Philip Roth: La contravida
Seix-Barral, Barcelona, 2006
Supongamos que todos sabemos quién es Philip Roth y que hemos leído algún libro suyo. Supongamos, también, que todos estamos de acuerdo en que, si es que tiene algún valor, que lo tiene, debería ya haber ganado el premio Nobel. Supongamos que también conocemos a ese álter ego llamado Nathan Zuckerman, un personaje recurrente, egocéntrico y lúcido, de los que dicen las cosas a la cara y no se frena jamás en el desarrollo de una idea. Entonces, hablemos de La contravida.
Seix-Barral publica ahora, con nuevas y cuidadas traducciones, la “Biblioteca Philip Roth”, que ya alcanza su cuarto título, tras la publicación de El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras, Patrimonio. Una historia verdadera y Zuckerman encadenado. La contravida, como todos sabemos algo de Roth, es una novela protagonizada por Nathan Zuckerman, ese escritor que busca a dentelladas o con caricias y susurros la verdad, la sinceridad, el porqué exacto de las cosas. Sabemos que es judío —o lo que eso significa, si es que significa algo, que lo hace— y que tiene, además, una intensa y algo desordenada vida sexual y un hermano, Henry, que es el prototipo de ciudadano respetable, odontólogo, honrado y padre de familia. Pero al que también le gusta el sexo, aunque de una manera controlada y mentirosa. Ordenada. Zuckerman actúa y habla sin máscaras; Henry lleva, digámoslo así, una doble vida sexual.
Así los ingredientes, agitémoslos con brío y alguna pausa dialogada y morosa y obtendremos ese cóctel adictivo, delicioso y al tiempo acre que es la prosa de Philip Roth.
Aquí, en La contravida se dedica a husmear y a ser husmeado, a morir y volver a la vida, a tener una amante casada mientras padece una intolerable impotencia como efecto secundario de un tratamiento para su delicado corazón, a desdoblarse en su hermano Henry y a dialogar, dialogar mucho sobre las cosas que obsesionan a Roth-Zuckerman: qué es ser judío, qué es el amor, qué es la vida. Y reflexiona acerca de ello; mucho, en profundidad, buscando la verdad y convirtiéndose a cambio en un personaje que pierde a su familia y que es detestado por muchos. Los judíos le llaman antisemita y los gentiles dicen de él que es un sionista. Ese es el papel que más le gusta adoptar a Zuckerman: contradecir con argumentos a unos y a otros, incluso, por supuesto, si no no tendría gracia, a sí mismo. Un traje incómodo, que podría resultar insoportable para algunos pero que a Nathan Zuckerman le sienta magníficamente.
María, su amante —¡qué genio en los diálogos que mantienen!— le escribe: “Pero a ti la tranquilidad te inquieta, Nathan, sobre todo en la escritura: es arte de mala calidad, demasiado cómodo para el lector y, ciertamente, para ti. Lo último que quieres es hacer felices a los lectores, con textos acogedores y sin conflictos, donde los deseos se cumplen con toda sencillez”. Incluso su hermano pequeño Henry, que jamás —como sus padres— ha podido soportar la vergüenza tras el éxito de El lamento de Portnoy, según Zukermann, Carnovsky, estalla: “¿Qué tiene de tan malísimo la vida normal y corriente? ¿Es necesariamente el deber un concepto tan barato, son verdaderamente una mierda la honradez y la decencia, mientras la exageración impenitente, en cambio, genera clásicos?” O incluso sobre sí mismo en el panegírico que deja escrito para que lo escuchemos en su funeral, en boca de su editor: “Hasta Carnovsky no se me ocurre prácticamente nadie que se haya plantado delante de ‘coño’, y del muy característico tejemaneje de sentimientos que la palabra provoca, sin hacerlo, como dirían los freudianos, de un modo exogámico, a una distancia de respeto, metafórica o geográfica de su casa”.
Así, La contravida se convierte en un audaz juego de luces y sombras, de espejos quebrados que reflejan la realidad —o la realidad inventada o historiada, que es todavía mejor— en busca de una identidad.
Cuando Philip Roth presentó en sociedad La conjura contra América, una periodista le preguntó: “¿Qué es ser judío?”, y Roth respondio: “No pienso contestar a esa pregunta”. Tal vez porque esa sea la pregunta cuya respuesta —junto a qué es el sexo— busca Roth a lo largo de su producción, desde El lamento de Portnoy hasta su obra maestra Pastoral americana pasando por El teatro de Sabbat, El animal moribundo o La mancha humana. ¿Ser judío es estar simplemente circuncidado y vivir en una gran ciudad norteamericana o es formar parte de los asentamientos de extrema derecha y profundamente racistas de Judea, para los gentiles Cisjordania? ¿Qué es ser judío?
Así las cosas, nos hallamos ante una novela divertida, complicada, dura, hilarante y sincera, “eléctrica”, como dijo de ella Martin Amis. Y ese último párrafo, tras un tour de force epistolar entre dos mentes prodigiosas, algo inolvidable. Un párrafo que solo puede permitirse Philip Roth-Nathan Zuckerman.
Andrés Pau