Fernando Sánchez Alonso
Me ha hecho gracia tu pregunta.
Hay cosas que no pueden saberse, pero tal vez pueda ayudarte la explicación de que hasta donde me alcanza la memoria mi vida ha sido un viaje de ida hacia las negruras (no dramatizo) del que casi siempre ha estado excluida la promesa de regreso a la felicidad, rudimentaria y afable, no vayas a creerte que extremo las ambiciones, una felicidad que yo cifraba en aquella pequeña casa de campo que hace tiempo que no es mía porque se la quedó mi antigua mujer cuando hicimos la separación de bienes; en la familia que acabó abandonándome a mi suerte, no se lo reprocho; en el ímpetu de la adolescencia, que ha sido sustituido por la cobardía, lo único que hoy puedo ofrecerte; en el amor que aprendí a querer y a desear sin éxito.
¿Que por qué me he callado? Imagino que porque tengo miedo de que tú también seas como ellos. ¿Que siga? No sé si debería contarte esto, pero los pocos amores que he tenido apenas me llegaron para convertir los sueños en pesadillas y para apresurar mis recaídas en la obsesión del suicidio, que adquirí en la mocedad, como el acné, supongo, y que desde entonces he incluido sin desearlo, conste, entre los rasgos más firmes de mi carácter, como mi estupor, mis ataques de pánico, mi manía de retorcerme el pelo entre los dedos y luego sacudírmelo a manotazos, mis gafas redondas y cohibidas, mi poca indulgencia para disculpar los errores de los demás, mis brusquedades de tímido, el viejo abrigo entre cuyas solapas hundo mi rostro gris y enfermo o, en fin, las huidas hacia ninguna parte con que me defiendo de un mundo que nunca se ha avenido a cumplir la modestia, creo, de mis pretensiones: vivir en la vida no como en una tumba, sino como tú, al aire libre, con un lugar y una mujer en que asentarme para olvidarme de mí mismo. Pero no me engaño. Ya soy mayor para esos juegos. Sí, ya sé que a tu lado sería posible, me lo has dicho a menudo, Silvia, y te lo agradezco, no sabes cuánto te lo agradezco, y entiendo que te enfades por lo que acabo de decir. Pero es un error lo que me has propuesto hace un momento. Eres veinte años más joven que yo. ¿Cómo que y qué? Que tienes toda la vida por delante y que no deseo ni puedo amargártela. Yo ya he aceptado la ruina de mis cuarenta y dos años, el arrepentimiento de haber pagado como precio por malvivir la soledad, esos olvidos inmediatos que me obligan a un gran esfuerzo de concentración para seguir la conversación más insignificante, y por eso hablo tan poco con la gente, por eso la evito y apenas salgo de casa, porque me aterra, porque prefiero contarme una y mil veces mi historia sabida de memoria, a lo que hay que agregar, y esto es importante, la resignación de no creer en ninguna esperanza, aunque a veces sueñe desesperadamente con tener una esperanza. Todas estas son las pobres y ridículas maneras del hombre que hace unos minutos te contemplaba con deseo desde el otro extremo de la cama cuando permitiste que resbalara de tu hombro el tirante del camisón y descubriera un pecho blanquísimo, hermoso, mientras me mirabas de perfil, inclinando un poco la cabeza e iniciando una sonrisa, el pelo negro sujeto en un lazo detrás de la nuca, los ojos de un azul distraído, casi inexperto, infantiles, y rematabas ese gesto de coquetería que tanto me gustó fingiendo morderte el dedo meñique de la mano derecha al tiempo que apoyabas los otros, curvándolos muy levemente, en la mejilla.
Ahora estamos en la cama y no me atrevo a tocarte. Y no es que no me gustes. Me gustas mucho, Silvia, pero permíteme decirte algo. Si yo estuviera en tu lugar, huiría inmediatamente, huiría de esta habitación, huiría de los recuerdos que te he dejado como monedas sucias y falsas durante estos meses, huiría a buscar a un joven de tu edad, sano y sencillo, huiría de esta ciudad del Norte donde siempre llueve, huiría lejos, Silvia, huiría. Porque dime, ¿qué harías conmigo? ¿Qué harías al lado de un hombre que acude cada quince días al médico a que le receten palabras de ánimo, ansiolíticos, antidepresivos y otras magias a las que durante un tiempo atribuyó vigorosamente no solo el poder de arrancarle de cuajo la enfermedad, sino de echar puñados de sal gorda encima de ella para que no volviera a crecer y, con un poco de suerte, ni a insinuarse siquiera? Di, ¿qué harías conmigo? ¿Empiezas a comprender que lo nuestro sería un error? ¿Qué harían tus hijos con un padre así?
¿Que si lo mío tiene cura, que si alguna vez he sentido cierta mejoría? Eres terca. Sí, sentí cierta mejoría, pero de eso hace ya mucho tiempo; desgraciadamente ahora, por más que me obstine, ya no puedo creer en esas supersticiones. A estas alturas, créeme y márchate, por favor, no hay forma de eludir la opresión en el pecho, los sudores, la taquicardia, la angustia que despierta conmigo cada mañana y me remueve el pensar y las vísceras hasta el límite del vértigo, la condena de confundir el Dobupal con una espera que nunca termina de transformarse en esperanza ni en salvación, sino solo en un estímulo para facilitar mi desprecio, mi inseguridad, mi odio, mi culpa. Así que dime, ¿qué harías conmigo? ¿Qué harías al lado de un hombre como yo? ¿Cuidarme? ¿Compadecerme? Vete, márchate.
Ahora estoy tranquilo, llevas razón. Pero no te engañes si adviertes que en algún momento, en este momento, por ejemplo, a mi voz sube la calma como un humo beatífico y sanador. No te engañes. Se trata de esa calma del que ya ha dado todo por perdido y no le importa, del que siente casi júbilo porque sabe sin equivocaciones que ha tocado fondo y ya no puede hundirse más. ¿Mi vida profesional? Creo que ya te lo conté. Me despidieron de algunos trabajos; de otros me fui yo. Hoy soy un triste funcionario de un ayuntamiento triste y pazguato. ¿Que te ha hecho gracia el adjetivo? Me alegro. Me alegro porque no sabes lo feliz que me hace oírte reír, yo que no puedo reír, yo que ya no sé reír.
En fin, cuando te vayas, porque tienes que irte, porque es necesario que lo hagas, permíteme aconsejarte que más que de esta anécdota o de los buenos momentos que hemos pasado juntos o de mi matrimonio fracasado y de mi peregrinación por distintos oficios y psiquiatras, recuerdes estas palabras que me definen, grábatelas bien en la memoria, te ayudarán a no olvidarte de quién soy: Anafranil, Zoloft, Wellbutrin, Prozac. Son palabras que contienen una sugestión de misterio para el profano o que remedan el nombre de un grupo de coristas rusas, pero para los depresivos representan a los dioses que integran nuestra mitología absurda e inerme, y a la que se aplican en sustentar, como chamanes de una tribu de desposeídos, los psiquiatras con sus frases rituales y con esa mirada de desinterés y falsa inteligencia que adaptan a la somnolencia de los párpados. Te confesaré que me hace gracia la imbecilidad casi ostentosa de estos hechiceros de la mente, hasta el punto de que me resulta difícil contener una carcajada (yo que no puedo reír, yo que ya no sé reír) al observar el cuidado con que esconden bajo su verborrea la alegría que les proporcionarán los doscientos euros que cobran por consulta, cuando no más.
Gracias, pero no te esfuerces. Me gusta que me acaricies; no obstante, cuando uno lleva mucho tiempo tomando pastillas, se le quitan las ganas; a veces surge el milagro, es verdad, pero me temo que hoy no será ese día. Ahí tienes otra razón para marcharte. Fíjate en que algo tan sencillo y vulgar, tan vulgar y sencillo que es capaz de hacerlo todo el mundo, todo el mundo sin excepción, a mí me está negado casi siempre. Así que, si no te importa, prefiero hablar, hoy que al menos puedo hacer eso, también tan sencillo y vulgar.
No sé si te he dicho ya que la enfermedad mental se aprende, o al menos esa es mi idea después de veintitrés años de convivir con ella, y yo, por desgracia, he sido un alumno muy aplicado desde niño. Quizá no sepas o prefieras no saber que la conciencia no existe, sino que es una ficción creada por nuestro cerebro. Y mi cerebro me dice que basta con soñar, solo con soñar, las manos entrelazadas bajo la nuca en las noches de insomnio, con mi muerte para ser insignificantemente feliz. Intenté suicidarme una vez, aunque con pésimo resultado, según puedes comprobar. A los diecinueve años me quedé sin nombre, así que me tragué todos los ansiolíticos que el médico le recetaba a mi madre (como ves, en mi familia existe una curiosa querencia por la locura), y esperé. Te ahorraré los detalles del traslado en un taxi al hospital, el mareo y la somnolencia, la ambulancia en cuyo techo giraba un foco que movía un fulgor de luces anaranjadas y azules. Recuerdo la señal que colgaba del extremo de un poste y en la que había, en mayúsculas rojas, la palabra “Urgencias”; recuerdo la camilla, los fluorescentes, los tubos de plástico hurgando en la nariz y raspándome la garganta, las náuseas y el sueño, el deseo de que me dejasen en paz, de que me permitiesen recuperar esa calma que yo encontraba en mis paseos por el campo veraniego, atento al rumorcillo de la tierra bajo las zapatillas de deporte, mientras contemplaba el verde greñudo y denso de las encinas y chaparros o me recreaba en el vuelo inmóvil, casi procesional, del azor. Traga, ordenaba una voz, traga, insistía, y el tubo iba avanzando y alargándose hasta detenerse en la consternación del estómago, y luego un precipicio de arcadas y preguntas, y el azor majestuoso bajo el cielo azul, y yo solo quería que me dejasen en paz, que no me negasen el sueño de los chaparros, buen chico, así, tranquilo, continúa así, y después palabras confusas, aplícale una dosis de carbón activado, y cuando giré la cabeza una aguja desaparecía en una vena del brazo y enseguida comenzaron a desprenderse de una bolsa colgada en lo alto de un soporte metálico gotitas de suero que me enfriaban la sangre y luego sueño, mucho sueño, pero no paz, no esa paz que yo anhelaba, sino solo sueño, el sueño oscuro durante nueve horas (¿o fueron siglos?) hasta que el azor y las encinas desaparecieron y en su lugar vi, muy próxima a la mía, la cara de un médico que me preguntaba por qué, y yo sin saber qué contestar, acordándome de que al día siguiente tenía un examen y si él sabía algo del castellano “drecho” de Alfonso X el Sabio, le pregunté estúpidamente, y ¿cómo dices?, y empezó a anotar muy serio en el informe.
Por favor, Silvia, ten la bondad de no endurecer las cejas en esa mirada de reproche, y no emprendas el sermón de que la vida es hermosa y análogos blablablás como hizo aquel loquero, el primero que conocí en mi vida. Qué sabes tú del sufrimiento del depresivo, y discúlpame la frasecita y la impertinencia. Nuestro sufrimiento es como una cárcel, pero con la peculiaridad de que aquí no hay rejas; por eso es tan difícil huir. Y no temas, que no voy a guardarte rencor por ese principio de sonrisa que instalas ahora entre la superioridad y la vergüenza, porque sé que tienes casi tanto miedo como yo. Te diré más. Con los años he ido adiestrándome en el ejercicio de corregir la indignación que me provocaban reacciones como la tuya, perdona otra vez, o mentirosas palmaditas de aliento en la espalda, y he ido sustituyendo esa cólera por la disculpa y la paciencia. Entiendo que nuestro dolor sea inexplicable para quien no lo padece, y por consiguiente muchos ni siquiera se ahorran la necedad de juzgarlo caprichoso, como si lo tomásemos como un vicio. De ahí que lo defendamos rodeándolo de alambres de púas, para impedir que nadie entre en él, para que nadie nos lo contamine, porque es lo único que tenemos. ¿No te parece la enfermedad una forma de rebeldía? Esto lo sé ahora. Sin embargo, cuando era joven y, tras recorrer las consultas de múltiples psiquiatras, me creí en el derecho de aplicar el nombre de pánico, lamentablemente no exagero, a aquella oscuridad en que yo caminaba a ciegas en busca de un puntito de luz que me ayudase a repudiar el hábito de la desesperación y la certeza de saber que yo no tenía cura. Entonces rezaba, entonces era creyente, entonces les profesaba un infinito fervor a unas palabras que aún no he olvidado: “Padre nuestro, que estás en nosotros, danos el pan de la salud perdida y alguien que nos entienda, Padre, alguien que nos escuche. Perdónanos el pecado de haber nacido tan raros, así como nosotros perdonamos a los que se ríen de nosotros, a los que nos desprecian, a los que nos evitan. Y no dejes que caigamos en la tentación, Padre, líbranos de ese vacío que nos llama desde un décimo piso, Padre, de esa soga, Padre, de esa botella de whisky y de esos barbitúricos, Padre, de esa escopeta con un cartucho que solo hablará una vez. Líbranos, Padre, líbranos”.
En aquellos momentos, como si quisiera excavar una cueva en la roca, escarbaba con uñas y dientes para agrandar la esperanza —y quedarme a vivir en ella y luego tapiarla para siempre— de que el mundo, como proclama el budismo, no es más que una ilusión de los sentidos. Pero cuando se me gastaba ese alivio y veía las nubes, el sol que se encajaba en la ventana y luego se movía poco a poco en las baldosas del suelo, cuando miraba la tele, me acordaba de que, aunque sea mentira, aunque sea una ficción, el mundo desdichadamente es real. ¿Entiendes ya por qué debes marcharte? ¿Empiezas a darte cuenta ahora de por qué no podemos seguir juntos?
Ojalá me quede todavía tiempo para encontrar mi nombre perdido. Aunque sea en la nada. Pero antes toma esto, sécate las lágrimas y sonríe. Está empezando a amanecer. Lo comprendes, ¿verdad, Silvia? Dime que lo comprendes.