Javier Fresán
“Quizá corresponda a los poetas recordar cosas muy simples”
“Bibliofilia y tesoros, para otros / Mis lujos se consiguen con dos euros”. El poeta me recibe en vaqueros y zapatillas. Get up and shout tatúa su camiseta sobre el torso homérico. Levántate y grita. Desde la publicación de La hermosura del héroe, que sorprendió por su serena síntesis de la tradición clásica con los mitos modernos del deporte, Juan Antonio González Iglesias (Salamanca, 1964) viene destacándose como una de las voces más maduras y originales de la poesía española contemporánea. Educado en la Grecia de Píndaro y Epicuro, y luego en la Roma de Ovidio, Horacio y Séneca, González Iglesias pasó también por Florencia y por l’École des Hautes Études en Sciences Sociales antes de asentarse en Salamanca, donde enseña filología latina. De sus días en París nació Esto es mi cuerpo, un libro de entrega en el que el poeta ofrece al mismo tiempo sus bíceps y sus reflexiones. A la “felicidad libre de euforia, que no atrae la atención de los dioses, porque apenas es” que se dibujaba en Esto es mi cuerpo siguió el retiro del mundo de Un ángulo me basta (“Me concentro mejor en un ciprés / que en las conversaciones”), donde González Iglesias se retrata como “Misántropo, ma non troppo” y “asceta inconsciente”. Ahora vuelve a las librerías con Eros es más, que ha obtenido el premio Loewe de poesía, y con las traducciones de la obra completa de Catulo y los últimos poemas de amor de James Laughlin.
—La primera pregunta casi es obligada. En Un ángulo me basta, Vicente Núñez aparecía en “No me interesa la tradición débil”, en aquellos versos de “Mi maestro me ha enseñado / que hasta la erudición es una forma / de la sensualidad, y que el adobe / se puede volver seda en la estructura / de la sintaxis”. Ahora está presente desde el título. ¿Cuál fue tu relación con él? ¿Cómo te ha influido?
—Me ha influido mucho. Eso me confirma un poco, por decirlo con un tecnicismo filosófico, un concepto metafísico del proyecto literario de un poeta. A él no lo conocí hasta que gané el premio que lleva su nombre. Había leído alguna cosa suya en una antología y tenía Ocaso en Polay, que era un libro que se había hecho muy famoso en los ochenta, a raíz del premio de la Crítica. Pero nada más. Ni siquiera me lo imaginaba físicamente: lo veía como una especie de Walt Whitman, con barbas y viviendo en el pueblo; yo le ponía una cara que no tenía nada que ver con la realidad. Cuando lo conocí en persona era totalmente distinto, mucho más deslumbrante de lo que yo me había imaginado. Su nombre mismo, que para mí representa la entrada en el mundo literario, me acompaña para siempre; es un magisterio a posteriori, que no has buscado. Hay una especie de cumplimiento, de ver que cada pieza encaja, que es muy placentero y que va dando sentido. En una entrevista que yo le hice para ABC, dijo eso: “Eros es más”, que a mí me impresionó mucho. Pasan los años, lo vas rumiando poco a poco, todo se asienta, y te persigue la idea. Me pareció que tenía verdad: probablemente si el libro es una afirmación, que creo que lo es, es suya y está en el título.
—Al leer el título del libro, lo primero que llama la atención, antes que la posible elipsis, es el juego con el lema del minimalismo. Esto es mi cuerpo era un libro de entrega, escrito hacia fuera. Un ángulo me basta bajaba el tono, eran poemas hacia dentro, por decirlo de alguna forma. ¿Dónde sitúas Eros es más entre estos dos extremos?
—Me gusta esta lectura: lo has dicho todo muy claramente, con mayor brevedad de la que lo voy a explicar yo. Eros es más o está en medio, en cuanto a temperaturas o en cuanto a direcciones, o quizá, de haber un cierto movimiento pendular o cordial, de sístole y diástole, representaría un intento, tal vez fallido, de recuperar el tono de los primeros libros. En Esto es mi cuerpo no se podía ir más hacia fuera, y en Un ángulo me basta no se podía ir más hacia dentro, ahora que lo veo. No son operaciones voluntarias ni conscientes, pero sí descriptibles. Para eso necesitas distancia, perspectiva y una visión de conjunto como la que tienes tú al haberte traído todos los libros. También no ser uno mismo el que teoriza. Tengo mucha prevención contra los poetas que teorizan sobre sí mismos, lo cual vendría a decir casi contra todos los poetas. Hay una moda nefasta de que todos los poetas tienen distintas etapas creativas. Me resulta pretencioso y extraño que alguien de diecinueve años haya tenido muchas etapas. ¡Ya me gustaría a mí tener varias etapas y poder decirlo!
—Eros es más explora la tensión de contrarios. En “Exceso de vida”, el primer verso recuerda la muerte (“Desde que te conozco tengo en cuenta la muerte”); están también Platón y Aristóteles, y en “Jueves santo” hay un juego de opuestos entre la verticalidad de los pasos desfilando y los cuerpos tendidos en la orilla del agua. Sin embargo, es muy unitario: no es un poemario, sino un libro de poemas. ¿Es este concepto del amor como fuerza que une el que nos hace seguir diciendo eros?
—El problema que tenemos es que una sociedad poscristiana como la nuestra ha escindido lo que los griegos percibían de forma unitaria. El nombre tan sencillo de eros lo abarcaba todo, y nosotros tenemos un concepto del amor personal. Ellos tenían, por supuesto, todo un vocabulario, separaban el ágape de la filía y tenían algunas palabras para el amor muy precisas. Pero la ventaja de eros no es solo que afecta a todas las atracciones personales en un sentido muy amplio, sino que forma parte también del vocabulario filosófico y científico; son todas las atracciones de los seres del mundo entre sí. Hay que pensar que el Banquete de Platón se titulaba Symposion o Sobre eros. El psicoanálisis, en su dualidad eros-thánatos, lo reintrodujo en el vocabulario, pero aun así sus derivados funcionan mejor que él: erótico, erotismo. En nuestro mundo fragmentado, un poco hecho añicos, faltan palabras esenciales y universales. Quizá corresponda a los poetas recordar cosas muy simples.
—Hay en el libro una reflexión sobre el poder que entronca muy bien con tu retrato como “epicúreo no convencional” (“La puerta del jardín no la cerramos nunca / porque nos apasiona la política”) de Un ángulo me basta. En “El reinado de Adriano” terminas denunciando “la situación incierta de mi patria”. ¿Qué te va a causar más problemas: haber escrito paquete o haber escrito patria?
—Haber escrito patria, sin duda: la patria es el tremendo paquete. Esto me recuerda un poco a la pasada —porque ya debemos darla por pasada— cultura gay de salir del armario, en la que los gays salían del armario y veían que sus padres seguían queriéndolos y que no pasaba nada. Aunque fui sincrónico de esa cultura, son cosas que no he vivido nunca, problemas que no he conocido, porque me eduqué en Grecia y en Roma. También por eso no veo la palabra patria como problema. Muchos de nuestros grandes poetas contemporáneos la han usado; pienso ahora en uno para mí muy querido, Luis Antonio de Villena, que en “La muerte únicamente” tiene poemas titulados “Patria” o “Patria mía”, que él toma de una tradición cernudiana. El problema de la izquierda intelectual de las dos últimas décadas es que ha renegado incluso de sus antepasados de la República. No tener una patria es algo muy respetable, pero crea una situación cultural y política curiosísima, la de apátrida, que arranca nada menos que de Diógenes y de los filósofos más contraculturales. Yo no soy un apátrida: la tengo y la he dicho, y no me ha pasado nada; me siguen queriendo. Porque sentir una patria no debería tener implicaciones ideológicas. Ya basta de izquierda y derecha; no hay que verlo todo ideológicamente. Tengo la idea de que un poeta es alguien que, teniendo sus propias convicciones como ciudadano, no escribe ideológicamente, sino antes o después, a veces por encima, de la ideología. Además, si hay una palabra prohibida, debemos decirla, por obligación cívica y para divertirnos.
—En ese mismo poema, hablas de la “sensación de exilio / creciente que despierta / en mí la época que me ha tocado”. Estos versos conectan con poemas anteriores, como “Digo lo que me dicta mi corazón sereno”, de Un ángulo me basta, en el que aspirabas a que “alguien / (no necesariamente en el futuro) / en alguna cultura muy antigua / me comprenda”. ¿Tienes la sensación de que vivimos una segunda época helenística, de que algo se termina?
—Sí, tengo varias razones para pensarlo. Por ejemplo, tengo la sensación de que desde Platón hasta, pongamos, la década de los setenta o los ochenta, ha habido una formación literario-humanístico-científica que, de pronto, voluntariamente, los gobiernos occidentales han decidido suprimir. Ver de manera tan diáfana que las próximas generaciones no van a compartir unos códigos básicos con nosotros me provoca incertidumbre. Habrá excepciones, pero con excepciones no se construye la sociedad. Es un sufrimiento innecesario, porque tiene fácil solución. Aprender a jugar con la playstation o saber descargarse vídeos del YouTube es algo que un joven le puede enseñar a un viejo, pero lo otro no. Lo fundamental de la cultura debe transmitirse desde la educación, o sea, desde el Ministerio de Educación y no desde el Ministerio de Cultura. Se deja una educación flojísima, depauperada, despojada de todo proyecto filosófico y cívico, y luego hay continuos festivales intentando suplir las deficiencias de formación del ciudadano. Pero ya es tarde, porque nadie nos garantiza que van a ir todos al ciclo de cine del Reina Sofía, o al Círculo de Bellas Artes. Ahí tengo la sensación de que algo se termina. También hay algunas apocatástasis, que diría Buñuel, algunos excesos que mezclan el milenarismo con el helenismo, que me recuerdan mucho a la poikilía; es lo que Platón llama “esos tapices muy bordados y muy decorados que asombran a las personas un poco primarias”.
—En Un ángulo me basta había “emperadores / modernos que firmaban / su abdicación a lápiz, por si acaso”. En Eros es más, los han sustituido los “intelectuales de clase media”. ¿Debe un poeta tomar el compromiso intelectual que otros no toman? ¿Dónde debe decir sus verdades elementales?
—Para mí ese es un problema personal, quizá de los que más me atormentan. ¿Debo escribir solamente poesía? ¿O debo opinar en los periódicos también y salir en la televisión gritando y discutiendo con personas aún más necias que yo? Está claro que nuestra época ya no es literaria. Escribir un libro de poemas, aunque seas Mario Benedetti, es una aportación cívica fundamental, pero muy minoritaria; no tiene el impacto de gritar no sé cuántos segundos en la tele. Tal vez deberían salir los poetas gritando de vez en cuando, e intervenir también en Internet, en la radio y en los periódicos. Creo que debemos aplaudir a quienes lo hacen y comprender también a quienes no se lanzan. ¿Cuál es el consejo de Epicuro? Creo que diría: “No vayas a la televisión”, “No tengas un blog”. Si quisiéramos intervenir en el mundo habría que hacer todo eso, pero como siempre tenemos que elegir, yo elijo la poesía, que me permite decantar mucho más ese vino, esa energía. Además, es muy fácil de trasvasar: mientras hablamos, seguro que alguien ha puesto o quitado poemas de Internet. De todas formas, el problema es que nunca se habla de las verdades elementales. La televisión es solo eso de “¿Cuánto cuesta un café?” o “¿Cuánto gana usted?”, que no le importa a nadie.
—Además de Grecia y Roma, que están siempre, hay mucho Japón en Eros es más. Yukio Mishima ya había aparecido en poemas como “Los amigos del cuerpo”, pero ahora hay muchas referencias al zen, al aikido y a octubre como el mes sin dioses. ¿De dónde viene esa nueva influencia?
—En primer lugar, necesitamos grandes maestros, grandes mediadores culturales, y para mí dos de mis poetas —lo voy a decir en el sentido más amplio— más queridos son Yukio Mishima y Marguerite Yourcenar. Ella era una gran amante de Japón y de la cultura clásica, una pagana extraordinaria, que se ganó la vida dando conferencias sobre el cristianismo en los Estados Unidos. Tienen contradicciones que son también las mías. Hay además factores casuales, pero no por ello menos importantes: el único centro cultural universitario japonés está en nuestra universidad. Japón representa en el mundo contemporáneo un estilo que quizás Europa —desde luego no España— podría adoptar, que es la posibilidad de mantener vivas las tradiciones de manera cultural, rebajándolas o ascendiéndolas en un pacto común, y ser al mismo tiempo un país muy avanzado tecnológicamente. Mishima lo explica muy bien cuando habla del “emperador cultural”: hay emperador, pero es un dato cultural. De todas formas, Japón tiene sus riesgos; es la Roma de Oriente, frente a China, que es Grecia. En segundo lugar, octubre es un mes que siempre me ha gustado mucho. Es uno de esos meses del año que son números desajustados (ocho, nueve, diez), que se han quedado ahí fuera de lugar. Octubre es para mí un mes lleno de posibilidades, porque hay esa tregua, y el octubre de los japoneses me permitió decirlo. Ellos tienen unos ocho millones de dioses, y por eso se toman un mes de descanso. Las dos cosas me parecen buenas: me parece bueno tener dioses y me parece bueno descansar de los dioses, que cada uno haga lo que quiera. El siglo xx ha sido un siglo de descanso de las divinidades, pero también está bien que haya cosas sagradas. Incluso Epicuro, que es tan crítico con la religión, recomienda participar de vez en cuando en los ritos religiosos, porque dice que es placentero.
—En otro poema del libro, “Difícilmente”, dices que “entre los datos de erudición / brota cierta tristeza / difícilmente compartible”. La erudición tiene mucha presencia en tu poesía, pero se sitúa siempre al otro lado del culturalismo más caricaturesco. Suena tan natural, que resultaría extraño que no estuviese. ¿Qué proceso sigues para incorporar lecturas, datos que a primera vista pueden parecer minucias académicas, a un poema?
—Creo que la naturalidad se consigue cuando es algo que forma parte de tus días. Compartir tu tiempo, la hondura de algunos de tus momentos, es lo que pretende la poesía. Ese poema lo escribí después de leer un artículo bellísimo de André Chastel sobre la melancolía en los sonetos de Lorenzo el Magnífico. Ya el título es suficiente para que todo el mundo lo lea, pero después ves el momento en el que se escribió y te das cuenta de que es un síntoma de época. Está la segunda guerra mundial allí, y es un señor francés, pero que dirige la Academia francesa en Roma y publica el artículo en inglés. Todas las grietas del siglo xx se hacen visibles en el propio erudito. Lo estás leyendo en una revista que está en el sótano de tu facultad, y eso forma parte de tu vida. También el poeta lee por los otros. Es como aquello que escribí en Un ángulo me basta: “Si no quieres quedarte a mirar la tormenta / yo la miro por ti”. Leer a Homero en griego puede parecer un placer individual, al alcance de unos pocos, pero ahora mismo podría compartirlo perfectamente toda la comunidad cívica. Hasta hace poco, incluso en los pueblos más pequeños de España había un profesor de griego y se enseñaba a traducir. Pero los gobiernos de derecha e izquierda han decidido que ya no más. Naturalmente un ciudadano que no ha leído a Homero, que no ha seguido las enseñanzas de Platón es más fácilmente manipulable. Ese es el problema: es más vulnerable a las demagogias y a las zafiedades de los políticos. En estos momentos interesan otras cosas: comes con cualquier persona normal, de clase media, y puede empeñarse en que le traigan no sé qué vino a catorce grados, porque a quince se disgusta.
—Ahora que está tan de moda apadrinar palabras olvidadas, me gustaría preguntarte por dos que, aunque se siguen utilizando, revelan conceptos perdidos, y que tienen mucha presencia en tu obra: serenidad y aristocracia.
—Me conmueve que a un joven le gusten esas palabras. Al principio me llama más la atención lo de aristocracia, un concepto en desuso en nuestra sociedad actual, tan demagógica. Naturalmente no estamos hablando de una aristocracia de la sangre, de una aristocracia puramente residual, sino de la energía de una sociedad que para cada función busca al mejor que lleva dentro, que quiere que le opere el mejor médico y que los puentes los construyan los mejores ingenieros, que den clase los mejores profesores. Es lo que decía Aristóteles, y luego Cicerón, de que un régimen ideal debería participar de lo mejor de todos, también en la cultura. La democracia ateniense era en realidad un régimen aristocrático ampliado. Creo que ya solo en el deporte el mundo se permite el lujo aristocrático sin remordimientos. No queremos admitir que nos gusta lo mejor, pero a mí me gusta leer buenos libros y ver buenas películas. Además, la serenidad y la aristocracia van juntas. En realidad es una endíadis, es como beber del vaso y beber de la coca-cola. Un concepto aristocrático de la vida implicaría hacer posible para todo el mundo elegir ser mejor, si quiere. Ahora mismo se podría educar a cada ciudadano como a un senador romano y, sin embargo, se le educa como a un esclavo descerebrado. Naturalmente sin una buena formación, que te prepare para las zozobras de la vida, la serenidad como conquista cultural e individual no es alcanzable. Me acuerdo ahora de que el otro día el Papa cumplió ochenta años, y el presidente de la República, un comunista del Partido Comunista europeo de verdad, del único que estuvo a punto de ganar, le envió una carta pública deseándole “felicidad y serenidad”. Me pregunto qué ocurriría si por algún azar Llamazares llegase a ser presidente a los ochenta años, y Rouco cumpliera en ese momento trescientos veinte…
—“Celebremos las traducciones afortunadas”. Después de traducir las poesías completas de Catulo, acaba de aparecer tu versión de los poemas de amor de James Laughlin, que no es un poeta muy conocido entre nosotros. Háblanos de él.
—Laughlin es muy buen poeta, es el número dos, detrás de Pound, pero soluciona algunos de los problemas que su maestro deja irresueltos, como la relación con la tradición griega y romana. En una cultura vanguardista, lo que hace Laughlin es reconducir las cosas esenciales que quería decir —en el caso de los poemas que yo he traducido, sobre el amor—, hacia una serenidad clásica. Y sin embargo funda New Directions y es un intelectual de izquierdas fundamental para la cultura americana del siglo xx, lo cual demuestra una vez más que el aristocratismo no va reñido con un proyecto democrático. Él promovió, por ejemplo, las traducciones al inglés de Hermann Hesse, Mishima, Lorca o Borges. Fue un mecenas, que gastó mucho de su fortuna familiar en proteger a poetas y escritores que llevaban una vida irregular y no tenían dónde caerse muertos. A mí me gusta mucho eso de que la Academia Americana de Poesía honre su memoria otorgando cada año el premio James Laughlin al mejor segundo libro de un poeta. La traducción es para mí imprescindible, porque permite saltar las barreras de las lenguas. Hay quien piensa que en nuestra época, en la que mucha gente domina varios idiomas, ya no es necesaria, pero yo prefiero las ediciones bilingües, que me ofrezcan otro poema alterno, coexistente o sincrónico con el otro. Es siempre una apuesta, un autorretrato. Y a mí me resultó muy placentero ser de pronto, durante unos meses, un anciano millonario, mecenas y editor, que rescribía sus poemas de amor a distintas mujeres, que en realidad eran solo una.
—Recuerdo, Juan Antonio, que una vez te pregunté si vivías el mundo clásico con el mismo impulso byroniano de Aurora Luque en su poema “Gel”, donde dice: “Dependo de por vida / de una droga. De Grecia”, y terminamos hablando de poemas que tienen vida propia. ¿Cuáles crees que son tus poemas con vida propia?
—Probablemente sea “Una felicidad libre de euforia”. Lo han hecho canción unos chicos de Madrid, y había otros que lo tenían puesto en el frigorífico con un imán. Álvaro Pombo dice de uno de sus personajes de Contra natura que “estaba embargado por una felicidad libre de euforia” y que lo había leído en un libro mío. No lo veo tan acabado como para que perdure; debería ser más resistente a los desgastes. Está dedicado a García Martín, porque el punto de partida son dos versos suyos muy bellos, “Dame pobres placeres repetidos, / no un único diamante en la memoria”. Al escribirlo, sí que pensé que era un buen poema, pero es más bien discursivo; por eso lo veo difícil para una perduración compacta. También “La canción del verano suena más que la Eneida”, pero es un poema extraño y enigmático. Me han preguntado muchas veces cuál es la solución para el último verso. Ahora me doy cuenta de que es una síntesis, porque al final dice: “Aquel verano / bailábamos oscuros bajo la noche sola”. Modifica el verso de Virgilio con “bailábamos”. De todas formas, dejar un solo poema ya es muchísimo.