Luis Bagué Quílez: Poesía en pie de paz
Pre-Textos, Valencia, 2007
Desde que Jürgen Habermas identificó la noción de posmodernidad con la postura neoconservadora de quienes creen que la modernidad ha fracasado y que, por tanto, sus impulsos utópicos (sus proyectos teleológicos) deben ser suprimidos, muchas han sido las voces críticas que han querido intervenir en el debate. Jean Baudrillard, por ejemplo, se situaba en las antípodas de Habermas al afirmar que el estado actual es “el estado de la utopía realizada” y que, en el fondo, “la revolución ya ha tenido lugar en todas partes, solo que no del modo que se la esperaba” (p. 78). Habermas, sin embargo, argumenta que la modernidad (o el proyecto de la Ilustración cuya meta fue el desarrollo de una ciencia objetiva, de una moralidad sujeta a leyes universales y de un arte autónomo) no es un proyecto fracasado sino inacabado.
Si el proyecto de la modernidad no fue completado, como sugiere Habermas, es posible todavía entender el posmodernismo como una cara de la modernidad, tal como pretende, por ejemplo, Matei Calinescu. O bien, como sostiene David Harvey, desde el ámbito de la crítica anglosajona, pensar que el posmodernismo no implica tanto una ruptura total con la modernidad sino que sería apenas una crisis particular dentro del modernismo; un modernismo que, por otra parte, nunca fue homogéneo, como suponen sus críticos.
El debate en torno a la posmodernidad estética en España se inaugura en la década de los ochenta y los nombres implicados son, en principio, los de Gonzalo Navajas, Joan Oleza y Ken Benson, con posturas teóricas que retoman las líneas de pensamiento arriba enunciadas. En 1994, Ken Benson publica un artículo en torno a esta cuestión y en él advierte de que existen dos posturas contrapuestas respecto del concepto de posmodernidad. Para algunos teóricos, señala, la posmodernidad se limita a ser un postismo, esto es, no constituye más que el último coletazo de una cultura en decadencia, la cultura moderna o modernista. De esta forma autores como Kermode, Eco o Graaf lo consideran una etapa final y manierista de la cultura moderna, mientras que autores como Fokkema, Mc Hale, Sontag o Ihab Hassan entienden que la posmodernidad representa una cultura alternativa, “una episteme original”, en la que hay un cambio radical del sistema de normas de la modernidad (pp. 1-20). La tesis de Benson adhiere a la primera de estas líneas al sostener que el “discurso posmodernista es epigonal respecto de los valores de la modernidad” (p. 70) y se sustenta en la identificación de dos fases o etapas en la narrativa española actual dentro de las coordenadas posmodernas: una primera deconstructora, intelectualista, escéptica respecto de las posibilidades del lenguaje, y una segunda, entendida como reacción contra la anterior, creadora, fabuladora, imaginativa, que recupera la referencialidad, propone un regreso a la tradición y construye mundos, si bien falsos y parciales.
Gonzalo Navajas, autor de un temprano estudio acerca de la novela española posmoderna, concibe a la posmodernidad “no como un movimiento fijado en una temporalidad concreta que —a pesar del prefijo post— siga a la modernidad, sino más bien como una posición epistemológica que puede actualizarse en diversos momentos concretos” (1987: 31). Por eso en su libro Más allá de la posmodernidad. Estética de la nueva novela y cine españoles caracteriza la nueva modalidad epistémica como una “modalidad de aserción cognitiva y axiológica parcial” (1996: 18). Su rasgo diferencial es que no se resigna a la indiferencia cognitiva y ética y “trata de investigar alternativas al impasse de la irresolución” (p. 21); este nuevo concepto reabre las raíces de lo moderno, con su emergencia primordial en la segunda mitad del siglo xviii, y permite la reconexión de la fase actual con la visión humanista de Voltaire y Goethe.
Joan Oleza, por su parte, hace arrancar la sensibilidad estética moderna con su aspiración a autonomizar el arte de la realidad y del presente, del romanticismo alemán (Schlegel) pero señalando que paralelamente se desarrollaba otra línea que reclamaba precisamente el derecho a explorar lo real y el presente (el romanticismo social de Víctor Hugo que conduciría al realismo y al naturalismo de Stendhal o Balzac) así como lo haría ya en el siglo xx el surrealismo revolucionario desplegando una literatura de resistencia y compromiso que se continuaría en la posguerra. Oleza se centra en los años sesenta, cuando en España se produce el ataque más visible contra la norma realista al uso, ataque llevado a cabo por Juan Goytisolo (conectado con la vanguardia parisina), Juan Benet (heredero del simbolismo) y los novísimos en poesía. Según el autor, esta condena o rechazo al figurativismo tuvo un doble sustento ideológico: por un lado, las teorías formalistas-estructuralistas, que defendían la autosuficiencia del lenguaje artístico respecto de cualquier otra realidad, y por otro, la Escuela de Frankfurt, con Adorno a la cabeza, quien redefine a la modernidad como una serie de movimientos de corte experimental (romanticismo, simbolismo, modernismo, primera vanguardia) que excluye a la ilustración, el romanticismo liberal o social, el realismo, el naturalismo, la neovanguardia de los treinta, el existencialismo y los realismos de posguerra. Recordemos que para Adorno el principio del arte moderno es la negación progresiva del sentido o de la representación; esta será la clave de su “estética de la negatividad”, defensora de un arte antimimético, irrealista, antifigurativo que hiciera explotar en fragmentos el significado.
La paradoja que denuncia Oleza reside precisamente en que el arte que traen a escena los teóricos de la posmodernidad (Lyotard, Jameson, Fukuyama, Derrida, Vattimo, Lacan) se sustenta más o menos en los mismos supuestos de la modernidad estética tal como la concibió Adorno. Pero Oleza rescata otro sector de teóricos que reclaman para sí la reapropiación de la tradición, la disolución de la frontera entre alta cultura y cultura popular o de masas, la narratividad, la historicidad, la representación.
La reflexión ideológica sobre la poesía que lleva a cabo Luis García Montero profundiza en este mismo cauce abierto algunos años antes; el escritor granadino defiende el entronque de su quehacer estético con una cara de la modernidad, precisamente aquella que se aleja de la negatividad, del trascendentalismo del sujeto poético, de la deificación del individuo; “recuperar el futuro —afirma Montero— tiene más que ver con unos ojos ilustrados capaces de aprender las enseñanzas del romanticismo que con unos ojos románticos empeñados en acabar con la ilustración”. Y agrega: “En la llamada poesía de la experiencia se produce una lectura precisa de la posmodernidad”. En esta defensa del concepto de “verosimilitud” por oposición al de “verdad revelada”, de “ficcionalización del yo” en lugar del “yo catártico o confesional”, de “narratividad y coloquialismo” en vez de “lirismo y preciosismo extremos”, García Montero ve un regreso a un concepto de arte que “duerme en la raíz de la modernidad” (pp. 13-21).
Como bien se advierte, tanto Benson y Navajas como Oleza y García Montero nos están hablando de un mismo fenómeno. Nos hablan en definitiva de la necesidad de repensar la pertinencia y productividad del calificativo “posmoderno” para estas escrituras de los ochenta.
El libro recientemente editado de Luis Bagué Quílez (Palafrugell, Gerona, 1978) Poesía en pie de paz. Modos del compromiso hacia el tercer milenio (Valencia: Pre-Textos, 2006) se inscribe en esta misma línea de pensamiento, reconduciendo muchas de las tesis arriba enunciadas hacia el terreno de la lírica. El autor se propone, en principio, redefinir todas las categorías analíticas con las que pondrá a jugar los textos poéticos escogidos. Parte, así, de una historización del debatido concepto de posmodernidad desde su surgimiento, en la década de los cincuenta, hasta los conocidos planteamientos de Jameson y Lyotard, Hal Foster y Gianni Vattimo en los ochenta. Al concluir este recorrido el autor parece decantarse por un concepto de lo posmoderno de raigambre crítica, no solo hacia la tradición y sus representaciones sino hacia el presente y sus discursos. Al trasladar dicho debate al terreno literario, y después de pasar revista a uno de los modos de entender la posmodernidad ligada a la neovanguardia implícita en los modos del culturalismo novísimo, Bagué adhiere claramente a una segunda línea interpretativa, la representada por la concepción habermasiana que emparenta al discurso posmoderno con el proyecto inconcluso de la Ilustración, y lo hace siguiendo la línea teórica inaugurada por Joan Oleza, defendiendo un “realismo posmoderno” capaz de reeditar el pacto social entre el sujeto y el mundo (“una individualidad integrada en la trama urbana”), y, a su vez, entre el autor y el lector.
Al centrar su atención en los poetas que suceden a los novísimos, aquellos que comienzan a publicar en los ochenta y noventa, el autor pasa revista a los diversos marbetes generacionales propuestos para estas escrituras, desde el de “postnovísimos” (Luis Antonio de Villena), pasando por el de “poetas figurativos” (José Luis García Martín) hasta el menos comprometido y masivamente aceptado “poetas de los ochenta”. Después de revisar las múltiples taxonomías propuestas por la crítica, Bagué afirma que dicha pluralidad de estilos puede resumirse en dos tendencias: la poesía metafísica y la poesía de la experiencia, definiendo esta última, la estética dominante, como una estética, a su vez, plural que apuesta por el realismo, el lenguaje figurativo y referencial, el regreso al coloquialismo y la narratividad —historias mínimas con personajes anónimos—, el biografismo, la figuración irónica y el juego intertextual, la búsqueda de la complicidad con el lector y la aceptación del pacto de ficcionalidad, guiados siempre por una relectura de la poesía de los cincuenta, principalmente la de Jaime Gil de Biedma. Por todo ello resulta claro que la poesía de la experiencia (al menos en su etapa inicial) niega las premisas esenciales de la posmodernidad entendida como regreso al experimentalismo vanguardista. Para Bagué, sin embargo, la producción experiencial durante la década de los noventa revela una aproximación al paradigma posmoderno que él ve en la acentuación de la parodia, el humor y el diálogo con la historia de la cultura, en la proyección de una subjetividad escindida, en el relativismo, el desencanto y el escepticismo que van ganando terreno textual. Tendencia que, en el fin de siglo, se reorienta hacia una lírica de sesgo meditativo y una renovación del compromiso cívico.
La segunda tendencia, la denominada “poesía metafísica”, agrupa, a su vez, distintas corrientes como la nueva épica, el neosurrealismo, la poesía del silencio y el neoconceptualismo. Entre las notas aglutinantes, el autor menciona: la meditación paisajística, la condensación formal, el fragmentarismo, un intimismo no transitivo, la preocupación autorreferencial y la aspiración vanguardista de que “el lenguaje sea ontológicamente la realidad, y no solo su representación”. Pero nos sorprende con el agregado de un tercer grupo, el constituido por los autoproclamados “poetas de la diferencia”, estética fuertemente ideologizada, donde entre muchos otros nombres vuelve a aparecer, por ejemplo, el de Fernando Beltrán, que ya había aparecido integrando la subvertiente neosurrealista de la poesía metafísica (y para completar este complejo rompecabezas, agreguemos que Fernando Beltrán forma parte de la antología de poetas de la experiencia que Visor tiene actualmente en prensa, con prólogo de Araceli Iravedra). Más que caracterizar estéticamente a este subgrupo (se menciona, sí, su lenguaje provocador, la desautomatización y el amplio espectro referencial), lo que el autor hace es reconstruir las conocidas polémicas entre poetas de la experiencia y de la diferencia.
Bagué abordará en su libro la formulación del compromiso poético, definido como “esa instancia ideológica donde cristalizan los vínculos entre el escritor y su público, las relaciones entre la interioridad y el mundo, la comunicación solidaria entre el yo y los otros” (p. 342), en cuatro autores: Luis García Montero, Jorge Riechmann, Fernando Beltrán y Roger Wolfe, para lo cual trazará la prehistoria poética de los mismos, “la otra sentimentalidad”, “la poesía del desconsuelo” (a la que paradójicamente caracteriza como “tendencia unipersonal”), “el sensismo” y “el realismo sucio” respectivamente (cuestionable y cuestionada la adscripción al compromiso de esta última tendencia). Asimismo, dedicará un apartado al estudio de los géneros poéticos renovados por estas escrituras (el epigrama, la sátira y la elegía), sobre todo en los poetas de la experiencia, y el collage, la intertextualidad y los procedimientos vanguardistas en ambas tendencias. En el siguiente capítulo se referirá a la rehumanización temática operada en las mismas: el tema de España, la internacionalización del compromiso y el tópico urbano. En este último apartado, el autor analiza los emblemas de Venecia, Bizancio o Citerea como modos de ilustrar la sensibilidad novísima pero omite uno de los poemarios más significativos de Pere Gimferrer, La muerte en Beverly Hills, donde una atenta lectura de la figuración de la urbe americana propuesta por el escritor catalán mostraría productivos lazos de contacto con el escenario urbano que se construirá en los ochenta.
Señalábamos al comienzo que el concepto de posmodernidad (tal como lo ha pensado la teoría y la crítica en España) exhibe una doble faz, pero en ninguna de ellas, al menos así se percibe al concluir el libro de Bagué Quílez, hay lugar para la acepción más extendida, la defendida, por ejemplo, por Manuel Vázquez Montalbán, quien en su novela Galíndez define críticamente la ética posmoderna como la de los “profetas de la inutilidad del compromiso”. Lejos de prescindir del calificativo de posmoderno, el autor asienta el andamiaje conceptual de su ensayo sobre esta base, la problemática (y muchas veces forzada) vinculación entre posmodernidad y compromiso.
El estudio de Bagué, independientemente de estas apreciaciones, es una summa, un compendio (así lo testifica la profusa bibliografía procesada y citada, como las abundantes notas a pie de página que nunca resultan redundantes) de lo que se puede decir hoy sobre la poesía escrita en España en las dos décadas finales del siglo xx.
Del discurso ensayístico del autor llama la atención su esfuerzo por integrar múltiples perspectivas de abordaje al texto poético, desde el formal al conceptual, desde el histórico al ideológico.
Sin ninguna duda, un libro ineludible para quien quiera aproximarse al estudio exhaustivo, minucioso y pormenorizado de estas inclasificables poéticas finiseculares.
Bibliografía
Benson, Ken (1994): “Transformación del horizonte de expectativas en la narrativa posmoderna española: de Señas de identidad a El jinete polaco”, en Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, vol. xix, n.º 1, otoño.
García Montero, Luis (1998): “La poesía de la experiencia”, en Litoral: Luis García Montero. Complicidades, n.º 217-218.
Habermas, J. y otros (1985): La posmodernidad, edición a cargo de Hal Foster, Barcelona: Kairós.
Navajas, Gonzalo (1987): Teoría y práctica de la novela española posmoderna, Barcelona: Edicions del Mall.
— (1996): Estética de la nueva novela y cines españoles, EUB. Barcelona.
Oleza, Joan (1996): “Un realismo posmoderno”, en Ínsula, 589-590, enero-febrero.
Marta B. Ferrari