José Manuel Benítez Ariza
Nadie lo es
“Billy Wilder, autor de cuatro obras maestras…” Bueno, con haberlo sido de una hubiera bastado. Pero no es la primera vez que leo u oigo comentarios que le perdonan la vida al afamado director. Por supuesto, hay películas de Wilder mejores, más complejas, más ricas que otras. O que parecen resistir mejor el tiempo. Pero incluso eso, como tantas otras cosas, cambia también con el tiempo. Así, Avanti! (1972), que pareció en su día una película menor, se revela ahora como una historia complejísima, que incluye no solo los consabidos chistes sobre el americano fuera de contexto, sino también una toma de temperatura a la comedia italiana como manera de entender el mundo. Un, dos, tres (One, Two, Three, 1961), por mucho que se considere una mera reconsideración de Ninotchka (1939), resulta hoy una película extraordinariamente lúcida, que habla no solo de las debilidades del comunismo, sino también de la escasa valía intrínseca del capitalismo para ser su única alternativa.
Tal vez lo que no se le perdona a Wilder es la sencillez de su puesta en escena, su sentido del humor o el carácter escasamente ejemplar de sus personajes. La pedantería, en cine como en literatura, da puntos. Un par de planos-secuencia como el que abre Sed de mal, algún que otro personaje taciturno y problemático, ese punto pasado de rosca que tenían los melodramas de su tiempo… Ojo, no estoy diciendo que no me gusten Welles, Nicholas Ray o Vincente Minnelli, sino que a Wilder no le hacían falta ninguna de esas cosas que tanto facilitan la redacción de un par de párrafos en una revista de cine. Su arte, como el de John Ford, es inexplicable, por sencillo. Y eso no se perdona fácilmente. Nadie es perfecto.
Lemon
Y, hablando de perfecciones: Jack Lemon: el perfecto americano que sabe que no es fácil, ni agradable, serlo siempre. Ejemplos: su papel en Avanti!, que es más o menos el mismo que interpreta en Missing (1982), la película de Costa Gavras sobre el golpe de estado de Pinochet. Aunque las circunstancias son ligeramente distintas, como incluso un perfecto americano podrá percibir.
El vals del emperador
Es unánimemente considerada la peor película de Wilder. Y, sin embargo, El vals del emperador (The Emperor Waltz, 1948) es más Wilder, a mi entender, que Cinco tumbas al Cairo (Five Graves to Cairo, 1943) o El aviador solitario (The Spirit of St. Louis, 1957), las otras dos películas que se disputan con ella este poco honroso título. Para empezar, está la innegable impronta de Lubitsch. Pero lo que más llama la atención es la cantidad de anticipos de otras películas de Wilder que pueden espigarse en esta. La situación en su conjunto —americano desu- bicado que se enamora de una europea— recuerda a la de Avanti!, así como no pocos momentos de la trama —por ejemplo, la presentación, mediante pinceladas irónicas, de los invitados al baile, que tendrá su eco en la de los huéspedes del hotel de Avanti!—. Igualmente, el diálogo en el que Joan Fontaine (la condesa) anticipa a su enamorado los muchos inconvenientes que habrá de afrontar la relación que está surgiendo entre ambos roza milagrosamente la genial escena final de Con faldas y a lo loco, y solo le falta su rotundo remate. También, el que el protagonista tenga un momento de pusilanimidad y amague con ceder a las convenciones, después de haber oído al portavoz de estas —el propio emperador—, nos hace recordar el mismo momento de desánimo y derrota que vive el protagonista de El apartamento. Todas las películas de Wilder son operetas estilizadas, y no es raro que encontremos las semillas de muchas de ellas en este tonto espécimen del género; que, cierto, no es una gran película, pero nos hace sentir como si estuviésemos espiando al director por el ojo de la cerradura y atisbando el germen de muchas de sus ideas más celebradas.
Irma la dulce
Cuando terminas de ver Irma la Dulce (Irma la Douce, 1963) te queda la impresión de que quienes mejor conocen a la protagonista, la prostituta interpretada por Shirley McLaine, son sus clientes (el marinero que la solicita con ansiedad, el millonario tejano que le deja unos billetes de propina a cambio de su triste historia, el apocado tendero de Les Halles), y no el desmedrado amante y “protector” que se le presenta en la persona del ex gendarme Patou (Jack Lemon).
Los hermosos decorados, que prefiguran un París de postal, pueden inducirnos a olvidar ese hecho básico, a favor de la ensoñación romántica. Sí, terminamos creyéndonos que el ex policía enamorado de la prostituta logrará redimirla; de hecho, pone todo su empeño en evitar que ella “ejerza”, y a tal fin él mismo usurpa (en una nueva instancia de esos juegos de disfraces tan gratos a Wilder) el lugar de un único cliente dispendioso, que exime a la chica de hacer la calle. Bueno. Pero no hay que olvidar que Irma es una profesional celosa de su buen hacer y de su prestigio. Y que sus clientes, tocados por la benevolencia de Wilder, no son especialmente sórdidos o viciosos: más bien son gente entre cándida y necesitada, que parece haber encontrado en la chica la medida exacta de lo que requerían sus deseos y fantasías.
Es una pena (y un acierto de guión, a la vez) que la película no nos deje ver a Irma en acción: seguramente es portentosa. El amor de Patou se nos antoja insoportablemente egoísta; es “como si el empresario de la Pavlova pretendiese que esta solo bailase para él”, según acierta a explicar otro personaje de la película. Pero la Pavlova se debe a su público, y engaña a Patou… consigo mismo; es decir, con su álter ego, el presunto millonario inglés (el propio Lemon, disfrazado) cuyas visitas la mantienen fuera de la circulación. Cornudo de sí mismo, el ex policía apadrina al niño nacido de esa relación y se casa con la prostituta. Pero intuimos que ni siquiera la maternidad o la respetabilidad aportada por el matrimonio conseguirán reprimir las cualidades naturales de Irma. Si la protagonista hubiera sido Marilyn Monroe, en fin, esta verdad resultaría todavía más evidente.
Sexo
Y ya que estamos en ello, cuánto sexo hay implícito (cuánto se folla, diríamos) en la también parisina y declaradamente romántica Ariane (Love in the Afternoon, 1957). Y sin que se muestre nada que podamos tildar de indecente.
Trilogía de Nueva York
Pero si las dos películas anteriormente mencionadas forman, junto con Ninotchka (de la que Wilder es guionista) la trilogía parisina del director vienés, no hay que olvidar que este es más conocido por la que, como Auster, dedicó a Nueva York: la que forman Días sin huella (The Lost Weekend, 1945), El apartamento y La tentación vive arriba (The Seven Year Itch, 1955). Que yo sepa, muy pocos han reparado en la unidad que forman estas tres películas, las tres centradas en individuos que viven de forma precaria o provisional en pequeños apartamentos y son víctimas, cada uno según su circunstancia, de las peculiares tentaciones que les pone por delante la gran ciudad.
De Días sin huella es esta escena cuasi cómica (en contraste con el tono dramático de la película) que define bien el clima y la mentalidad de la ciudad. El protagonista, necesitado de dinero para comprar whisky, busca desesperadamente una casa de empeños para obtener unos dólares a cambio de su máquina de escribir. Para su sorpresa, todas están cerradas. Frente a la baraja echada de una de ellas, pregunta a dos viandantes, inconfundiblemente judíos, por el motivo de este inopinado cierre.
—Es que celebramos Yom Kippur, una fiesta judía.
—Pero la de Gallagher —típico apellido irlandés— también está cerrada —responde el atribulado borracho.
—Tenemos un acuerdo. Ellos cierran por Yom Kippur y nosotros por San Patricio.
Podría haber sido extraído de una película de Woody Allen.
El minuto digno
Aún más neoyorquina (en el sentido en que lo son muchas películas de Allen) es El apartamento (The Apartment, 1960). Leo que, en su día, algún crítico puritano la despachó del siguiente modo: “Trata de una buscona a la que le va mal, y que encima pretende que la compadezcamos”. Y el caso es que, en cierto modo, tenía razón. Los personajes de Wilder no son nada ejemplares. El tipo que pone su apartamento a disposición de las juergas de sus jefes, el compositor de poca monta que pretende vender los favores de su mujer a un cantante mujeriego a cambio de que este se interese por sus canciones, el borracho irredento que utiliza la compasión que inspira en las mujeres para sacarles unos dólares, representan, todos ellos, lo más bajo, lo más ruin de la naturaleza humana. La sabiduría de Wilder consiste en hacernos ver que, en el fondo, no son tan distintos de cualquiera de nosotros; que su comportamiento se ajusta a una moral egoísta más o menos homologada por la práctica social; y que esa ruindad no impide que aflore en ellos, en determinadas circunstancias, algún que otro rasgo redentor: un gesto generoso, un acto desinteresado, una decisión digna. La moral de las películas de Wilder reside en el breve intervalo en el que el individuo sopesa la posibilidad de realizar ese gesto. Es ese minuto de heroísmo que todo el mundo, hasta el más cobarde, ha experimentado alguna vez, y en el que parece no importar lo que antecede y lo que sigue. Y claro que los compadecemos. No por la valía intrínseca de lo que hacen, sino por el parecido que esos gestos tienen con nuestras propias fantasías de dignidad.
Mejor no preguntar
Más allá de la dignidad, de la que carece por completo, lo que le falta al personaje de Kim Novak en Bésame, tonto (Kiss Me, Stupid, 1964) es sentido del humor. Eso no importa mucho, por ejemplo, en las películas de Hitchcock: en ellas, el humor lo pone el director, por su modo de ver y presentar los acontecimientos. Pero en las de Wilder, tanto el humor como la dignidad surgen de los propios personajes, del cinismo más o menos descarado de estos, del modo en que asumen las situaciones extrañas o ridículas que viven.
Por eso no termina de gustarnos Polly la Bomba (en el original, “Polly the Pistol”), la prostituta que interpreta Kim Novak en esta película: demasiado estólida, demasiado antipática para ser puta; y, al mismo tiempo, demasiado indecente (demasiado tirada, diríamos) para ser la buena chica en apuros que, en el fondo, se supone que es. Puede que Wilder no nos haya contado toda su historia, que no sepamos todo lo que hay que saber de ella. El caso es que el personaje verdaderamente interesante de esta película es la señora Spooner, la honesta esposa del compositor aficionado Orville J. Spooner. Este desea vender sus canciones al famoso cantante Dino (Dean Martin), de paso por el pueblo, y contrata a Polly para que se haga pasar por su propia esposa durante una noche y encandile al cantante mujeriego, induciéndole a pasar una noche en casa de los Spooner. La verdadera esposa, enfadada y ajena al montaje, termina emborrachándose en el tugurio donde trabaja Polly y la llevan a dormir a la caravana de ésta; donde Dino, al volver de su extraña aventura no consumada, la encuentra. La honrada esposa sucumbe fácilmente a los encantos del cantante, del que ha sido admiradora desde su adolescencia… Y sin remordimientos: después de una noche de amor que intuimos gloriosa (y por la que Dino le paga quinientos dólares), sigue haciéndose la ofendida con su marido durante unos días, hasta que sucede lo que todos esperábamos: Dino canta en televisión una de las canciones de Spooner, y este y su esposa se reconcilian y renuncian a preguntar sobre los hilos ocultos que han conducido a ese resultado.
He ahí la clave de la cuestión: no hacer preguntas. Allá cada cual con sus secretos. Y no por cinismo o amoralidad, como frecuentemente se ha dicho al hablar de esta película, sino por algo mucho más hondo y, en cierto modo, trágico: la imposibilidad de explicarnos del todo, de armonizar deseos y realidad, de hacer valer los primeros sin que esta resulte seriamente comprometida y puesta en cuestión.
Hipálage
Lo que nos lleva a la que, también unánimemente (o casi), se considera la mejor y más compleja película del director vienés: Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, 1959). Y, también, una de las más ingenuas. En cierto modo, su planteamiento es el mismo que el de Bésame, tonto, pero a la inversa: no estamos ahora ante personajes pretendidamente respetables que, en un momento dado, se saltan a la torera los fundamentos mismos de esa respetabilidad, sino ante gentecilla avezada en las artes de la mala vida que, en un momento dado, ceden a un romanticismo más bien desaforado (o, en cualquier caso, fuera de lugar, dadas las circunstancias). Eso sí: un romanticismo exento de ejemplaridad. Que la torpe y borracha cantante de orquesta femenina se enamore de un saxofonista sin recursos que huye de la Mafia (y que renuncie, por tanto, a sus pretensiones de atrapar a un millonario) no resulta precisamente sensato, ni tranquilizador. Con esta última y disparatada insensatez, esta chica vulnerable no hace otra cosa que ponerse en manos del destino. Tal vez ese sea el sentido de la muy citada y pocas veces analizada frase final: cuando el travestido Lemon, que se ha prestado a mantener el juego de engaños para que su amigo haga progresos con la chica, confiesa al millonario al que distrae que no es una mujer, y este exclama: “Nadie es perfecto”, la situación pasa a la esfera de lo absurdo (o lo entonces inaceptable, en fin, si insistimos en ver en ello un poco probable guiño homosexual). Aunque no por las buenas. Lo que parece que hace Wilder, más bien, es aplicar a la situación una conocida figura retórica: la hipálage. Recordemos el ejemplo clásico de la misma: “Iban oscuros por la noche sola” (es decir, iban solos por la noche oscura: los adjetivos han sido trastocados para conseguir un efecto de continuidad, de porosidad, entre órdenes de realidad distintos). Pues eso es, precisamente, lo que resulta del golpe de ingenio (casual, dice Wilder) con el que se cierra esta película: el adjetivo ha sido puesto a la imposible relación entre Lemon y el millonario; pero corresponde, más bien, a la que acaba de establecerse entre la bella y el no feo saxofonista, arrojados al abismo de la imprevisibilidad y la renuncia a los planes propios en los que ambos cifraban su supervivencia.
El mismo abismo en el que caen también, como ya sabemos, los protagonistas de El apartamento, El vals del emperador, Ariane… El mismo al que se dirige, confiada, Polly la Bomba con los quinientos dólares que ha ganado para ella una respetable mujer casada. La felicidad dura eso: lo que el amor entre dos jóvenes insensatos; lo que unos dólares en esas interminables carreteras americanas que no parecen conducir a ninguna parte.