Katherine Mansfield: Diario
Lumen, Barcelona, 2008
La inminencia de una muerte prematura, una visión elegíaca del pasado y del futuro, atraviesa el diario de Katherine Mansfield desde la primera frase —«Por fin ha acabado este fatigoso día» (junio de 1910)— hasta la última: «Todo está bien» (octubre de 1922). Tres meses después de apuntar esta sosegada afirmación, moría la narradora neozelandesa a los treinta y cinco años, en Fontainebleau. Virginia Woolf, reseñando en la prensa la aparición de este Diario en 1927 —hoy traducido por Aránzazu Usandizaga— y que sirve de prólogo, apunta que su interés sobre todo reside en «el espectáculo de una mente —una mente terriblemente sensible— recibiendo una tras otra las impresiones fortuitas de ocho años de vida. El diario fue un compañero místico de la autora». La delicadeza de Mansfield, ante la vida, la escritura, el fin próximo de ambas cosas, encontró tanto en el matrimonio Woolf —Leonard le publicó en la editorial Hogarth Press el libro de cuentos Preludio (1917)— como en su tierno compañero John M. Murry, la compañía adecuada para sacarla del espanto de una enfermedad incurable y ayudarla a que sus textos fueran viendo la luz. En este sentido, el diario fue para Mansfield una forma de extraer todo el ensimismamiento que le provocaba arrastrar dolencias físicas, de verbalizar esa lucha tan interesante a la que se enfrenta todo gran escritor: el deseo de escribir y la impotencia por no poder o no saber hacerlo.
Y es que Mansfield se muestra como una autora tan autoexigente con sus relatos que parece como si su obra contribuyera con más sufrimiento a una existencia aplastante, a una vida harto solitaria. No en vano, Ana María Moix, prologando los Cuentos completos de la escritora (Alba, 1999), ya destacó una entrada del diario relacionada con la idea de que «la casi totalidad de sus relatos evidencia no sólo la inferioridad de la vida respecto al deseo, sino también la del ser humano (…) y de la cotidianidad en la que discurren su existencia y sus actos respecto a su otra realidad: la interior, su vida íntima, secreta, ignorada por todos y aislada del entorno por las vallas del deseo y de los sueños. De ahí la dramática soledad de sus personajes». Por su parte, en la introducción del Diario, Murry habla de que Mansfield «respondió a la vida más intensamente que cualquier otro escritor que yo haya conocido, y el efecto de la intensidad de su respuesta está en su obra». Es una intensidad moribunda: la autora, instalada en Londres y en París por esas fechas, se dice de continuo que es necesario «poseer salud interior», planteándose lo que da en llamar «mi filosofía personal: vencer lo personal», y concluyendo que «el sufrimiento humano no tiene límite. Es la eternidad», al tiempo que consigue concentrar su objetivo vital en una sola cosa: «Vivo para escribir». Observatorio de la naturaleza y el clima, lugar para el comentario literario —le desagrada la afectación de Turguéniev y la ampulosidad de H. James; E. M. Forster no le parece «lo suficientemente bueno»; frecuenta a Dostoievski, Dickens y Shakespeare, y le encantan Chéjov y Colette—, territorio para pequeñas estampas narrativas, homenaje a su hermano muerto y añorado, este doloroso diario que compuso Murry con papeles sueltos de Mansfield incluye, sin embargo, una idea que anularía nuestra indiscreta lectura: «Qué insoportable sería morir y dejar «fragmentos», «restos»… nada de verdad terminado».
Toni Montesinos