Ildiko Nassr nació en Río Blanco (Jujuy, Argentina), en 1976. Tiene publicados un libro de cuentos, Vida de perro (1998), y tres de poemas: Reunidos al azar (1999), La niña y el mendigo (2002) y Poemas para el olvido (2006). Sus microrrelatos han aparecido en varias antologías argentinas dedicadas al género. Coordina talleres de escritura creativa y ejerce como profesora de Enseñanza Primaria. Acaba de salir su primer libro de microrrelatos, titulado Placeres cotidianos (Editorial Perro Pila, 2007).
Alumnos
Un alumno me abrazó en clase. Se levantó de su banco y vino directo a mi cintura. Me sentí avergonzada. No sabía cómo taparme. No supe, tampoco, decirle nada.
Por la noche, soñé que mordía su pene, lo masticaba (no sin dificultad) y me lo tragaba.
—Eunuco —le decía, y él no sabía cómo taparse.
Extrañamente no había sangre.
Al día siguiente, en clase, evité su mirada y a él.
Saludé antes de irme y escuché su respuesta. Antes de entrar a la sala de profesores, no sé cómo, volvió a abrazarme. Sus abrazos son el consuelo de penas que vienen desde más allá de mis ancestros remotos.
No quise mirarlo, para que mi mirada no delatase las imágenes del sueño.
Me susurró: “Nunca más vuelvas a decirme eunuco”.
Sapos
Tengo miedo, tanto miedo, no a estar sola; aunque Marguerite Yourcenar afirme rotundamente que “uno solo muere cuando está solo”. Yo nunca tuve miedo a estar sola porque desde chica solo me tuve a mí misma. Tampoco tuve miedo de morirme, nunca, ni siquiera ahora. Lo que más miedo me da son los sapos. La soledad o la muerte no me importan; en cambio los sapos me atormentan. Sueño con unos gigantescos que me aplastan; o unos pequeños que se me incrustan en las uñas. Las uñas negras de tanto rasgar el olvido. Negras de tanto ahuyentar la imagen de los sapos. Sapos de todos los tamaños que me persiguen y me tocan (como una caricia obscena) y suben por todo el cuerpo, atravesándome. Verrugas sobre piel suave. Verde sobre blanco. Y ya no puedo ver más: me despierto. No sobrevivo.
A veces ni siquiera puedo entender cómo es que aguanto tanto tiempo siendo poseída por tal monstruo. A veces pienso que siento placer con ese miedo inevitable, voraz. Que la adrenalina del miedo me recorría como un amante y me explotaba en una pequeña muerte con el despertar. “Loca. Paranoica. Degenerada”, diría mi vecina si se enterara de que le atribuyo un significado ligado a lo sexual a esta obsesión soporífera con los sapos.
Esta obsesión me persigue tenaz desde el principio de los tiempos. Ha ido madurando lentamente conmigo, ha disfrutado y sufrido con las desavenencias del crecer. Se me ha estacado desde la infancia y se niega a partir.
Sapos que me alimentan en la soledad más extrema. Sapos que son la única compañía. Sapos que me pueblan como fantasmas del pasado de los que —según parece— no quiero huir. A veces me da tanto miedo la noche porque estos batracios dejan de mimetizarse con la naturaleza y salen como vampiros para satisfacerse de indefensos insectos. Insectos como yo, que no dejo de ser nunca una libélula.
Vueltas
Ildiko Nassr me preguntó esta mañana dónde había estado todo este tiempo
le respondí que probablemente haya estado viajando
no sabía qué palabras poner en mi boca para que no vuelva
a usurpar este lugar que yo estuve ocupando las últimas semanas
(yo, que ni siquiera recuerdo mi propio nombre)
y ella se despertó tan alegre y tan llena de sensaciones traídas desde su infancia
con tantas ganas de volver a ser ella
que no pude evitar despedirme y dejarla regresar.
La luna
Desde el asiento de atrás del auto, veo cómo la luna nos persigue hasta la casa y se queda afuera, recostada en alguna nube. Mi mamá maneja segura, muy rápido y la ruta es oscura y está sin señalizar. Todas las noches es lo mismo.
La luna nos persigue y mi mamá maneja descalza, en silencio. ¿En qué pensará?
Hasta que aparece la mujer vestida de blanco y se apropia de nuestra luna y del silencio de mi mamá.
Dicen
Popol vuh, a mis alumnos
Dice que ellos crearon su mundo en trece días. “Trece días, señora”, recalca.
Dice que los dioses los crearon para escuchar una alabanza; y ellos supieron dársela.
Dice que después llegaron esos, como papagayos gigantescos, y se llevaron todos los libros. “Los libros que alababan a los dioses, señora, y contaban nuestra historia. Se los llevaron hasta cerquita del mar y los quemaron, señora, los quemaron. Yo no pude salvar ni uno, señora, nada”.
Dice que enamoraron a sus mujeres y ellos nada pudieron hacer.
Después sobrevino el silencio.
“¿Qué pasó después?”, insisto en la pregunta.
Dice: “Señora, después no hay después”.
Y queda callado, silenciado. La mirada perdida.
—Pero siempre hay un después.
“No, señora —dice— hasta eso se llevaron”.
Una felicidad perfecta III (versión libre)
Ellos habían terminado de cenar y miraban cada uno para un lado distinto. El silencio los colmaba. Habían disfrutado de la comida. Les gustaba salir a cenar y sentarse en alguna mesa al aire libre o por donde pasara mucha gente.
Pedían los mismos platos y nunca discutían acerca del vino a tomar: “Los árboles. Un vino de los no tan caros y sabroso”, coincidían.
Se evitaban la mirada y las manos permanecían atentas al funcionamiento de los cubiertos. Masticaban con concienzuda tozudez. No se miraban; tampoco dejaban escapar detalle de las personas que los rodeaban. Seguramente se formaban opinión acerca de esas personas y conjeturaban cierta felicidad en aquellos. La felicidad que ellos no tenían.
Terminada la cena pedían la cuenta para volver rápidamente al hogar. La casa parecía deshabitada: todo en orden, muy pulcro pero sin vida. Durante el viaje tampoco habían emitido ninguna palabra. Una vez en casa, ella simulaba dolor de cabeza y dormía en el cuarto de los hijos, que ya no estaban. Soñaba con el hombre viril con el que se había casado. Mientras él hacía esfuerzos por recordar a la hermosa mujer con la que se había casado. Cada viernes repetían el ritual. El resto de los días, solamente se evitaban.
Su matrimonio había festejado las bodas de plata a principios de año.