Autor: 15 marzo 2007

Peter Bogdanovich: Las estrellas de Hollywood por Peter Bogdanovich: retratos y conversaciones
T&B, Madrid, 2006

Cuando Peter Bogdanovich era un adolescente soñaba con ser actor y un día, en torno al Año Nuevo de 1954 en Nueva York, mientras caminaba por la calle 55 se encontró a Marlon Brandon vestido con la indumentaria que utilizaba para la película en la que trabajaba en ese momento. Llevaba puesto el atuendo con el que todos, desde La ley del silencio, identificamos a los estibadores neoyorkinos: chaqueta de leñador a cuadros, pantalones de trabajo y botas de motorista. Aquel día Bogdanovich tuvo la oportunidad de pedirle un autógrafo a uno de sus actores favoritos, y no la desperdició. Caminaron un rato juntos hasta llegar a un semáforo en el que Brandon se despidió jovialmente del chaval para cruzar la calle. Mientras se alejaba, el joven Bogdanovich vio que la ya por entonces estrella pisaba una mierda de perro y estuvo a punto de gritarle para prevenirlo, pero no lo hizo, quizá porque pensó que después de todo, aquello daba buena suerte. Posiblemente suerte es la palabra clave en la vida de Bogdanovich. Con el tiempo, aquel joven estudioso del teatro y el cine, aspirante a actor y discípulo de Stella Adler, llegó a dirigir películas, formando parte muy activa de la generación que renovó el cine de Hollywood en los años setenta —los Scorsese, Coppola, Spielberg, Hal Ashby, Lucas, etcétera— y buena prueba de ello son sus primeros trabajos: El héroe anda suelto, La última película o ¿Qué me pasa, doctor?

Decía Woody Allen en Manhattan que el talento es pura suerte y que lo realmente importante en la vida es el azar. Supongo que daba a entender que al que le toca le toca y al que no, no; cosas del azar. A Bogdanovich le tocó, tiene talento, pero en su vida profesional y personal no ha sido demasiado afortunado. Dejada atrás la cima de los setenta, su carrera ha ido cuesta abajo y su vida ha pasado por tales altibajos que hace palidecer los ciclos de Kondratiev. Además de director cinematográfico, Peter Bogdanovich es un erudito ligero que se ha interesado por el cine desde que con cinco años su padre lo llevó a ver los cortos de Chaplin al moma. En la revista del instituto ya apunta como crítico, y desde muy joven empezó a escribir profesionalmente sobre cine en revistas y a redactar los folletos de las películas que programaba en una sala de arte y ensayo. Después no ha dejado de escribir y es el responsable de uno de los mejores títulos publicados sobre Orson Welles, un libro-entrevista que en castellano lleva el título de Ciudadano Welles.

Las estrellas de Hollywood por Peter Bogdanovich es un conjunto de retales, una almoneda de la memoria en la que se reúnen materiales de diversa procedencia: artículos publicados previamente en revistas como Esquire, conversaciones grabadas y utilizadas en los documentales o las monografías que el autor preparó sobre gente como John Ford o Howard Hawks y recuerdos personales de todo lo vivido por un incondicional del cine. A casi todas las estrellas que retrata el autor en este libro las conoció personalmente —excepto a Humphrey Bogart y Marilyn Monroe— y de todas tiene algún recuerdo personal que contar, así que no es extraño ver aparecer el currículum fílmico y la vida privada de Bogdanovich en estas páginas —su matrimonio con Polly Platt, a la que deja por Cybill Shepherd durante el rodaje de La última película, el trágico final de Dorothy Stratten, asesinada cuando mantenían un idilio a raíz de Todos rieron, o su relación posterior con la hermana de Dorothy, Louis Stratten—. Estos retratos son muy desiguales en extensión, pero están muy homogeneizados en intensidad y emoción. A Montgomery Clift, por ejemplo, se le dedica poco más de una página frente a las sesenta que ocupa la entrevista con Jerry Lewis, pero para el lector es más emocionante el encuentro entre Monty y Bogdanovich en la sala New Yorker una tarde de 1961 en que se proyectaba Yo confieso, que las bravuconadas muchas veces no tan desternillantes de Lewis. El día de ese encuentro Clift ya había tenido el accidente de coche que sufrió cuando filmaba El árbol de la vida. Durante la proyección, el actor se levanta y se va a fumar a la parte de atrás del cine. Bogdanovich, que trabajaba allí, se le acerca y entablan conversación sobre la película: “La enorme imagen que aparecía entonces en la pantalla, de su belleza anterior al accidente, debía haberle dado la impresión de estar burlándose de él. Se volvió y me miró con tristeza. ‘Es… duro, sabes’. Lo dijo lentamente, dudando, arrastrando un poco las palabras. ‘Es muy… duro’, dijo. Yo asentí. Volvió a mirar hacia la pantalla”. Después, Bogdanovich acerca a Clift hasta el libro de sugerencias de la sala, donde alguien había propuesto que proyectaran cualquier película de Montgomery Clift: “El actor se quedó mirando la página durante bastante rato […] y me di cuenta de que estaba llorando. Me rodeó, tembloroso, con su brazo y me dio las gracias por enseñarle aquello. Entonces se dio la vuelta y volvió por el pasillo hasta su asiento”.

Mucho de ferviente admiración hay en los retratos dedicados a Lillian Gish, Cary Grant, Henry Fonda, James Stewart o John Wayne, algo menos en el de Charlie Chaplin, al que conoció en 1972, cuando se le entregó el Oscar honorífico, y que le pareció frío y distante. Dos semblanzas emotivas son las de los malogrados Sal Mineo y River Phoenix. La del primero es la cara negra del cine hollywoodiense, una historia de ascenso y caída que termina con un apuñalamiento en un oscuro callejón una madrugada de 1976; la del segundo es la crónica de la destreza, el infortunio y la adicción a las drogas que termina abruptamente una noche de 1993 ante una sala de fiestas propiedad de otra promesa del momento: Johnny Depp. Las páginas que le dedica a Boris Karloff humanizan con brillantez al monstruo. Frank Sinatra, Audrey Hepburn, Sidney Poitier —con el que Bogdanovich trabajó—, Anthony Perkins —cuya mujer, Berry Berenson, iba en uno de los aviones que se estrellaron contra el World Trade Center el 11 de septiembre de 2001—, Jack Lemmon —al que sigue mientras se filma Irma la dulce— o John Cassavetes —amigo íntimo— son otros de los retratados. Por lo demás, y ya para terminar, dos concesiones a lo venéreo: Marlene Dietrich, a la que Bogdanovich conoció en un avión y trató después con asiduidad, estuvo siempre convencida de que ella podría haber cambiado la historia, porque afirmaba que Hitler estaba loco por acostarse con ella, y parecía bastante segura de que, de haber accedido, el carácter del dictador se hubiera suavizado. Y la segunda: en Singapur, durante el rodaje de la película Saint Jack, Peter Bogdanovich —director— y Ben Gazzara —protagonista— se dedicaron demasiado a aplicar el método Stanislavski, metiéndose en el personaje principal a base de recorrer todos los burdeles de la ciudad, lo que, nos confiesa el autor del libro, tuvo “bastante que ver con el final de mi relación de nueve años con Cybill Shepherd (coproductora y coguionista de la película), y con que Gazzara terminase su largo matrimonio con Janice Rule”.

Este libro fascinante e inacabable es una mina de oro que nos deslumbra con el fulgor de las estrellas nada más pasar la primera página, pero ya se sabe que por mucho que brille un hombre no tendrá nunca valor más alto que el de ser hombre, y este libro sabe también acercarnos a esas personas de papel cuché convirtiéndolas en seres humanos, demasiado humanos.

Alfonso López Alfonso


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