Autor: 8 noviembre 2007

Toni Montesinos

A Raquel Anido

Me digo, sentado en el avión que vuela hacia Nueva York, que el trabajo es amar la ciudad, y lo que salga al paso. En 1948, E. B. White apuntó que nadie va allí si no espera ser afortunado, así que el viajero, el diarista, el amante, el solitario, el que huye para encontrar un orden nuevo, todos en uno —el que ha dejado por escrito su sudoroso esprín por el aeropuerto Charles de Gaulle para hacer la escala a tiempo—, sienten de forma inconsciente ese deseo íntimo y previsible. Uno es tan parecido a los demás que hasta el alma se sonroja y la mirada rebosa de timidez; uno es, en definitiva, el mismo visitante que, diez años atrás, manipulaba su presente sin futuro y para quien la Gran Manzana representó un paréntesis de euforia y dicha.

En aquel junio, en la primera noche en el hotel Belvedere, a una calle de Broadway y a dos bloques del Rockefeller Center, los ojos cansados luchaban por no cerrarse frente al televisor para ver a Michael Jordan ganar su quinto campeonato de la nba; pocos días después, Manhattan parecía una relajada fiesta pueblerina con todo el mundo en la calle casi hasta la madrugada: familias enteras con sus hijos, atravesando Times Square en medio de una cabalgata de personajes de Disney. En el inmaculado Wall Street, las Torres estaban intactas en su doble autopista hacia el cielo, el hermano gemelo de Woody Allen permanecía dentro de mi cámara de fotos cruzando una calle y, unas cuantas millas hacia el sur, Monica se agachaba en busca de los óvalos de Bill en el despacho de su imperio. Todo, pues, seguía el guión imprevisto.

Al día siguiente, a la vez que la camarera preguntaba diligente «more coffee?» en un local llamado Metro Delicatessen —entre la 8.ª avenida y la calle 48— y una cita de Le Corbusier adornaba una pared y abría mis sentidos hacia un próximo libro, en la portada del The New York Times el 23 de los Bulls anotaba treinta y nueve puntos contra los Jazz; de cara al exterior, en Estados Unidos se prefería la diplomacia antes que la sangre derramada de los soldados alienados; un anciano James Stewart se acababa de morir añorando tristemente a su mujer, fallecida poco antes que él; y, al levantar la vista y detenerme en el ir y venir de las gentes a través de los cristales, la memoria elegía una canción melancólica de los Counting Crows, y la vida era joven, clásica, disparatada y trágica.

Fantasmas, soledad e identidad

El 2 de septiembre de 1893, el neurasténico Léon Bloy escribe en su diario: «Según parece, en Nueva York se ve un gentleman mecánico que se pasea por las calles, con toda la apariencia de un hombre de verdad. Saluda, sube al ómnibus, paga su asiento, articula algunas palabras y funciona así, de manera irreprochable, durante cierto número de horas. El periodista que me informa encuentra esto de lo más divertido, y no comprende en absoluto el negro horror en que me sumerge su relato. Imagino una gran ciudad poblada de semejantes fantasmas».

En 1997 aún era vigente esa sensación y, en contraste con la antipatía reinante de las gentes neoyorquinas, me tenía que reconfortar con una pinta de Guinness en un pub irlandés donde se leía: «He who enters is a stranger but once», o bebiendo una Budweiser tras otra en la pequeña y atestada de humo Arthur’s Tavern, en el Village, mientras el saxofonista de una banda enloquecida de placer se mezclaba entre la gente tocando Roadhouse Blues o Mustang Sally. Aunque todo tiene una explicación, incluido el carácter de los lugareños, tan cambiado a mejor, dicen, desde el 11-S. Los fantasmas se han vuelto seres de carne y hueso, y sus gestos robotizados también comprenden la presencia del otro: hasta en la aduana, cuando antaño el policía de turno te escupía con la mirada y en su mente te encerraba en el calabozo, ahora, pese a la burocrática obsesión por la seguridad, hasta se ablanda y ensaya una sonrisa, esforzándose en chapurrear español sin dejar por ello de preguntarte dónde te vas a alojar, cuántos días vas a estar en el país, si es la primera vez que lo visitas y por qué lo haces, etcétera.

En la nación de los extremos, de las contradicciones más llamativas, actualmente lo que ya anunciara White a mediados del siglo xx: «Nueva York concederá el don de la soledad y el don de la intimidad a cualquiera que esté interesado en obtener tan extrañas recompensas», se mezcla con la amenaza acuciante de una compañía siniestra: un nuevo atentado terrorista. El ciudadano en pos de dichas recompensas, por tanto, seguramente se verá solo y al tiempo vigilado, señalado por un dedo que le acusa por tener la desfachatez de existir en ese lugar. ¿Se trata de una soledad nueva o es la misma que describiera Carson McCullers, en un artículo de la revista del The Herald Tribune, en 1949, bajo el título de «Soledad…, una enfermedad americana»? «Al pensar en esta ciudad, Nueva York —decía la escritora sureña—, considérese la gente que hay en ella, los ocho millones de seres que la habitamos. A un inglés amigo mío, cuando se le preguntó por qué vivía en Nueva York, respondió que le gustaba este lugar porque le permitía vivir completamente solo. Si bien el deseo de mi amigo era estar solo, la soledad de muchos norteamericanos que viven en ciudades es una realidad involuntaria y horrible. Se ha dicho que la soledad es la gran enfermedad americana. ¿Cuál es la naturaleza de esa soledad? En esencia se diría que es una búsqueda de identidad».

Se diría, en verdad, que cada destino humano sigue tal rastro, y que, la mayoría de las veces o no lo encuentra o se muere sin ni siquiera habérselo planteado. En su lugar, surgen entretenimientos obligatorios o libres: un empleo, la televisión, los estudios universitarios, un hobby, el turismo o el on line dating. Esta es, me cuentan, una de formas predilectas de relacionarse en el siglo xxi estadounidense entre los jóvenes; de manera cibernético-compulsiva, yendo tras el Santo Grial de la «media naranja» y, con frecuencia, de modo más funcionarial y ansioso que idealista-romántico, hoy tal práctica ya es moneda de cambio entre los ávidos de experiencias eróticas o enamoradizas en todos los Estados, al menos hasta que consigan una pareja a la que dedicarse, como reza la terminología de este fenómeno, exclusivity.

Se diría, precisamente, que todos esos chicos que, sentados en el suelo del vestíbulo del Continental Hostel —el hotelucho de mi (segunda) primera noche neoyorquina, ubicado junto a Central Park, en el tranquilo Upper West Side—, tecleaban sus ordenadores portátiles, abarrotando el espacio pero sin decirse una palabra entre ellos, estarían citándose por Internet, tal vez intimando con el desconocido de al lado en el que no reparaban. En la hora del lunch, en cualquiera de los restaurantes de sándwiches plastificados y ensaladas preparadas de la Séptima Avenida, por ejemplo, o en plena calle, en el banco de un parque, en un bar o en un transporte público, a todas horas hay personas conectadas con lo exterior y lejano mientras se aíslan de lo que tienen alrededor. La pequeña computadora constituye el remedio, el entretenimiento en el momento de estar solo, cuando antes la soledad en público la ocupaban las mil habilidades del teléfono móvil, el pasar las páginas de un periódico o incluso la lectura de un libro.

Al igual que sorprende el hecho de cómo unos novios en edad fértil de conversación, o un matrimonio maduro con un pasado que rememorar, se mantienen callados sin mirarse a la cara en la velada de un restaurante, con rostros tristes y aletargados por un tedio inercético, también la presencia de las gentes realizando sus actividades más cotidianas en total soledad llama poderosamente la atención. Así lo sintió Jean Braudillard en su texto «New York»: «Aquí el número de gente que piensa sola, que canta sola, que come y habla sola por las calles es vaporoso. Sin embargo, no se aúnan. Por el contrario, se sustraen los unos a los otros y su parecido es dudoso. Pero hay cierta soledad que no se parece a ninguna. La del hombre que prepara públicamente su almuerzo sobre un muro, sobre la capota de un coche o a lo largo de una verja, solo. Esto se ve aquí por todas partes, es la escena más triste del mundo, más que la miseria. Más triste todavía que el mendigo es el que come a solas en público». Tamaña exageración, pues no hay nada intrínsecamente terrible en almorzar o cenar sin nadie al lado, y sí en tener que mendigar para sobrevivir, en cualquier caso no rebaja la intensidad de la imagen de alguien comiendo sin alguien con quien compartir ese rato, lo cual se nos hace raro de una manera tan absurda como inquietante.

Más refinado es ver a damas de edad avanzada degustando el desayuno a solas, bolígrafo en mano sobre una libreta, u hojeando el diario, en la maravillosa The Hungarian Pastry Shop, en la avenida Amsterdam, entre las calles 110 y 111. Al fondo de la preciosa cafetería adornada con sugerentes cuadros, en la figura de una delgada señora solitaria de cabello blancuzco y mirada fija me parece encontrar ese tipo de escritora que pasa por la vida inadvertida, siempre atenta a descubrir historias detrás de los rostros, observándolo todo y sin apenas hablar, y que un día muere dejando un raro vacío, simplemente la silla en la que se sentaba a desayunar cada mañana. Esa soledad matutina no incomoda al verla en los demás y casi se anhela: ojalá uno estuviera tan a gusto consigo mismo y no dependiera tanto de otros cuerpos, de ser y estar en función de los demás.

Hey, hon!

De camino a Baltimore, en el carísimo y confortable tren que bordea Nueva Jersey, Boston y Filadelfia, hay más solitarios con su ordenador portátil en ristre: un hombre a mi lado está trabajando, literalmente, como si estuviera en la oficina de una empresa, comunicándose sin cesar por el móvil y enviando mensajes electrónicos. El pragmatismo estadounidense hace que cuatro horas de trayecto no puedan ser desaprovechadas y se evite perderlas en ensoñaciones paisajísticas o en un ligero sueño.

Trasladarse de la Penn Station neoyorquina a la también llamada Penn Station de Baltimore es pasar del ruido a la calma: esta última es una estación antigua y elegante, muy bonita, aunque a la salida al visitante le espere una estatua espantosa de gran tamaño. Hay ráfagas de viento y llovizna fuera, y a esas horas, las 19.30, la ciudad presenta un aspecto desangelado. Baltimore, lo descubriré en los días siguientes, carece de atractivos aparentes: el anecdotario la señala como el lugar donde se rodó Algo para recordar y se destaca su zona portuaria, Inner Harbor, próxima a unos cuantos rascacielos, donde los cruceros anclados sirven de mediocre reclamo. ¿En qué punto exacto del muelle se bajaría del ferry Edgar Allan Poe cuando, de camino a Filadelfia, tomó sus últimas copas hasta perder el sentido? ¿Sería más al este, en Fells Point, rincón con fría brisa marina en el que hoy se multiplican los locales nocturnos y, en los años veinte, la inminente drogadicta y prostituta Eleanor—una niña que la historia conocerá con el nombre de Billie Holliday— escuchaba las tristes canciones de Bessie Smith en su casa alquilada de la calle Bond?

Se desconoce dónde vivió Poe en Baltimore, primero solo y luego, tras su ingreso en la Academia Militar de West Point, de la que sería expulsado, con su tía Maria, su prima y futura esposa Virginia, cuando apenas era una adolescente, y su hermano William Henry, entre 1828 y 1838. Esta etapa resulta clave para el poeta Poe, pues empieza a escribir cuentos —en el 34 gana el concurso de un periódico local, el Saturday Visiter, con Manuscrito hallado en una botella— y publica Arthur Gordon Pym. Y sin embargo, el escritor hoy está ausente en la ciudad, y el museo que se le dedica, situado en un gueto al oeste del downtown que incluso los más intrépidos desaconsejan pisar, a menos que se tengan ganas de morir con una bala en la frente, ni se cita en los folletos turísticos.

De hecho, el ambiente cultural de Baltimore se restringe a la Universidad Johns Hopkins —número uno en medicina y decimocuarta en el ránking nacional—, que cuenta con un espléndido campus y una biblioteca donde este cronista se convierte en descubridor de unos papeles entrañables: en el piso subterráneo, cerca de donde se encuentra el Department of Rare Books donde confío hallar documentos relacionados con el paso de Pedro Salinas por aquí entre 1940 y 1943, doy con un Cántico mexicano publicado por Litoral («2000 ejemplares en papel chebusco de 56,5 kg»), la tercera edición del libro tras la de Revista de Occidente en 1928 y Cruz y Raya en 1936. El tomo, grande y bien conservado, perteneció, como dice el ex libris, a Eleanor Turnbull, hija de un mecenas que dio nombre a las llamadas Conferencias Turnbull, impartidas por Salinas en 1937.

Jorge Guillén le dedica el libro a Miss Turnbull, en Washington, pero lo encantador del caso es que aquel día, 20 de diciembre de 1945, el por entonces profesor de Wellesley, Massachusetts, escribió de su puño y letra el poema «Único pájaro» —«Copiado en Baltimore, 8 de junio de 1947, día de la boda de Solita, señora de Marichal», añadía— tras el epígrafe de san Juan de la Cruz que encabeza la primera parte del poemario, además de «El mar en el viento» (autógrafo datado en 1946), un poco más atrás, encima de la frase de Manrique —«Con voluntad placentera»— que encabeza todo el volumen. De hecho, Guillén también interviene en el índice (p. 412) y escribe: «Para la próxima y definitiva edición de Cántico», y entonces anota los títulos de los dos nuevos poemas y la página adonde tendrían que incorporarse, la 11 y la 15, es decir, muy al comienzo. (Las diferentes fechas apuntadas sugieren que el vallisoletano aprovecharía sus encuentros con Turnbull para permitirse coger el libro y añadir esos detalles con su pluma. Hay que decir que en la cuarta edición del libro, de 1950, ambos textos pasarían a engrosar la tercera parte, «El pájaro en la mano».)

Este tipo de detalles retratan mejor que cualquier otra cosa la obsesiva organización poética de un autor, la vivencia absoluta dentro de su poesía, y, en este sentido, sospecho que el este americano conserva aún las huellas de ciertos gestos, tan minúsculos como relevantes, de algunos componentes del grupo del 27: si días atrás, en el Teachers College de la Universidad de Columbia, un veterano profesor de origen español me enseñaba la esplendorosa sala en la que García Lorca dio una conferencia, en la Johns Hopkins University entro en el aula donde Salinas impartió clases y paso frente a su lugar de trabajo —«Tengo un despacho muy grande, con mucha luz, amplios estantes, y buenas vistas. Allí me he llevado todos los libros y trabajaré en lo del oficio», le dice a Guillén por carta el 5 de octubre de 1940—, andando por los pasillos donde coincidía con el hospitalario romanista vienés Leo Spitzer.

Un pequeño viaje por el tiempo como este, fruto del azar y la curiosidad literaria, se completa con otro de carácter más mundano y, si no kitsch, pues tal término presenta una definición peyorativa, sí con rasgos de estética retro, probablemente con un sabor honesto y auténtico, aun sin descartar que se haya convertido en una atracción turística más. Me refiero al barrio de Hampden y a su calle principal, The Avenue: estar allí significa trasladarse a los años sesenta o setenta, a los tiempos de Elvis, a las camareras vestidas de películas pasadas de moda y con un fuerte carmín rojo en sus labios siempre sonrientes, en especial en el extraordinario Cafe Hon (diminutivo del cariñoso honey), en el que un par de simpáticos homosexuales que beben champán en la mesa contigua —los cuales aprovechan, en el instante en que mi atenta guía ha ido al lavabo, para invitarme al Día del Orgullo Gay la mañana siguiente— representan la quintaesencia del ambiente liberal, underground y bondadoso de Hampden… Significa cruzarse con los personajes de los filmes de John Waters, y aquel que haya visto Pecker (1999) sabrá enseguida de lo que hablo: un risueño protagonista adolescente, trasunto del propio autor de Pink Flamingos, va con su cámara fotográfica hablando con todos en un barrio provinciano donde la gente parece ignorar lo que pasa más allá de sus fronteras.

Pero todo tiene un fin, incluida la prueba de que el sosiego perfecto también es posible.

La tarde del último día, a solas, tras un breve paseo por la ciudad desierta, en casa de mi anfitriona, abro una botella de Resurrection, una de las cervezas oriundas de Baltimore, y, en una casualidad que, de tan lógica, ni la celebro, enciendo la tele a tiempo para ver otra final de la nba; un pequeño base francés lleva a los Spurs al título por tercera vez en el siglo xxi, y un par de horas más tarde, cuando oigo la puerta abrirse y por ella entra la compañía que se apaga, reparo que otra vida, ya no tan joven, menos disparatada, ya no sé si clásica o moderna, y sin duda más trágica, me espera a la vuelta de la esquina del cielo del Atlántico.

Referencias de las citas

Leon Bloy. Diarios. Traducción de Cristóbal Serra y F. G. F. Corugedo, Acantilado, Barcelona, 2007.

Jean Braudillard. América. Traducción de Joaquín Jordá, Anagrama, Barcelona, 1997.

Carson McCullers. «El mudo» y otros textos. Traducción de José Luis López Muñoz, Seix Barral, Barcelona, 2007.

Pedro Salinas y Jorge Guillén. Correspondencia (1923-1951). Edición de Andrés Soria Olmedo, Tusquets, Barcelona, 1992.

E. B. White. Esto es Nueva York. Traducción de Miguel Temprano, Minúscula, Barcelona, 2003.


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