Autor: 16 septiembre 2007

Mario Levrero: Dejen todo en mis manos
El discurso vacío
Caballo de Troya, Barcelona, 2007

No es la primera vez que se edita en España al uruguayo Mario Levrero, a pesar de que por aquí este autor sea prácticamente un desconocido: ya Plaza & Janés, sello perteneciente al mismo grupo editorial (Random House Mondadori) que Caballo de Troya, publicó en 1999 y en 2000 La ciudad y El lugar, respectivamente. Y vale ahora decir aquello de más vale tarde que nunca, porque la primera obra fue publicada originariamente en Uruguay en 1970 y la otra en 1984. En este segundo intento, también doble, por introducir en nuestro país la obra de este escritor, muerto en 2004, se han elegido dos novelas muy diferentes (ambas de 1996), quizá reflejo de esa personalidad de hombre orquesta que parecía caracterizarlo: profesor de escritura en talleres literarios, fotógrafo, guionista de cómic, librero, humorista, redactor jefe de revista «de perfil inclasificable», columnista, colaborador en publicaciones de ciencia ficción y escritor de numerosas obras.

A caballo entre la novela negra —anunciada desde la primera página con la cita de Raymond Chandler— y la guasa de obras como Sin noticias de Gurb de Eduardo Mendoza, Dejen todo en mis manos cuenta el caso en el que se ve envuelto un escritor sin éxito y en constantes penurias económicas. Tras rechazar su última novela, el editor le propone a cambio un trabajo muy distinto: ha de encontrar a un desconocido Juan Pérez, autor de un increíble manuscrito que la editorial ha recibido por correo y del que nada se sabe salvo la ciudad que figura en el matasellos. De esta forma el protagonista, que lo mismo vale para un roto que para un descosido, pasa de ser un novelista frustrado a un involuntario Philip Marlowe, hipocondriaco y decadente, que se traslada hasta Penurias, ciudad desde la que se ha remitido el manuscrito, para dar con el autor del mismo; sazonando el transcurso de sus investigaciones —por supuesto— con los acostumbrados placeres del alcohol destilado, las señoritas de pago y los disparatados encuentros con la colorida fauna autóctona de Penurias, todo ello envuelto en el tono corrosivo que resulta de una mirada cínica por lúcida o viceversa, tanto da.

Una novela sin mayores pretensiones que la de ser concebida como mero divertimento o juego literario con los guiños pertinentes, y detrás de la que se advierte a su autor partiéndose de risa con la chufla y confiando en que quizás el lector pueda pasar al leerla el mismo buen rato que él al escribirla.

El discurso vacío es en cambio el relato —ficticio o no, si bien varios indicios apuntan a lo autobiográfico— de una ascesis y de la búsqueda de una iluminación: la de la psique del yo que escribe. El camino de perfección se recorre a través de unos textos escritos a mano y encabezados por fechas —no es exactamente un diario— que van desde el 10 de septiembre de 1990 hasta el 22 de septiembre del año siguiente, con los que el narrador pretende llevar a cabo una «autoterapia grafológica». Tal método se basa en la idea de la profunda relación entre la letra y los rasgos de carácter, de forma que la mejora en la caligrafía ha de conllevar necesariamente un perfeccionamiento en la conducta de la persona, lo cual a su vez habrá de producir cambios a nivel psíquico. Lo importante de tales «Ejercicios» (así llama sin más el narrador a este grupo de textos) no es qué se diga en ellos sino atender únicamente a su trazo caligráfico, para lo cual vale cualquier relato, mejor cuanto más irrelevante. Pero en el intento del narrador por forjarse una especie de adn psíquico mejorado, la hélice ha de ser doble y es necesaria una segunda hebra. Esta la constituye el segundo grupo de textos con el título de «El discurso», donde el propósito es conseguir que, a través de una narración más o menos automática, el discurso aparentemente vacío acabe revelando los materiales alojados en el subconsciente del narrador, un poco al modo del satori en el budismo zen: «Me propongo escribir desde la forma, desde el propio fluir, introduciendo el problema del vacío como asunto de esa forma, con la esperanza de ir descubriendo el asunto real, enmascarado de vacío».

Una de las lecciones de la obra está en ver la ironía con la que el sujeto de la terapia asume su transformación paulatina en objeto pasivo de la misma: las técnicas del psicoanálisis o del zen —unas y otras se confunden— que el narrador aplica a la escritura se convierten en una especie de criatura que acaba por tomar ella misma las riendas del proceso y por arrastrar al narrador hacia caminos no previstos por él: así, el ejercicio grafológico falla ante la imposibilidad de desligar escritura y pensamiento, que constantemente pugna por aparecer acaparando toda la atención, haciendo que el protagonista se olvide del trazo de su letra y arruinando así el asunto; pero a cambio obtiene una serie de revelaciones interiores que surgen cuando parece mirar hacia otra parte. Y por otro lado, los ejercicios para revelar el material psíquico enmascarado tras el discurso vacío fracasan, pues los intentos por dotar de trascendencia simbólica a nimiedades y anécdotas cotidianas no pasan de ser exégesis más o menos caprichosas. Todo un curso de fenomenología levreriana de la autopercepción, donde su autor se dispone a mostrar no tanto el modo en que ve al yo a través de sus ojos como los ojos mismos a través de los que es visto ese yo, tan similar por otra parte al «tú» y al «él», a pesar de que los tres estén siempre empeñados en creer lo contrario confundidos todos con el engaño de la individualidad.

Tomás Cuadrado


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