Autor: 22 septiembre 2007

Thomas Mann: Hermano Hitler y otros escritos sobre la cuestión judía
Global Rhythm, Barcelona, 2007

Agrupados bajo un mismo propósito, el posicionamiento de Thomas Mann ante los asuntos relacionados con los judíos, su cultura y la nacionalidad alemana, desde la política del primer tercio de siglo xx, el Tercer Reich y las dos guerras mundiales, estos ensayos muestran con claridad lo que advirtió su hijo Klaus en sus tragicómicas memorias Cambio de rumbo. Comentando las Consideraciones de un apolítico, escrito por su padre en tiempos de la Gran Guerra, Klaus Mann hablaba de «flagrantes errores» en un libro que era «un documento de naturaleza extremadamente original, incluso única: desde un punto de vista literario, una obra maestra, un brillante tour de force; desde el punto de vista político, sin embargo, un desastre».

Sin pretender llegar tan lejos como Klaus, al leer estas intervenciones radiofónicas o los artículos escritos por encargo sobre la cuestión judía, traducidos por Rosa Sala Rose y que comprenden los años 1893-1948, resulta obvio que en el plano de la política no surgía el Mann más llamativo. El autor se muestra retórico, algo repetitivo e impreciso, y no obstante, con frecuencia su personalidad, con ese toque señorial y arrogante tan característico suyo, acaba imponiéndose por mucho que el texto sea de circunstancias y ahora nos resulte lejano e insustancial, como cuando niega tener ascendencia judía, tal como ha proclamado algún crítico de forma malintencionada.

El que da título al libro, «Hermano Hitler» (1939), destaca por contraste con el resto al presentar una idea valiente: la de que Adolfo es uno de los nuestros —por decirlo con el yo informal de un germano de la época—; una oveja negra que tenemos en casa, una presencia que nos avergüenza y de la que somos responsables pues no en vano ha salido de nuestras tierras y nuestra lengua. Mann lo llama «peligro público», «catástrofe», «inútil», «fracasado», «extremadamente vago», «artista rechazado de medio pelo» —Hitler trabajó como pintor de brocha gorda en Viena después de que una escuela de arte rechazara su solitud de ingreso— y relaciona sus ansias de venganza con los «sentimientos de inferioridad (mucho menos justificados) de un pueblo derrotado que no acierta a sacarle partido alguno a su derrota y que solo aspira a recomponer su “honor”».

En el mismo ensayo, Mann hace una síntesis perfecta del impacto que supuso Hitler para la miserable población alemana, de aquel hombre que, en palabras de Eugenio Xammar, quien lo entrevistó en 1923 para La Veu de Catalunya, era un «descerebrado», además del «necio más sustancioso», «un necio sin medida ni freno», «un necio monumental, magnífico y destinado a hacer una carrera brillantísima». Sin la ironía del periodista catalán, ni siquiera con la claridad analítica propia de Josep Pla, que acompañó a Xammar por la Alemania de los años veinte, Mann, como decía, realiza una notable síntesis de la impronta de semejante necio, el cual se distingue por «una elocuencia de pésima calaña, pero efectista para las masas; una herramienta toscamente histérica propia del comediante, con la que hurga en la herida de su pueblo, lo conmueve al anunciarle su grandeza ofendida, lo aturde con promesas y convierte la enfermedad anímica de la nación en el vehículo de su grandeza, de su ascenso a unas alturas de ensueño, a un poder ilimitado, a unas satisfacciones excesivas y monstruosas».

Asimismo, la editora de esta recopilación, la filóloga Anna Ruchat, ve dos direcciones en el modo en que Mann aborda la realidad judía: una de aspecto psicológico, alejada de componentes directamente políticos, como en el ensayo titulado «La solución a la cuestión judía» (1907), y otra más vinculada al propio talante estético del escritor en cuanto a su postulamiento, asegura, antirromántico y antinietzscheano, de lo que surgen textos militantes como los pequeños discursos que pronunció por radio, caso de «¡Oyentes alemanes!». En verdad, esta vehemencia, tan necesaria en la arenga hacia la reflexión inevitablemente panfletaria, queda expresada desde los títulos de los escritos, tan exclamativos: «¡Los judíos perdurarán!», «¡Fuera los campos de concentración!», «¡Salvad a los judíos de Europa!».

Thomas Mann, que en su exilio pretendió convertirse en portaestandarte de la causa germana en contra de la guerra y del Holocausto —hasta el hecho de autoerigirse en el escritor nacional alemán cuya opinión debía ser la prioritaria a la hora de juzgar lo que ocurría en su país—, tuvo la ocurrente osadía de llamar hermano a Hitler. Cuando lo más fácil era distanciarse de un criminal estúpido llamado a revolucionar el planeta entero, tanto adoptando el exilio interior como el exterior, Mann situó su atrevimiento literario por encima de las ideas más o menos convencionales al respecto de la masacre a los judíos y demás nauseabundos actos perpetrados por los nacionalsocialistas. Hablando de él como un familiar más, lo que hacía, paradójicamente, era demostrar con mayor firmeza su rechazo radical a un bárbaro como aquel; cómo el prójimo es parte de nuestra sangre, y cómo sus acciones y pensamientos salen en buena medida —y de ahí esa vergüenza ajena parecida a la que se siente por el pariente descarriado— del mismo lugar que, civilizadamente, nos ha formado a nosotros mismos.

Toni Montesinos


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