José Muñoz Millanes
«La voz es el origen. De ella nacen la música, el lenguaje y la expresión. De todas las trazas que el ser humano haya podido marcar en su viaje por la ruta del significado, la voz ha sido el soporte fundamental de su portentosa evolución, la condición imprescindible, se podría decir», afirma el musicólogo Jorge Fernández Guerra.
Este origen común de la máxima expresividad humana en lo hablado y lo cantado explica el privilegio de la voz en la actividad crítica de Susana Reisz, apoyada en su doble experiencia de lectora y de oyente.
En primer lugar, la voz estimula su inconformismo crítico, al empujarla a afinar su oído y, paralelamente, su enfoque de los textos, sobre todo poéticos.
Pues, como Roland Barthes ha señalado, antes de la producción de un sentido más o menos claro, la voz es materialidad dispersa, «grano», textura.
La seducción de la música vocal estriba para Susana en su máximo poder de diferenciación. Por mucho que le guste el timbre de ciertos instrumentos como el cello o el piano y, más concretamente, el sonido del violoncello de Jacqueline du Pré o del piano de Clara Haskil, nada iguala para ella la individualidad intransferible de la voz humana.
Con las voces de los cantantes sucede lo mismo que con el físico de los actores: tienen una expresión que desborda lo expresado y que el toque de ningún instrumento, por muy personal que sea, puede alcanzar. Es la misma expresión misteriosa del rostro: esa expresión que resulta tan intensa porque, según Levinas, se nos da y al mismo tiempo se nos retira en la lejanía inaccesible de la tercera persona, de la «illeidad».
Como el físico de las personas, la voz de un gran cantante puede gustar o no gustar (aparte de sus méritos interpretativos), pero en ningún caso puede ser confundida con otra. Lo mismo sucede con los tipos de voz, que a Susana le sirven como punto de referencia en sus reflexiones sobre el enfoque génerico en los estudios literarios.
No se puede no tener en cuenta que un texto ha sido escrito por un hombre o una mujer. Los géneros tienen sus marcas, igual que no es indiferente la transposición de composiciones musicales a otro tipo de voz. ¿Se puede aceptar La bella molinera de Schubert, un ciclo de canciones de un joven varón apasionadamente enamorado, cantadas por la voz asexuada de un Ian Bostridge o por un bajo-barítono (excelente, por otra parte) como Thomas Quasthoff? O, viceversa, ¿vale la pena oír otro ciclo de Schubert, El viaje de invierno, atribuido a un sombrío hombre envejecido, en una voz femenina como la de Brigitte Fassbaender?
Susana subraya la necesidad de reconocer las marcas de género, pero también el hecho de que no se dan puras, de que se complican en desplazamientos para nada irrelevantes, dando lugar a múltiples diferencias no codificadas. De ahí que su interés en los estudios gays y lesbianos repercuta en ciertas exploraciones como oyente, en concreto en sus incursiones en la ópera barroca y en el repertorio de los contratenores, tan en auge en estos últimos años.
Dentro de la preferencia de Susana por la música vocal, se advierte a su vez otra por las voces de registro medio, sobre todo por una voz tan poco frecuente como la de contralto: Kathleen Ferrier, Marian Anderson y su admirada y favorita Natalie Stutzmann. En las voces de las contraltos y los contratenores ella no ve desvanecerse o neutralizarse las diferencias de género sino cómo se desplazan o complican en una ambigüedad fascinante que abre posibilidades insospechadas: encarnar a lo más esquivo; a los ángeles en los oratorios o, en las óperas, a los espíritus y personajes mitológicos como Apolo en Muerte en Venecia u Oberón en El sueño de una noche de verano, ambas de Britten. A este respecto, Susana ha escuchado con especial atención Tres hermanas del húngaro Eötvös, donde se lleva al extremo el gusto de la ópera barroca por el travestimiento, por asignar a ciertos papeles actores, caracterización y voz del género opuesto: aquí las tres hermanas chejovianas son representadas por tres hombres, pero tres hombres con voz de contratenor porque, como dice en el libreto una de ellas, Olga: «no somos ni hombres ni mujeres, sino el alma de las tres hermanas».
Pero la riqueza de la voz, su inmensa diversidad, no se localiza tan solo en su textura, en el umbral del sentido, sino también en la falta de identidad del hablante, quien al escucharse atentamente a veces no se reconoce: en lo dicho le parece estar oyendo a otro, a un desconocido. Pues ya sabemos por lingüistas como Benveniste que las marcas de primera persona en un enunciado son una máscara para la alteridad del sujeto, ya que se refieren siempre por igual a un hablante cuyas situaciones y experiencias son cada vez diferentes. Precisamente a la identidad problemática de la voz originaria en primera persona alude el título («¿Quién habla en el poema?») de uno de los trabajos críticos más importantes de Susana.
Este desdoblamiento irónico del sujeto al proyectarse en la voz de un personaje aporta una dimensión escénica que, en el caso de la música, conduce a ciertos monodramas y, en última instancia, a la ópera.
A Susana, igual que a cualquier melómano con sensibilidad literaria, la ópera le suscita sentimientos encontrados, porque, como es bien sabido, en ella el valor de los libretos suele estar infinitamente por debajo del de la música que se les agrega. Así el escritor Andrés Trapiello ha llegado a afirmar que muchas óperas tienen una música tan buena que se diría inspirada por un dramaturgo de la talla de Sófocles o Shakespeare, cuando en realidad toman como punto de partida textos mediocres, disparatados y absurdos. O, mejor dicho, muchas óperas tienen una música tan buena que hacen casi olvidar sus desastrosos libretos, como sucede con algunas de las preferidas de Susana: el Don Carlo de Verdi, por ejemplo.
De todos modos, la baja calidad de los textos termina por contagiar a partes enteras de algunas de las mejores óperas, partes que no se sostienen de puro kitsch: coros, marchas triunfales, danzas falsamente exóticas.
Susana se refugia del valor desigual de las óperas decimonónicas, tan melodramáticas, en la perfecta sobriedad de algunas de las del siglo xx, como las de Alban Berg o Benjamin Britten, El castillo de Barba Azul de Bela Bartok o Diálogos de carmelitas de Poulenc. Y la compenetración excepcional entre el texto y la música en la mayoría de ellas, de la que Pelléas et Mélisande de Debussy sería un ejemplo, la impulsa a analizar cómo tal relación entre literatura y música funciona desde un punto de vista rigurosamente dramático.
El interés de Susana por el teatro se remonta a su formación de filóloga clásica: siempre ha investigado y enseñado las grandes tragedias griegas; participó en un congreso internacional sobre el tema, celebrado en Delfos, e incluso ha asesorado a grupos de teatro peruanos en la preparación de los textos y en sus puestas en escena. Este interés se ha ido incrementando con el tiempo, ya que su visión de las heroínas trágicas se ha enriquecido a la luz de la crítica feminista, y también su noción de la tragedia misma, gracias a su fecunda relación con círculos limeños de psicoanalistas.
En una ópera contemporánea como Elektra, por ejemplo, Susana no solo coteja el libreto de Hofmannsthal con los precedentes griegos del tema trágico, sino que también se detiene a analizar cómo Richard Strauss pone en música las resonancias freudianas del texto, especialmente cuando Clitemnestra da rienda suelta a sus pesadillas.
En general a Susana le fascina investigar cómo en la ópera la voz salva o bien ahonda la escisión, el desgarramiento, típicos del conflicto trágico, expresado en las palabras de Lohengrin y Elsa: «Tendremos que separarnos, desgarrarnos; este será nuestro castigo, esta también nuestra expiación». Se fija en cómo, por una parte, en el Orfeo de Monteverdi el protagonista canta: «¿Tú estás muerta, vida mía, y yo respiro? (…) No, que si mis versos tienen algún poder, bajaré seguro a los más profundos abismos y, enternecido el corazón del rey de las sombras, te traeré conmigo a ver de nuevo las estrellas». O bien ella señala los términos de estricta inmanencia terrenal en que Sigmundo resuelve el dilema planteado por Brunilda en la maravillosa escena de la anunciación de La valquiria: «No te seguiré al Walhalla (…) Allá donde viva Siglinda en la alegría y en la pena, allí también quiere quedarse Sigmundo. Tu mirada no me ha hecho todavía palidecer. Y nunca me impedirá quedarme aquí».
La predilección de Susana por las óperas de Wagner data precozmente de su infancia porteña, de sus largas horas en el teatro Colón. En Wagner se le ofrece un amplio campo de investigación de semejanzas y diferencias con los temas de los dramas griegos clásicos.
Pero también Wagner es para ella un estímulo para afinar el oído, para exigirse a sí misma cada vez más, rompiendo los hábitos de la escucha. Pues Pierre Boulez ha insistido en que los motivos-guía wagnerianos no deben ser considerados semáforos que invitan al reconocimiento en el flujo de la música, sino factores de extrañamiento que modifican incesantemente su forma.
De este modo, en los últimos años este inconformismo ha llevado a Susana a dejar un poco de lado el repertorio de la gran música sinfónica romántica y posromántica, tan explícita, en favor de la concentración de los lieder y de la música de cámara o para instrumentos como el piano o la viola. Significativamente desde hace poco frecuenta Le vin herbé del suizo Frank Martin, una ópera de cámara que, en cierto modo, miniaturiza el larguísimo Tristán e Isolda wagneriano.
Pues en su afán de exploración Susana últimamente se inclina por las formas breves que exigen más del oyente, al no estar basadas en el desarrollo relativamente previsible de una forma, de igual modo que en sus cursos más recientes ha estudiado lo fragmentario en la poesía o lo instantáneo en el cuento moderno.
Un hito en esta dirección fue para Susana el descubrimiento del Lamento de la ninfa, un madrigal del Octavo Libro de Monteverdi, donde en un monodrama tan breve como una exclamación una voz realiza el ideal de fundir música y poesía en la vehemencia de la expresión. A partir de ahí ella se ha lanzado a escudriñar el repertorio madrigalístico, prestando especial atención a Gesualdo da Venosa.
Pues el madrigal le ofrece una libertad semejante a la del cuento moderno (no en vano los madrigales de Gesualdo inspiraron uno de los últimos cuentos de Cortázar). En el madrigal Susana admira una intensidad conseguida al margen de la forma, aunque apoyada en esa compenetración casi inhumana de las voces a la que alude el título de Cortázar (Clone): una intensidad sugerida mediante múltiples ambigüedades y saltos entre la individualidad y el conjunto, entre la melodía y la armonía, o bien entre el contrapunto y la armonía misma. ■ ■