Autor: 12 noviembre 2006

José Antonio Llera

Como era de esperar, la celebración del centenario del nacimiento del dramaturgo Miguel Mihura (Madrid, 1905) ha sido oscurecida por los fastos y la algarabía que ha concitado el aniversario cervantino. Aunque las instituciones y la prensa apenas se han acordado de él, estoy convencido de que lo contrario le hubiera disgustado. Una de las máximas aspiraciones de su vejez consistía en que lo dejaran en paz. Siempre fue un hedonista militante, y como le sobraba ternura para ser cínico prefirió convertirse en un escéptico de la utopía. En la sección de Gutiérrez titulada “¿Cómo quiere usted que sea su estatua?” había contestado lo siguiente: “¡Oh, por Dios! ¡Muy sencilla! Sencilla como la comida de un cabrero […]. Nada de filigranas escultóricas, ni complicaciones marmóreas. Las complicaciones para las tifoideas” (29 de diciembre de 1928). La escritura de Mihura huye de toda tentación de barroquismo o de pedantería. La humildad como rasgo temperamental y la falta de pose literaria con las que afrontó todas sus empresas se trasparentan en su estilo. Así, la prosa de Mis memorias (1948) constituye todo un modelo para escapar de las aguas pantanosas del narcisismo y de la ostentación autobiográfica. El gran número de novelas policiacas que nutría su biblioteca era también una forma de difuminar la imagen campanuda asociada al hombre de letras. Aunque en diciembre de 1976 fue elegido académico de la Lengua, murió antes de que llegara a redactar su discurso de recepción, del que apenas se conserva un borrador en su archivo de Fuenterrabía. Acaso, ante la embarazosa ceremonia de sacar brillo a su propio busto, decidió que lo mejor era hacer mutis por el foro.

“El humor es un capricho, un lujo, una pluma de perdiz que se pone uno en el sombrero; un modo de pasar el tiempo”. Su definición del humorismo ha sido tan citada como mal entendida. El humor es un pasatiempo por lo que tiene de juego, de actividad desinteresada, ajena al devenir de los acontecimientos cotidianos que nos encierran en el oscuro redil de lo serio y lo solemne. De este modo, Mihura está recogiendo de Ortega y Gasset la insinuación del arte vanguardista como broma pueril con el delantal de la ironía, pero su poética está macerada en las fuentes de Ramón Gómez de la Serna, que en 1928 publica en la Revista de Occidente un escrito programático que se convierte en el manifiesto de lo que más tarde se llamará la “otra generación del 27” (Jardiel Poncela, Neville, Tono López Rubio y el propio Mihura, entre otros). Me estoy refiriendo a “Gravedad e importancia del humorismo”. El humor no podía ser de ninguna manera un ejercicio de autoafirmación, puntal de la voluntad de poder, sino un ahondamiento en la fragmentación de lo real y una forma de aplicar a la verdad el disolvente de la perspectiva y del relativismo. El foco apropiado para realizar esa labor eran tanto la metáfora como la autoironía, de ahí el aserto de Mihura, mucho más decisivo a mi modo de ver que el anterior: “Lo único que pretende el humor es que, por un instante, nos salgamos de nosotros mismos, nos marchemos de puntillas unos veinte metros y demos una vuelta a nuestro alrededor contemplándonos por un lado y por otro, por detrás y por delante, como ante los tres espejos de una sastrería”. La distancia es aquello que evita la apoplejía del pensamiento: la realidad es cúbica y el ser humano un poliedro con caras opuestas hasta la pura contradicción.

Mihura comienza colaborando en publicaciones de la época como Muchas Gracias, Macaco, Varieté, Cosquillas, Buen Humor y Gutiérrez. En estas últimas se estaba gestando un humorismo nuevo, en efecto, pero que se inspiraba incesantemente en la tradición. De hecho, Mihura leyó con gusto a autores como Muñoz Seca, Arniches o García Álvarez. El astracán, el sainete o el juguete cómico actuaron de catalizadores dentro de un vanguardismo que se apartaba del juego de palabras y del pintoresquismo dialectal para alimentarse del disparate, de la situación inverosímil y de los personajes incongruentes.

Mihura fue crítico sin ser satírico, pues sentía una enorme alergia hacia el costumbrismo y renegaba del cautiverio a la actualidad que había condicionado a la prensa festiva del siglo xix. En 1941 fundó La Codorniz, donde reunió a una troupe de escritores y dibujantes de primera fila, como Tono, Herreros y Neville, además de humoristas consagrados de la talla de Wenceslao Fernández Flórez. Fue su forma de horadar desde la imaginación el descosido mural de una posguerra en blanco y negro. Creo que el humor de Mihura puede sintetizarse en una lucha contra toda clase de convención, ya sea lingüística o moral. El llamado humor codornicesco no es sino la búsqueda de un claro de libertad en esa peligrosa malla que es el lenguaje, la desarticulación jocosa a través de la parodia de ciertos géneros literarios como el folletín o el drama calderoniano, marcados por el patetismo y los clichés. Un humor, en fin, al que también le llegó su propia gangrena en forma de moda. Mihura, en cuanto se vio esclavizado por su propio éxito, decidió vender el semanario e irse de vacaciones a Tánger. Siempre he pensado que la popularización de La Codorniz, con tiradas de más de treinta mil ejemplares, debió de llenarle de un sentimiento ambivalente cercano al estupor. Él había escrito en 1932 la comedia Tres sombreros de copa y, sin embargo, no había conseguido el beneplácito de ningún empresario teatral para llevarla a las tablas. La ironía estaba ahí, quieta, y le miraba como una Gorgona.

Si La Codorniz guerreó contra el estereotipo lingüístico (ese instante fatídico en que el discurso nos moldea a su medida), Tres sombreros de copa plantea el linchamiento moral de un hombre tímido y resignado, que opone como única rebeldía su imaginación. Dionisio está solo frente a la comunidad, frente a la férrea ley de la costumbre: “Yo me casaba porque todos se casan siempre a los veintisiete años”, le confiesa a Paula. El matrimonio es el simbólico cadalso de esa moral aberrante, y don Sacramento su proxeneta. Toda moral ahistórica, no contingente, mata la sensibilidad del individuo, lo oprime y lo masifica. Pero Dionisio es débil y no tiene voluntad para rebelarse con sus actos, solo con la fantasía. Recordemos ahora las palabras de Mihura sobre el humor: “Que nos salgamos, por un instante, de nosotros mismos”. Creo que es ese el momento más portentoso de la pieza, cuando Dionisio y Paula se apoderan del instante y lo hacen suyo, pese al determinismo dramático que impera en sus vidas: “Aún es tiempo. Dejaremos todo esto y nos iremos a Londres”. La imaginación los sostiene en vilo, del mismo modo que el humor nos hace más livianos frente a la muerte. La revuelta de Dionisio consiste en inventarse a sí mismo, en recrearse para Paula. Dionisio mata a aquel a quien quieren llevar al altar y crea un álter ego invulnerable, el malabarista Antonini. Lo insólito cobra carta de naturaleza porque nos revela el sentido oculto de la vida. En el momento en que Paula cree la bella mentira de Dionisio —o juega a creérsela— ambos transforman la realidad en sueño. La moral heredada se diluye frente a dos seres que ascienden por la escala de la quimera, que metaforizan el mundo en un supremo acto circense. La comedia resucita por las cicatrices que va dejando el drama.

Después, Mihura llegó a escribir un teatro más comercial e incluso se atrevió a luchar junto a su hermano Jerónimo contra los molinos de viento del cine. El reconocimiento oficial en forma de un sillón en la Real Academia le llegó tarde. Su amigo Julio Camba dijo que él prefería que le dieran un piso antes que un sillón en la Academia. Mihura ya tenía piso en la calle General Pardiñas y un apartamento en Fuenterrabía desde cuya terraza miraba a las turistas nórdicas con un catalejo. Hablar de banquetes y homenajes le sentaba como un tiro. Cumplidos los setenta años, escribir un discurso por obligación y tener que vestirse de frac debieron de parecerle las más inhumanas de las aberraciones.


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