Isabel Coixet: La vida es un guión
Quinteto, Barcelona, 2007
De la misma manera que todo buen filme alberga un discurso sobre el propio cine, el buen cine reflexiona acerca de sí mismo sin orillar el reflejo de la condición humana. Unos principios de los que participa, desde su mismo título, La vida es un guión, libro concentrado y en envase pequeño, como un perfume, en este caso hecho de unas esencias básicas llamadas sensaciones, ideas, cine, libros, arte, vida. Y como sucede con los buenos perfumes, el aroma de sus páginas perdura en nosotros tras su lectura.
Uno de los atractivos de esta colectánea de textos breves, la mayoría de ellos publicados originariamente en el medio periodístico, que pudimos leer ya en 2004 tanto en catalán (La vida es un guió, Ara Llibres) como en castellano (El Aleph Editores), radica en el retrato robot emocional e ideológico que traza de la autora, la cineasta Isabel Coixet, haciéndonos partícipes de su personal visión del mundo y sus obsesiones íntimas.
Apasionada lectora de libros de historia («me proporcionaron ciertas herramientas para entender el mundo»), Coixet abre el volumen con una serie de apuntes personales, estructurados en forma de diccionario bajo epígrafes por orden alfabético, en torno a una (pos)guerra civil española «que no viví», pero a cuya sombra desde luego creció. Por ejemplo, el término madregilda recoge la feliz idea de que, sin duda, aquella época oscura se entendería mucho mejor en los colegios utilizando el citado filme de Francisco Regueiro junto a El verdugo y Bienvenido, Mister Marshall, «en vez de los insípidos textos de historia de la ESO». Entre reflexiones y vivencias familiares alrededor de aquella (pos)guerra que los miembros de su familia vivieron con fatalismo, «como una prueba más de que los pobres, pase lo que pase, pringan más que nadie», la realizadora catalana deja en el aire alguna que otra pregunta cuya respuesta lógica se ha visto suplantada en la realidad por el sinsentido falaz: «Había dos zonas, la “nacional” y la otra, la del Gobierno legalmente constituido (¿no debería haberse llamado “nacional” esta última?)».
Interrogantes de similar cariz afloran igualmente a propósito del terrorismo doméstico machista, mal llamado violencia de género, otro de los temas medulares de este libro ligero, que no escrito a la ligera, cuando leemos: «No hay que olvidar que el ochenta por ciento de las mujeres asesinadas han denunciado repetidamente a sus asesinos. Y que, en España, las mujeres agredidas tienen que salir de sus casas con lo puesto y los niños, en pijama, mientras los agresores se quedan en ellas. Que alguien me lo explique, por favor». Con relación a este problema Coixet señala que la historia del cine ofrece, por desgracia, «ejemplos alucinantes de cómo la violencia doméstica ha ido prendiendo en el imaginario del espectador de manera que esta se ha banalizado y no nos resulta tan fácil descifrar sus códigos».
Para colmo de males, todavía descorazona más asistir, en pleno siglo xxi, a no pocos actos de culto a la identidad diferencial mal entendida. Al respecto se nos recuerda cierta manifestación de adolescentes musulmanas francesas ante su instituto, ¡con la cara pintada con los colores de la bandera de Francia y la consigna «libertad, igualdad, fraternidad»!, reclamando el derecho a llevar velo. Y es que «una cosa es la libertad de conciencia, y otra que esa libertad de conciencia suponga un cañonazo a la igualdad de sexos por la que tanto se ha luchado y tanto se va a tener que seguir luchando».
Este atomizado —y concienciado— cuaderno de notas concede asimismo espacio para otras realidades. Desde el apunte sociopolítico a pie de calle (léanse el hipócrita conflicto bélico de Irak o la degradación de nuestra clase política, por ejemplo), hasta la confesión de los miedos, inquietudes y obsesiones personales (las aristas kafkianas del día a día, la tristeza de las tardes dominicales, la adicción a la publicidad inmobiliaria…), pasando —cómo no— por textos preferentemente cinematográficos. Entre estos descuella la entrevista con el director hongkonés Wong Kar-wai, que ya justifica por sí sola la lectura del libro; tanto como el grupo de escritos referentes a Mi vida sin mí (2003), cuarto largometraje de la Coixet.
Cerrando este breve pero denso libro, de un sentido y sensibilidad parejos a los de sus filmes, la autora se atreve a responder a una de esas preguntas del millón: ¿para qué sirven las películas? A raíz de determinados encuentros con algunos espectadores de Mi vida sin mí, la cineasta asegura que «por primera vez, tengo pruebas palpables de que una película sirve, reconforta, ayuda a entender las cosas que pasan, a descifrar el denso ladrillo de la vida cotidiana, a vivir».
Por eso, el último párrafo de La vida es un guión reza: «Ahora, si tan solo pudiéramos hacer que ese señor que parece sacado de un mal telefilme, ese señor que es presidente de Estados Unidos, viera en un programa doble Senderos de gloria (Stanley Kubrick) y La delgada línea roja (Terrence Malick), a lo mejor se le pasaban las ganas de hacer una guerra. Pero viendo la clase de tipo que es, probablemente se dormiría ya en los títulos de crédito». Tan dormido se quedaría el preclaro George Bush Jr. como sus ultramontanos palmeros ibéricos (Federico Jiménez Losantos y compañía), esos mismos periodistas pro Partido Popular que embistieron pueblerinamente contra La vida secreta de las palabras (2005): en su rancio provincianismo, no alcanzaban a entender cómo el Goya a la mejor película española del año había ido a parar a un filme rodado en inglés y protagonizado por actores extranjeros. (Como si realizar una película de altura internacional y conseguir para el cine español los servicios de intérpretes como Tim Robbins, Sarah Polley o Julie Christie fuesen actos reprobables.)
José Havel