Autor: 20 julio 2008

Javier García Rodríguez: Estaciones.
Introducción de Juan Bonilla Ediciones KRK, Oviedo, 2007

La buena poesía nunca ha dado la espalda a la teoría literaria, incluso antes de su existencia. Las reflexiones metapoéticas han sido una constante, un rasgo intrínseco a la escritura lírica, y en nuestro presente, una condición necesaria que tendrá que acometerse con riesgo, sabiendo aprovechar la literariedad explícita que contienen los discursos teóricos al mismo tiempo que se transforman en motores poéticos.

Para que lo escrito permanezca hay que tener piernas ágiles que permitan subir los puertos que construyeron los clásicos y luego descender a tumba abierta con los discursos culturales y sociales dominantes. Estos han de estar escudados por la teoría literaria, quizás el terreno en que más rápido corre, el también crítico literario y traductor Javier García Rodríguez (Valladolid, 1965) en este segundo poemario Estaciones.

Su escritura pulcra, fruto del cuidado minucioso que ha de poner quien, entre otras tareas académicas, es antólogo y organizador de encuentros poéticos (Versátil.es), no le impide flirtear con motivos contemporáneos, actualizando constantemente los modelos clásicos. El autor trae en sus versos el eco de sus lecturas, con autores tan dispares como Jorge Manrique, Lewis Carroll, Foucault, Clint Eastwood… Este poliestilismo a la manera de A. Schnittke responde a una necesidad imperiosa del autor: la del teórico que acepta gustosamente refrendar con su pluma las tesis latentes en Orfeo XXI, antología que editó junto a Pedro Conde Parrado.

Las Estaciones que aquí nos ocupan son ante todo las de la vida. El poeta ha conocido ya algunas, se detiene a echar un vistazo a las que atrás quedaron y vislumbrar las que espera visitar. La circularidad y el paso del tiempo se reflejan con la revisión de tópicos como el Ubi sunt? que da título a un poema desprovisto de añoranza desasosegante. Contiene un lamento opuesto: haber estirado demasiado el tiempo del goce pulsional. Es el momento de templar los actos: «Más bien, ahora lo entiendo, en su mínimo espacio / los dioses más amables, también los más terribles / —con la caligrafía inútil del deseo— / escribieron de noche un testamento frágil». Otra reafirmación más de su posición que se irá vertebrando poema a poema, y que niega el techado seguro de la nostalgia.

Aunque esas Estaciones, que dan título al poemario y al primer poema, sean simbólicamente la imagen predominante, el balcón no tiene un peso menor y simboliza la mirada del poeta. Mirada retrospectiva que al mismo tiempo se asoma hacia fuera, no sólo desde el distanciamiento frente a la palabra escrita, sino también acodado en la barandilla. Desde allí contemplamos el poema titulado «Esplendor en la hierba» (cita cinematográfica como en Mystic River otro de sus poemas), en el que el daemonio meridiano no afecta a García Rodríguez, o no de la misma manera que a los clérigos medievales: «Es grato entretener la vista en lo de afuera, / demorarse sin prisa en el sentir ajeno, / dejar por una vez de ser protagonista. / Desde el balcón advierto el fin del invierno (…)». El declinar de la tarde, recogido gustosamente en el silencio, le sirve para hacer de su balcón una atalaya desde la que formar un triángulo con el descubrimiento sensorial de los jóvenes y la mirada envidiosa de quienes ya olvidaron su adolescencia.

Así, apoyado en la balaustrada, el poeta siente vértigo, ese vértigo es el fin, cuando tras el poema se adivina el abismo que este ha salvado, y es el punto de partida que da pie a la composición. Para eso sirven los versos de Javier García Rodríguez, para tumbar muros, como esos que cierran nuestro horizonte: «Así la vida toda: / ir derribando muros / que caen sobre la infancia». Socavar verdades para descubrir evidencias es también la tarea de la escritura que se acompasa al son de la fatalidad que dejará todo en ruinas.

La circularidad de estas Estaciones nos transmite una desconfianza en la certeza, por eso hay un final fatídico y paradójico: «Cementerio de Notre Dame des Neiges» es el último poema. De este modo el poeta cierra el círculo que trazó y sale airoso de los retos que se había propuesto, vuelve a apostarse en un balcón y contemplar: «Un perro corretea entre las lápidas, /presuroso acude después a la llamada / de una joven vestida de amarillo / (…) Y hay tanta vida en ellos, / que la muerte, sus signos, su silencio, / son sólo un decorado / incapaz de truncar tanta alegría, / incapaz, bien lo sé, de hacernos daño».

Javier Alonso Prieto


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