier de Maîstre decidió darse un paseo y salir, como poco, alrededor de su cuarto, mejor que recluirse en la rancia trastienda de los de Maîstre. ¡Son tantos los viajes!, algunos de ellos sin retorno: al infierno, por las autopistas del opio y por carreteras secundarias, al día en ochenta mundos, al final de la noche, al centro de la tierra. Leí Viaje al centro de la tierra en la edición de Bruguera, con 250 ilustraciones de Ángel Badía. Cada cumpleaños mi tía Piluca me regalaba un libro de esa colección: Las maravillas del mundo submarino, La flecha negra, El último Mohicano… Lo de leer es un decir, porque lo único que me interesaba entonces eran las viñetas, de las que ni siquiera leía los bocadillos. Y ahí sigo, interesándome por las viñetas. La edición de Bruguera de 1970 cuenta con “licencia eclesiástica”, la de 1972 ya no. Así pues, yo viajé al centro de la tierra con licencia eclesiástica.

Julio Verne escribía novelas de anticipación. El Gulliver de Swift o El otro mundo de Cyrano de Bergerac son otro cantar. Verne narra periplos imposibles, pero ciertos. A la luna, al fondo del mar, alrededor y al centro de la tierra. Ciencia ficción. En la última viñeta Axel lleva casado cinco años con su prima Graüben, la columpia en el jardín bajo la atenta mirada de Marta, la ama de llaves, y la presencia, aparentemente ausente, de tío Otto, inmerso en su periódico. Han estado de luna de miel en Islandia con una oferta de Viajes Halcón. No lo dicen, pero uno se lo imagina, que se han comprado un unifamiliar y un monovolumen, trabajan los dos, y están a punto de anunciar que la prima Graüben se ha quedado embarazada y esperan un hijo. Como cualquier pareja de españoles modernos.

Siempre ha habido alguien dispuesto a hacer las maletas. De Ulises a Nicolas Bouvier. Cambiarán los modos y el tiempo invertido en el viaje. Serán distintas las razones que nos condenan a las penosas horas de espera en las salas de embarque de los aeropuertos. Al castigo de los sándwiches y los refrescos y los vasos de plástico. ¿En qué momento Ulises se transformó en turista? ¿Supuso la invención de la fotografía la sentencia de muerte para el viajero tal y como pronosticó Henry James? Se equivocaba. Todavía quedan viajeros con una cámara al hombro. Por no hablar de los cientos de miles de turistas que recorren el mundo con el único propósito de fotografiarlo.

El siglo xix, momento de expansión en la Europa colonial, fue particularmente prolijo en viajeros. Caracterizado por un vertiginoso desarrollo tecnológico que va a cambiar las vidas y el arte que constituye la modernidad en la que seguimos inmersos, parece dividido en dos mitades. La primera dominada por el romanticismo, marcado por su visión subjetiva del individuo con respecto a la naturaleza y el papel protagonista que el hombre y su imaginación desempeñan. En la segunda toman el relevo los herederos de la Ilustración y del conocimiento científico. Con respecto al tema que nos ocupa, los viajes y la manera de contarlos, representan un papel decisivo dos circunstancias clave que son objeto de enormes transformaciones: la velocidad y la percepción.

El desarrollo del ferrocarril y de la aplicación del vapor a la navegación coinciden con el nacimiento de la fotografía y su puesta en práctica tanto con fines científicos como en la vida cotidiana a través del retrato. Los avances en la industria química y óptica, sumado a la fascinación en la segunda mitad del siglo xix hacia todo lo relacionado con la percepción, como panoramas y dioramas, van a favorecer el impacto de la imagen fotográfica en la manera de pensar y representar el mundo, que inicia el proceso de compresión hasta la aldea global de la que somos habitantes. Y es que nos hemos vuelto ciudadanos con boina, sentados en la plaza del pueblo a pasar el rato viendo circular los autos por las autopistas de la información. Algunos libros abordan el tema de la visión y la velocidad de forma interesante haciendo hincapié en los cambios de forma y fondo que se fraguan desde mediados del xix: Stephen Kern con La cultura del tiempo y del espacio (1983) y Las técnicas de observador (1990) de Jonathan Crary, donde invierte los términos de influencia sosteniendo la teoría, entre otras interesantes cuestiones, de que la fotografía es la consecuencia y no el origen de las condiciones que afectan al poder y al control en la sociedad de las nuevas tecnologías. Un par de años antes Paul Virilio escribía La máquina de visión.

Si el motor de vapor supuso la democratización de los viajes y la conversión del viajero en turista, la fotografía, por su parte, significó, gracias al retrato, la transformación de la “pose” noble al “atento al pajarito” democrático. En la aparición de los libros de viajes ilustrados con fotografías desempeñaron un papel decisivo dos factores, a los que la historia del medio se encuentra estrechamente unida: el desarrollo de las técnicas de impresión y el papel como soporte fotográfico en el positivado de las imágenes. Lo primero permitió utilizar imágenes fotográficas para la ilustración de libros en lugar de grabados. Lo segundo permitía multiplicar el número de copias. Dos conceptos nuevos, difusión e imagen multiplicable, conceptos que Walter Benjamin hará famosos a propósito del arte moderno bajo la influencia de la imagen fotográfica. De la imprenta de Blanquart-Evrard salió en 1852 el que puede considerarse primer libro de viajes ilustrado con fotografías de Maxime Du Camp durante su visita a Egipto, Nubia, Palestina y Siria, acompañado de Gustave Flaubert. Mientras Du Camp hace fotos, Flaubert toma notas con un estilo descriptivo que las acerca en la forma con otros libros como el de James Agee. Sobre el libro de Du Camp y algún otro como Bruges-la-Morte (1892) de Georges Rodenbach, Marta Caraion ha escrito un documentado estudio que con el título Para fijar la huella (2003) reflexiona sobre el diálogo entre imágenes y textos durante la segunda mitad del siglo xix.

En cualquier caso, lo cierto es que la vida de los ciudadanos experimentó grandes cambios, a la par que se modificaron las motivaciones y el tiempo que nuestros viajeros invertían en sus escapadas, así como el lenguaje utilizado para contar y describir sus experiencias. Existen, en mi opinión, grandes diferencias. Las crónicas de la estancia de Moratín en Londres e Italia, más tarde Nerval en Egipto y Gautier en España, aun a sabiendas de que estos dos últimos recurrieron a la fotografía sin éxito, se inclinan del lado de la tradición que representa El libro de las maravillas de Marco Polo o los viajes de Ibn Batuta. Las notas recogidas al poco tiempo por Flaubert en su viaje por Egipto, Nubia y Palestina junto a su amigo Maxime Du Camp, la descripción que James Agee llevó a cabo tras su viaje en 1936 junto al fotógrafo Walker Evans de las difíciles condiciones de los campesinos en el sur de Estados Unidos, o las notas que Rulfo tomaba junto a sus fotografías durante sus viajes por el estado de Hidalgo, están al otro lado la fotografía.

Todos los relatos comparten una misma voluntad testimonial, todos quieren dar fe, dejar constancia, con cifras, cantidades, medidas. El palacio del Gran Kahn tiene un gran muro cuadrado que por cada costado mide una milla, es grueso, blanco y almenado. Marco Polo da cuenta de la historia y de las costumbres de los lugares que visita, igual que Ibn Batuta hace con Málaga, Moratín con Londres o Gautier con Toledo. En esos relatos el narrador se presenta como único garante y nadie duda de que lo que cuenta es cierto y verdadero. Por eso tienen derecho a maravillarse. En la convención del relato se acepta el filtro de que cuenta como indiscutible apelando a la sensibilidad y referencias culturales del lector para imaginar la grandiosidad de los lugares descritos.

La descripción es inseparable de cualquier relato de viajes, y la fórmula que la introduce es “yo he visto”. Para unos se trata de un “ver” cómplice que trata de confundir la mirada del narrador con la mirada del lector. Sabemos que Gautier lleva consigo durante su viaje por España un daguerrotipo porque camino de Valladolid sufren un accidente y cuenta cómo el cajón sale por los aires sin sufrir daños. Y aunque el autor se autodefine más tarde como “daguerrotipista literario”, la voz que cuenta está ahí presente auspiciando, alimentando, acercando el paisaje descrito al paisaje conocido por el destinatario mediante comparaciones y referencias que se sustentan en la cultura de donde parten ambos discursos. El relato que precede a la fotografía es una celebración, manifiesta en la reescritura que Calvino realiza en Las ciudades invisibles. Gautier emprende su viaje en busca de lo que ya conoce, para confirmar o corregir la pintura previa que trae consigo. Los relatos que preceden a la fotografía interpretan desde una perspectiva plástica. No dicen “así es”, con el aplomo y la virtud deíctica que demuestra la imagen mecánica de la foto, sino “son como”, abriendo ante sí un abanico de posibilidades referenciales que la fotografía cierra tras de sí.

El relato fotográfico pretende (y digo bien pretende, pues de lo que se trata es de una convención literaria más, de un nuevo pacto de verosimilitud entre lector y narrador) mostrarse y presentar el objeto descrito excluyendo la complicidad del lector y hasta de la misma voz que cuenta haciéndose pasar, mediante un distanciamiento formal, por una enunciación objetiva. El sujeto del “yo he visto” fotográfico quiere ser impersonal. No se propone interpretar nada sino señalar. Tampoco siente como necesario decir lo extraordinario de las cosas vistas ni reclamar otras referencias culturales pues para mostrar no necesita emitir juicios de valor, ni a favor ni en contra. Antes de la fotografía los relatos de viajes son la invitación al ensueño, “imagínate”, dicen. Con la imagen aplastante de los paisajes y sus protagonistas fotografiados, el lector ya no necesita imaginar nada, porque el relato visual (fotográfico y literario) parece decir “mira, así es”, y basta. Los ataques a naves en llamas más allá de Orión que el replicante Nexus 6 recuerda haber contemplado en el momento de morir no necesitan comparación alguna porque son incomparables. “He visto cosas que los humanos no creeríais” comienza su descripción ante la mirada abrumada de Harrison Ford cuando el robot sabe que la fecha de caducidad marca el final de su existencia en Blade Runner, la película de Ridley Scott.

Desde la segunda mitad del siglo xix la estética literaria confluye hacia el signo de la objetividad fotográfica y el escritor aprende a utilizar esas nuevas “técnicas del observador”. La fotografía es heredera del espíritu científico del xviii, nace para testimoniar, para ser ciencia, con su capacidad de máquina para contar la realidad de manera fidedigna, objetiva, incuestionable, principios que Zola hace suyos en 1888 para definir la función de la escritura en su Novela experimental a modo de manifiesto literario. La verdad queda supeditada a la certificación ocular sobre el postulado empírico y racionalista de creer únicamente lo que somos capaces de ver “con nuestros propios ojos”. Santo Tomás haciendo la instantánea de la resurrección. El ejercicio de la memoria en Proust es más visual que intelectual, y en su Búsqueda del tiempo perdido el protagonismo de la fotografía es imprescindible para entender la historia en su conjunto por el sentido que las imágenes cobran adoptando significados diversos a lo largo de toda su obra.

El discurso fotográfico se impone con voluntad entomológica, con el propósito de censar la existencia del mundo, un repertorio de fragmentos que muestran cómo es una vez desprovisto su lenguaje de cualquier exotismo o idealización. Lo cual no quiere decir que la fotografía no sea capaz de comulgar con el folclore y el tópico. Los libros tardopictorialistas de José Ortiz Echagüe España tipos y trajes (1933), con prólogo de Ortega y textos de Guillermo de Achaval, y España pueblos y paisajes (1941), acompañado de textos de Azorín y Salaverria, valdrían como ilustración (estereotipada y con retraso) del viaje a España de Gautier, porque son, entre otras cosas, más pictóricos que fotográficos.

“¡Sorprendentes viajeros! —escribe Baudelaire en el breve conjunto de poemas que forman su Voyage, dedicado por cierto a Maxime Du Camp— ¡cuántas nobles historia leemos en vuestros ojos profundos como los mares!”, para concluir solicitando: “Decidme, ¿qué habéis visto?”. Baudelaire, para quien la fotografía no tiene otra función que la de utensilio al servicio de la ciencia, registro mecánico y ayuda para salvaguardar del tiempo ruinas y monumentos, restringiendo el arte para los que son capaces de soñar la realidad, no pide al viajero que “cuente” sino que diga “lo que ha visto”. Y Nexus 6 contesta: “He visto cosas que vosotros no creeríais”. Me sobrecoge, cada vez que vuelvo a leerlo, el poema de Pavese Vendrá la muerte y tendrá tus ojos que hace confluir el sentimiento de pérdida y extinción en la función física de los ojos mirando el mundo y desapareciendo y arrastrando consigo todo para el olvido “como lágrimas en la lluvia”, dice el robot Nexus 6. En 1963 Charles Dobzynski es como si anunciara con su libro de poemas de ciencia ficción La ópera del espacio las palabras de muerte de ese replicante agonizando, adelantándose a la fórmula que Nexus 6 repetirá en la película de Scott: “He visto cómo la noche estallaba en pompas enormes”, “He visto caer en vaho boreal, deyecciones de fuego”.

Mario Praz reúne los artículos de su memoria viajera con el título simbólico de El mundo que he visto (1982), un libro estimulante y con clase, nada que ver con el recuerdo infame que guardo del injusto Peninsola pentagonale, aparecido en 1928. Compite en infamia, por cierto, con la histriónica guía turista de Giménez Caballero Trabalenguas sobre España, de 1931, acompañada en este caso de dibujos y fotografías, cuyas descripciones de la península son un anticipo del lenguaje correoso e hiperbólico de la Enciclopedia Cíclico-Pedagógica de Grado Medio escrita por don José Dalmau Carles, que abarcaba todo el saber abarcable, y con la que mi padre acudió a la escuela por los años cuarenta hasta que la vida lo puso a trabajar tan apenas cumplidos los diez. Dicho sea de paso, Giménez Caballero recoge en su Yo inspector de alcantarillas una interesante y tal vez única referencia al rayograma de la literatura española.

El Viaje a España de Gautier es un relato con cámara pero sin fotos. Jamás conoceremos si se llegaron a realizar tomas y de qué lugares. Sabemos que la caja del daguerrotipo acompañó al viajero en su carruaje a través de la península Ibérica de Irún a Algeciras. A partir de ahí el relato se precipita durante el trayecto de vuelta por mar. Los anillos de Saturno de W. G. Sebald es un relato sin cámara pero con fotos. Malas. Innecesarias. El libro de Gautier es lineal, avanza conforme avanzan y discurren las etapas de la narración. Los anillos de Saturno está articulado como una tela de araña que va tejiéndose formando vericuetos hasta alcanzar el final. Las digresiones de Gautier, como las de Marco Polo, como las de Ibn Batuta, explican el contexto, la historia, la tradición de los lugares y de los personajes que el viajero encuentra en su camino. Las explicaciones de Sebald arrancan en un punto del camino hacia una dirección inesperada para retomar de nuevo el hilo de la narración, el hilo del viaje. Las suyas son digresiones que van del presente al pasado y al futuro, y se cruza en el camino con personajes reales y otros literarios, y cada bifurcación, cada cruce de caminos, lleva por rutas imprevistas para desembocar de nuevo a la senda principal. Viaje a España discurre por un camino. En Los anillos de Saturno el narrador se busca a través de un bosque, con sombras y claros.

Lo prioritario en Viaje a España es conseguir que la realidad encaje en el molde perfectamente diseñado antes del viaje. Sebald despierta la ilusión de que nada de lo que ocurre, de los recuerdos y explicaciones que el viaje suscita y alimenta han sido preparados. La aventura. Personal e intelectual. El viaje moderno. La retórica del viaje moderno. El narrador aparece como un hábil guía turístico en un viaje organizado de lujo. Al margen de lo turístico. A salvo de la tribu de caníbales dispuestos a merendarse al lector en una marmita con puerros y zanahorias. Viaje a España es una vuelta de butifarra. Los anillos de Saturno, un racimo de garnacha. La escritura de Gautier es centrípeta, toda la narración confluye en el texto y para el texto, para el viaje, para el sujeto del viaje, que viaja solo pero acompañado. La crónica de Sebald es centrífuga, el viaje crece hacia fuera, hacia los aledaños que tocan, se cruzan, escapan con el viaje y en donde el sujeto se nos presenta arrastrado por el viaje. En Gautier quien manda es el narrador. En Los anillos de Saturno el protagonista es el camino, no el caminante.

El 23 de mayo de 1982 Julio Cortázar y Carol Dunlop salen de París en coche con el propósito de llegar a Marsella por autopista haciendo un alto en las 65 paradas disponibles a razón de dos por día, es decir, más de un mes para un viaje idiota. La crónica de Cortázar con las fotos de Dunlop de Los autonautas de la cosmopista es una metáfora de la epopeya moderna, la del Ulises que a falta de aventuras se las inventa. El viaje de Cortázar debería figurar en las agencias junto a las ofertas de cruceros por las islas del Egeo o la semanita en Cancún. Y costar carísimo. No hace mucho una escritora francesa algo mermada de inspiración y con muchas ganas de notoriedad decidió cruzar el Atlántico dentro de un contenedor. Y lo sorprendente no es que consiguiera la complicidad del capitán del carguero. Ni que aguantara el mes de travesía sin salir del contenedor. Lo peor es que escribió un libro. Como si Huysmans, en lugar de retirarse a Fontenay-aux-Roses a delirar sobre el latín antiguo, se hubiera encerrado en un cajón de chapa a sacarle punta al borborigmo sordo de los motores que sube desde la sala de máquinas. Tampoco veo mucha diferencia, la verdad, entre el crucero del contenedor y diez días en autobús visitando los castillos del Loira. Los autonautas de la cosmopista de Cortázar es a los viajes lo que el Ulises de Joyce a la literatura. Una revolución.

Decía que Los anillos de Saturno es un libro de viajes con malas fotos. Las imágenes que ilustran el libro de W. G. Sebald ni siquiera alcanzan la categoría de aficionado. Tampoco documentan. Estorban, más que otra cosa. El relato no las necesita. Y las fotografías, por sí mismas, carecen de interés visual. Los anillos de Saturno seguiría siendo el mismo libro con imágenes o sin ellas. Tal vez no lo empeore. Tampoco aporta nada relevante. Las fotografías que forman Elogiemos ahora a hombres famosos junto a la narración de James Agee son estupendas. Ya sé que digo una obviedad. Porque Walker Evans es un maestro. Pero lo que me interesa destacar es que Elogiemos ahora a hombres famosos me parece un ejemplo de libro en donde texto e imágenes coexisten sin supeditarse el uno al otro. Funcionan por separado al tiempo que se complementan en el espacio y la narración del libro. Voy a decir otra obviedad, que me parece no está de más recordarla: la fotografía y la palabra son dos lenguajes distintos que funcionan de manera diversa.

Hay cosas que las imágenes son capaces de componer y que nunca un texto literario podrá traducir en palabras. Y viceversa. Esto significa que las fotografías no necesitan explicación alguna, y que la materia verbal tampoco requiere ilustración que vaya más allá de lo que las palabras pueden expresar. De suceder algo así, será que tanto imágenes como palabras cojean imperfectas. Que el escritor es un mal escritor, o el fotógrafo un mal profesional. Un libro como Nuevo descubrimiento del Mediterráneo (1959) de César González-Ruano está escrito al margen de las fotografías turísticas que lo ilustran. También ofrece información sobre fechas y números de los lugares adonde va llegando el narrador en su periplo, pero el tono familiar y cómplice, irreverente por momentos, ensortijado como un pámpano de uva, lo acerca mucho al relato moderno. Me parece innecesario, y hasta molesto, que me expliquen lo que estoy viendo o pongan rostro a la historia que leo, porque cada uno de los lenguajes se impone por lo que es, en palabras y en imágenes, con su especificidad. La narración de James Agee cuenta cosas inaccesibles a las fotografías de Walker Evans, como el olor de ciertos lugares, por poner un ejemplo tonto. Del mismo modo que los retratos frontales, la composición de espacios y luces de la toalla colgando de un clavo a la entrada de una de las casas carece de equivalencia verbal posible.

El viaje mexicano (1979) del fotógrafo Bernard Plossu es un libro beatnik. Responde a la ilusión del viaje moderno. Y al planteamiento también del reportaje moderno, pues no trata de ilustrar o documentar de acuerdo con un estereotipo, sino que el viaje se cuenta con el mismo viajar, y el relato es fragmentario, el afuera y el adentro del andar el camino se confunden en lo público y lo privado, lo social y lo personal. Propondría también como ejemplo de este ir y venir las fotografías de Sergio Larrain y en particular su maravillosa colección de imágenes sobre Valparaíso (1991). En ruta (2004) de Carlos Luján, sobre los camioneros y todo cuanto rodea su mundo, cuyo título nos recuerda el libro de Kerouac, responde en cierta medida a un mismo planteamiento, aunque más contemporáneo en su resolución visual y con imágenes que evocan las carreteras y los parkings de Wim Wenders de Written in the West (1987). Ethiopia (2000) de Max Pam es un magnífico libro de viajes de un magnífico fotógrafo, con textos, que participa de muchos estilos, cita a otros tantos fotógrafos, y renueva el género del diario de viaje. Historias marroquíes (1998) de Jeanne Chevalier está contado desde el registro de lo íntimo, es el relato después del viaje, con fotografías y textos breves que invitan a la introspección, a quedarse uno en el cuarto, como Xavier de Maîstre, bajo la colcha calentita. Olivier Mériel supo un día que sus pasos jamás abandonarían el Cotentin, su tierra natal, en la baja Normandía, que patea y fotografía con una mirada atónita. ¡Son tantos los viajes posibles!

El trabajo de Jordi Esteva Viaje al país de las almas (1999), tanto las fotografías como la parte documental, obedece a un planteamiento antropológico escrito en primera persona, una arriesgada combinación que se sostiene en un frágil y afortunado equilibrio. Desde un planteamiento formal similar aunque más distante es la mirada de Charles Camberoque en Los anastenaria de Aghia Eleni (1995), en consonancia con los recursos del reportaje clásico. Robert Frank reunió en Thank you (1996) la huella efímera que son las postales, haciendo una especie de arqueología del viaje, celebración del que se sabe lejos de todas las penurias que se ha ahorrado cada vez que recibe una de esas postales desde las cuatro esquinas del mundo. Uno de los más bellos relatos de viajes que he visto y he leído es Errance (2000). Entre todos los libros y los viajes de Raymond Depardon es el que prefiero, porque solo es posible llevarlo a cabo a través de sus páginas. Si algún interés tienen los libros de viajes es ese, precisamente, que la aventura que cuentan es la del libro. Viajar es otra historia.


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