Autor: 17 mayo 2007

Fernando Aramburu: Los peces de la amargura
Tusquets, Barcelona, 2006

¿Se ha ocupado la literatura en euskera y en castellano de los efectos que la violencia de los abertzales ha producido en la vida cotidiana de los ciudadanos del País Vasco? Lo cierto es que sí, aunque tengamos la sensación de que menos de lo que debiera, quizá porque la mayoría de esos libros no ha trascendido a la opinión pública tanto como era de esperar. Dicha situación, ¿acaso pueda atribuirse a que no posean suficiente entidad literaria? Creo que en absoluto, ya que entre los autores que han tratado este trágico asunto se encuentran obras de reconocido interés y sobrado valor literario, pertenecientes a Raúl Guerra Garrido, Julia Otxoa, Bernardo Atxaga, Felipe Juaristi, Miguel Sánchez-Ostiz o, por citar casos concretos recientes, las obras de Maite Pagazaurtundúa (los cuentos de El viudo sensible y otros secretos, 2005) y Ángel García Ronda (la novela La respuesta, 2005).

Quizá sea este nuevo libro de Fernando Aramburu, por tanto, el primero que alcanza un cierto eco, debido seguramente al prestigio literario de su autor, casi unánimemente considerado como uno de los más interesantes entre los que han surgido en la última década. El caso es que los cuentos de este volumen muestran cómo una parte muy activa de la población, con el silencio cómplice de otra, ha acosado y convertido en víctimas a todos aquellos que se atrevieron a no acatar el nacionalismo. Pero lo importante estriba, claro está, en su tratamiento literario, ya que el testimonio, siendo trascendente, solo es una parte del conjunto que se nos trasmite. Lo que impresiona ahora, en realidad, es la variedad de procedimientos literarios que se ponen en funcionamiento para interesar y conmover al lector mediante estas historias terroríficas. El problema al que se enfrentaba el autor estribaba, sin duda, en cómo contar el horror, el miedo cotidiano y la marginación de manera verídica, de tal modo que al lector el relato le resultara fidedigno.

De este conjunto compuesto por diez cuentos —solo puedo detenerme en unos pocos—, destacaría el que le proporciona título al libro, en donde se cuenta las consecuencias que padece una innominada mujer de veintinueve años que iba casarse, víctima casual de un atentado, en el que pierde una pierna. En este caso, la elección del punto de vista —es Jesús, el padre de la chica, quien narra— me parece muy significativo. Este hombre recién jubilado, de pocas palabras (“mi hija” y “triste”, pespuntean el relato, como si de un estribillo se tratara) se refugia en los peces de su acuario mientras observa cómo se trunca la vida de su única hija, las acaloradas discusiones que esta mantiene con su madre (Juani), ambas mujeres de carácter, y la pérdida del novio (Andoni), a quien los padres consideraban el yerno ideal. El acertado final de la pieza, que no desvelaré, apunta a otra víctima del atentado (víctima colateral, lo denominan los canallas), el padre atento y bondadoso, quien seis meses después de la explosión de la bomba, cuando la hija ha regresado a su casa, y se desenvuelve entre la lentitud y la fragilidad propia de su estado, se siente completamente superado por la tragedia.

“Maritxu” es un cuento de espacios, sobre los diversos lugares en los que transcurre la vida de la protagonista (el locutorio de la cárcel, el autobús, la plaza del pueblo donde se glorifica a los miembros de la banda terrorista, etcétera), cuyo hijo, miembro de ETA, ha sido condenado a 28 años de cárcel. Junto al cuento que cierra el libro, quizá sea este el que contenga más dosis de humor, que provienen de la visión del mundo de la madre, puesta ya de manifiesto en la primera frase del cuento, cuando le espeta a su hijo: “Que matéis guardias y chivatos, pase. Pero niños, no” (p. 63). Un humor que se muestra también en el peculiar castellano que utilizan algunos vascos, en el empeño de la madre en que llamen a su hijo por su auténtico nombre (Joxian) y no por el apelativo de guerra (Potolo, o sea, ‘Rechoncho’), en las singulares conversaciones que mantiene la señora con San Ignacio y con su marido muerto; e incluso, en la sorpresa final, cuando dudamos sobre si la madre se ha estado inventado los envíos de los muñecos ensangrentados, recordándole las víctimas causadas por su hijo.

Por su parte, “Enemigo del pueblo”, con casi el mismo título que la pieza de Ibsen, es la narración de la historia de Zubillaga, a quien todo un pueblo, incluido su hijo mayor, aboca al suicidio, convirtiéndolo en un animal acorralado tras ser acusado de chivato, de responsable de la detención de unos jóvenes que escondían un polvorín. Lo amenazan una y otra vez, se niegan a venderle a su familia en la carnicería, le queman el negocio, obligan a su hijo pequeño a que lo humille… Y aunque él niega una y otra vez los hechos que se le imputan, llegando a doblegarse ante todo el pueblo, en la plaza de la iglesia, para demostrarles que “él no ha hecho aquello que decían” (p. 145), como apenas nadie lo cree ni siente compasión, acaba lanzándose al vacío.

Pese a la trágica historia que se narra en “Golpes en la puerta”, esta aparece sensatamente equilibrada con pequeñas dosis de humor, observables en la visión que se nos proporciona de Koldo (un etarra muerto, hijo de etarra, cuyo sueño consistía en atentar contra el rey), siempre engullendo gigantescos bocadillos de tocineta, en sus juicios racistas, en los recuerdos de las cenas en la sidrería del pueblo, en las que los miembros de la cuadrilla se cansaban de estar de acuerdo en todo… El cuento está narrado alternando la tercera persona y el monólogo del protagonista, un preso de ETA, en estado de aislamiento, un infeliz tontorrón que recuerda su infancia y cómo fue captado para la lucha armada por Koldo, compañero de macabros juegos infantiles (atentados con coches de juguete, pólvora y fotos de las víctimas aparecidas en la prensa). Pero también se relata, y es importante tenerlo en cuenta, el acoso al que los funcionarios de prisiones someten a los presos, encendiendo y apagando las luces de la celda durante la noche, golpeándoles la puerta, arañándola, haciendo registros inesperados y violentos, etcétera. La narración concluye con una sorpresa final que no debo desvelar, y que, además, podría servirnos para entender mejor “Enemigo del pueblo”, aclarando la culpabilidad que le atribuían al protagonista.

El volumen se cierra con “Después de las llamas”. Más que como un cuento, podría definirse como una breve pieza teatral sainetesca, modesto remedo de Esperando a Godot, aunque esté interpretado por personajes que parecen provenir de la comedia del arte. Así, Eusebio, empleado de imprenta, herido por azar al toparse con una manifestación, y Martina, su indescriptible esposa, más cerca del dibujo animado que de la naturaleza humana, esperan impacientes la visita al hospital del lehendakari. Pero, claro, no llega, ya que otro asesinato de ETA lo desvía de su camino. Una vez más en este libro, el autor reserva para el desenlace el efecto principal del texto, cuando el compañero de habitación de Eusebio, con un cáncer en fase terminal, le pide perdón porque su hijo, que lleva nueve años en la cárcel, forma parte de la banda terrorista que alienta esos estragos. Un final, sin duda, esperanzador, aunque hoy por hoy, más deseado que verosímil. Lo importante es que sin el reconocimiento de la culpa, mientras los agresores no pidan perdón, no será fácil alcanzar la paz, lograr la auténtica reconciliación, por mucho diálogo y acuerdos que lleven a cabo los políticos.

He dejado para el final tanto el comentario del título del volumen, la presencia de peces y pájaros, como la dedicatoria que lo encabeza. La denominación del conjunto no solo remite al primer cuento, sino también a “Informe desde Creta” y a “Después de las llamas”, en donde un recuerdo de infancia y el final de una jornada de pesca desembocan en la tragedia. El título de otro de los cuentos, “Lo mejor eran los pájaros”, podría relacionarse con la cita-dedicatoria que abre el libro, una exaltación de “la impureza”, del mestizaje, podemos deducir, ya que los pájaros, se afirma, van y vienen a su antojo y no viven apegados a la tierra (p. 81). El caso es que estos cuentos de Fernando Aramburu, cuyo interés literario es indudable, deberían servir también como denuncia del horror y homenaje a quienes lo padecieron, para que no se olvide en el futuro adónde condujeron los delirios nacionalistas durante estos años en los que una parte de la sociedad vasca vivió en medio de una podredumbre dominada por escorpiones.

Fernando Valls


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