Autor: 3 noviembre 2006

Israel Centeno

A sus pies

Para mí la felicidad era tenerla a ella y vivir en Hampstead. Esto lo pude haber puesto en la novela que me va tomando casi un año escribir. Volver sobre la escritura es enamorarse de nuevo.

Seis meses ansiosos, arduos, contradictorios; con las ilusiones al hilo y la desesperanza tocando a la puerta.

Estoy de vacaciones y quiero ser feliz. Para mí la felicidad se reducía a tener buenas lecturas y aislarme en Araya. Ahora no lo sé. Mi mediocridad individualista y burguesa, esto de no aspirar a liberar naciones ni salvar a raza alguna, se ha movido un tanto. Estoy por tomar en serio, como lo hizo Leon Trotsky, la novela escrita por los franceses en el siglo xix. Me ha dado por pensar que todavía en aquellos libros de grandes lomos hay códigos que nosotros, los hombres inteligentes de la posmodernidad, no hemos desentrañado; y, por eso, como en aquel relato de Julio Cortázar, caemos y r(d)ecaemos.

Si hay que repetirse, se debe hacer con propiedad.

Acabo de leer una escena en Travesuras de la niña mala en la que Ricardito el bueno dice: “Yo mismo le calcé los mocasines, besándole antes, uno por uno los dedos de los pies”. Paré la lectura y recordé que hace años viví una conmovedora escena erótica en el momento en que leía Rojo y negro: Julien Sorel mira los pies de la señora de Renal. No es casual que Vargas Llosa tome el apellido de madame Arnaux de La educación sentimental de Flaubert y que, sin rubor, se lo ponga a la heroína maluca de su última novela. Toda novela debe ser leída como un homenaje a una novela anterior. Tampoco es gratuito que todos los amantes luego de besar uno por uno los dedos de los pies de sus amadas expresen: “Para mí la felicidad era tenerla a ella y vivir en París”.

Hay mar de fondo en todo esto; nunca una patología.

Solaz de las sombras

Estoy en un hotel frente a la iglesia de Santa Inés, esperaré a que oscurezca; mientras, me solazaré en los patios interiores de la casa grande y vieja.

Anticipé mi viaje, al menos hasta Cumaná.

No entiendo cómo puede llamarse país una entidad que se desintegra en la miseria y la improvisación. Las cosas continúan descomponiéndose en esta ciudad donde la desesperanza va siendo un dictado endémico.

Más tarde, cuando oscurezca, iré al Castillo, subiré por la ladera de las trinitarias. Espero verme envuelto en su fragancia, sobre el mar apenas, frente a Cariaco, ceñido por un aroma que remezca hasta el vértigo. Necesito de este sentimiento, del cielo franco y del desierto. Por supuesto, sí, del mar y de todos mis ancestros. Ellos me revelarán dónde queda Hampstead. Yo lo he perdido. Si fuese cursi, diría que por tonto o por cobarde. Pero la vida no es tan fácil como para reducirla a dos expresiones vulgares.

Foco

Naufragarás bajo la isla

o casarás con una elfa

Scottish balads

Demoré mi regreso así como antes había anticipado el viaje. De tanto ir a un lugar terminas profanándolo. Araya me ha negado el ocaso. Deploro la arena caliente, quemarme los pies y lazarme al agua a media mañana. Me apena el disfrute de los temporadistas.

Me encuentro con el mar cuando todos no están o cuando todos se han ido; mantenemos una relación íntima y pudorosa; lo nado en paz. Hurañas son mis pasiones.

Busqué en Araya las grandes extensiones despobladas, el paisaje árido, la ausencia, su antipatía. Me sedujo, como siempre, el castillo lleno de trampas mortales, ignorado y deshonesto. Durante años he sabido trepar a él y, en todo momento, he logrado desentrañar un lugar donde, agitado e inseguro, me tumbo a esperar a que el sol vaya asomando tras las salinas, sobre la clara oscuridad de las madrugadas.

Se aprende en los yermos. Nadie vuelve de un viaje. He conducido al borde de la desesperanza, que no me tiente, porque hoy tengo la fortaleza de las ruinas donde enseñorea la áspera voluntad del desierto, su egoísmo.

Sacrificios a olokun

Es verdad, a veces se recuerda el Malecón, al mar tremendo rompiendo sobre la avenida, llenando de agua los cuartos de los hoteles. Algo mueve a la nostalgia, al portento de aquella ciudad colonial que se hizo sobre la densidad salina del Caribe. Todo el ornamento hiperbóreo sostenido por pilotes, y el sollozo del amor, o las urgencias de quienes se lanzan al sexo rudo para olvidar, para hacerle cosquillas a la desilusión, tristes polvos habaneros que hacen eco en las cavernas húmedas por donde chorrea la espuma o el semen burbujeante de los tritones verdes. El Malecón esconde lápidas, y las algas o las medusas adheridas a las rocas negras reclaman al océano mucho más furia, algo que los mueva, que le dé entrada al ángel de la muerte. Hombres y mujeres sacrifican cerdos al mar. Cerdos a la deidad. Que se vaya. Llévate a Mandinga.

En las conversaciones entusiastas sobre la belleza del Malecón, solemos olvidar ese muelle en la bahía­, un muelle desmantelado donde no atraca barca alguna. Por allí nadie entra. Por allí nadie zarpa. Isla maldita y sin navegantes. Y desde fuera, desde alta mar, los afortunados, los que no regresarán jamás, miran a aquella ciudad tras murallas, bajo cerrojos, una cárcel; Alcatraz.


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