Javier Vela
Apenas son las diez de la mañana cuando Uve pone los pies en la arena. Reconfortado por los primeros rayos solares, esparce una lúdica mirada a su alrededor. La marea está baja y la playa amanece silenciosa y desierta, así que Uve se instala sin problemas y acota mentalmente su parcela. Luego extiende una toalla de percal en la arena, se sienta en ella y mira al horizonte.
Hace algunos meses, Uve sorprendió a su ex mujer mientras metía en el bolso una caja de doce Gomitas del Amor. Ella apartó la vista y, de un respingo, soltó la caja y se encerró en el baño. Uve, alérgico al látex, tomó la caja y se quedó mirándola con gesto de entomólogo, haciéndola girar entre sus manos como un rompecabezas. Gomitas extra finas de sabor mentolado. Seguras y anatómicas, leyó irónicamente. Sonrió. Casi no recordaba la última vez que habían yacido juntos, y en todo caso ya no había remedio. Ella aplazó su cita y hablaron sin ambages acerca del hallazgo profiláctico. Entonces confesó. Dijo que lo sentía (entero, pensó Uve) y que ojalá las cosas no fueran tan difíciles. Uve no contestó. Cuando se separaron, ambos se despidieron de manera distante y educada, aunque no por ello menos bochornosa y definitiva.
Ahora, Uve siente la imperiosa necesidad de abstraerse en alguna actividad que le haga olvidar aquel episodio, y, por ese mismo motivo, ha alquilado un modesto apartamento en una pequeña localidad marítima al sur del país. Pretende consagrar sus vacaciones a tomar largos baños de sol en la playa mientras sencillamente no hace nada, a lo sumo escuchar el batir de las olas u hojear algún libro. Le gustaría, de cierto, acabar la novela que ha traído consigo, cuya lectura se vio obligado a interrumpir en el transcurso de su separación, incapaz de concentrarse en ella. También lleva consigo un pequeño volumen de relatos titulado El gran sueño del paraíso.
Instalado en la arena, Uve saca ambos libros y pondera los textos de solapa. Finalmente, se decanta por el volumen de relatos. (Su elección, sin embargo, no se apoya en ningún argumento razonado, sino más bien en una caprichosa apetencia.) Abre el libro elegido y comienza a leer. El relato en cuestión lleva por título «Coalinga a medio camino». La situación es esta: un hombre abandona a su familia y emprende un largo viaje hasta Coalinga, en California, para empezar una nueva vida junto a su amante. Al llegar a Coalinga, sin embargo, las cosas han cambiado. Su amante se resiste a cumplir con su parte del trato, así que el tipo se encuentra atrapado en medio de un desierto físico y mental, sin saber cuál será el siguiente paso a seguir. Desde el punto de vista formal, Uve lo considera un relato acertado. Una vez acabada su lectura, no obstante, cierra el libro con cierta sensación de tristeza. Si la historia le trae a la memoria un pasaje de su propia experiencia, eso Uve no lo sabe con certeza, pero durante los próximos quince minutos se dedica a mirar el horizonte con gesto inexpresivo, hasta que una pareja de jóvenes amantes consigue concentrar su atención.
Vienen desde la orilla, ataviados con sendas sillas de playa. Uve los examina con un golpe de vista. Ella es menuda y pálida, de facciones aindiadas y aspecto delicado a la vez que carnal; viste una larga camisola blanca bajo la que se anuncia la sombra del biquini, y al caminar, proyecta las caderas como si atravesara ligeramente ebria la cubierta de un barco. Él, en cambio, camina a paso firme hacia un punto inconcreto entre el agua y la arena. Bajo su camisa, se adivina la forma de un pecho poderoso, y a juzgar por sus bíceps se diría que ha pasado la mitad de su vida recluso en un gimnasio. A Uve se le ocurre que quizás el tipo sea boxeador, aunque descarta esta idea tan pronto repara en el perfecto estado de su nariz. Ninguno de los dos, en todo caso, responde por su aspecto a una clase social bien definida, pero en los gestos de ambos se adivina el mismo aire despreocupado y esnob.
Se instalan cerca (con respecto a Uve), orientando sus sillas en dirección al agua como si se tratara de una gigantesca pantalla de cine. Uve los observa de tanto en tanto. El joven se desprende de su camisa dejando ver un torso musculado y henchido en todo su esplendor. Ella, a su vez, se libra de su ropa quedándose en un mínimo biquini. Uve contempla ahora a sus nuevos vecinos sin levantar la vista del libro de relatos, observándolos por el rabillo del ojo. En la extensión desierta de la playa, puede oír sus palabras con toda claridad de detalles. Hablan acerca de un viaje ficticio, urdido con semanas de antelación, bajo el que late el pulso de un viaje real. En el primero, los amantes se encuentran en destinos opuestos, separados por una distancia poco menos que oceánica. En el segundo, en cambio, sus cuerpos se hallan semidesnudos sobre la fina arena dorada de una playa desierta al sur del país. «Por fin estamos solos», dice ella, besando delicadamente a su acompañante. El joven se inclina sobre la chica tomándole la cara entre las manos. «No debes arrepentirte de nada», dice. «Has hecho lo correcto».
El sol está ahora justo encima de sus cabezas y Uve empieza a sentir sobre la nuca una leve punzada de calor. Pondera el intervalo arenoso que le separa de los amantes y se pregunta si no habrían encontrado un lugar más prudente en el que instalarse. Debería existir una ley que reglara el derecho al perímetro vacío, piensa Uve, una ley necesaria, en cualquier caso. Piensa en cosas distantes —y personas— y le asalta de pronto una duda esencial: ¿ha hecho lo correcto al separarse de su mujer? Por una vez en la vida, le gustaría estar seguro de que ha tomado la decisión adecuada, aunque ya no hay manera de saberlo. Así pues, sigue prestando oído a la conversación de sus vecinos y no tarda en advertir en sus palabras la mención a una tercera persona, alguien que cree a la chica con una buena amiga y no, de ningún modo, un mal amigo. Luego el hercúleo joven alude a un episodio en el que no cuesta intuir la decepción y el reproche. La chica se disculpa, desolada. Le toma tiernamente de la mano. Dice: «Sabes que entonces no me era posible»; dice: «Me hubiera descubierto». «Lo sé», responde el joven, besándola en los labios.
Uve regresa al libro con renovado ímpetu. Vuelve a leer «Coalinga…» una vez más, tratando de ampliar su significado. Ahora cree advertir ciertos detalles que antes pasó por alto. Por ejemplo, que el protagonista de la historia parece llevar siglos repitiendo la misma operación. Durante años, piensa Uve, ha estado abandonando a sus mujeres sin el menor reparo, en pos de sus amantes. Pero esta vez parece ser la última, de manera que el final del relato refleja de algún modo el final de su historia, y en razón de este vago desenlace Uve se permite clasificarlo como un relato sutilmente apocalíptico. Vuelve a oír a los jóvenes. Hablan, o eso cree Uve, de ir a dar un paseo por la orilla. Al poco, se incorporan. Pero no han dado aún un solo paso cuando el joven se vuelve hacia sus cosas con gesto suspicaz. La chica mira a Uve (Uve se inquieta). Luego, susurra algo en dirección al joven.
Entretanto, Uve permanece con la cabeza gacha, fingiéndose abstraído en la lectura. Cuando por fin levanta la mirada, el sol lo deja ciego. Ve formas imprecisas. Ve palabras. Poco a poco, distingue con los ojos entornados la vigorosa figura del boxeador recortada sobre la línea del horizonte. El joven lo interpela con afabilidad, pero Uve no contesta. «Perdone», insiste el joven, a modo de saludo. Uve enarca las cejas con aire de extrañeza. «Verá», pasa a explicarle el boxeador, «queríamos ir a dar un paseo, pero no nos agrada dejar las cosas solas. Si fuera tan amable de echarles un vistazo, se lo agradeceríamos». Uve lo considera. «No tardaremos mucho», dice la chica metros más atrás, pero Uve aún tarda un poco en contestar. «No os preocupéis», acepta finalmente. «Les echaré un vistazo desde aquí».
Esta última frase le suena un tanto inocua y no tarda en arrepentirse de ella, pero los jóvenes no parecen haber advertido nada fuera de lo normal y se encaminan impetuosamente hacia la orilla. Uve los observa alejarse hasta que sus figuras se disuelven en la lejanía. Se deleita en la imagen de la chica: su pelo, su cintura, el pliegue sinuoso de sus nalgas. No se la merece. En la distancia, la pareja se le antoja cada vez más extraña. Le sorprende que ninguno de ambos haya vuelto la vista atrás. ¿Significa eso que confían enteramente en su palabra, la palabra de un hombre al que acaban de conocer? Es cierto que Uve trata de mantenerse aseado, y que su aspecto es el de un hombre íntegro y sin fisuras. Pero ¿supone eso alguna garantía? Su ingenuidad, piensa Uve, supera con creces la media aconsejable, hasta tal punto que, si les robaran, se lo tendrían en parte merecido. Además, está el asunto de esa tercera persona a la que burlan, y con la que Uve no puede evitar identificarse. Ignora si se trata de un hombre o una mujer, pero lo cierto es que esa persona existe y podría, por qué no, haberlos seguido hasta esta playa sólo para truncar sus vacaciones. Uve fabula durante un rato con esta posibilidad. Luego, regresa al libro y se dispone a leer el relato por última vez. En esta ocasión, advierte la verdadera perfección de la historia. Concentra su atención en el título, «Coalinga a medio camino». A medio camino de qué, se pregunta. Tal vez del Paraíso. Lo cierto, piensa Uve, es que nada se encuentra a medio camino de nada, y ninguna jodida relación afectiva se mantiene jamás en equilibrio. Se lamenta de no haber emprendido hasta ahora una lectura adecuadamente nihilista, y culpa de este hecho a la inoportuna intromisión de los jóvenes.
En ese mismo lapso, la marea ha crecido de manera ostensible y ahora cubre la orilla como una manta líquida. A Uve le asombra el modo inadvertido en que la lectura le hace perder la noción del tiempo. Cuando consulta su reloj, repara en que ha pasado algo más de una hora inmerso en un mundo de ficción, ajeno al entorno en que se encuentra y a su textura real, al oleaje marino, a la benévola luz del sol, al gorjeo de las gaviotas que picotean restos de pan abotagado sobre la arena. Poco después los jóvenes regresan. Cogidos de la mano. Sonriendo. Sus cuerpos están húmedos y brillan como frutos maduros bajo el cielo estival. Uve puede adivinar los pezones de ella endurecidos bajo la fina trama de su biquini. No se la merece. Cuando pasan frente a él, el boxeador le hace una floritura con la mano en señal de agradecimiento. «Ya estamos de regreso», anuncia de manera un tanto obvia. «Ha sido muy amable, muchas gracias.» Uve se incomoda. «No hay por qué darlas», dice con modestia, y entonces se percata de que apenas si ha vuelto la vista hacia sus cosas. Una vez más, los jóvenes se besan. Ella se agacha, coge una toalla y enjuga el cuerpo de su compañero. Él seca su cabeza. «Espera», dice ella. «Voy a coger el peine». La chica se acuclilla y abre la cremallera de su bolso. De pronto, se violenta. Su ojos se dilatan. Mira a su acompañante con expresión de alarma. «¡Nos han robado!», dice. «¡Las llaves, el dinero!». El boxeador se hinca de rodillas y escruta el bolso con indignación. Intenta decir algo, pero, en lugar de eso, se pone en pie de un brinco y, enardecidamente, echa a correr en dirección a Uve. Uve lo ve acercarse y cierra el libro. Se pone en pie. Recula. En un traspié, tropieza y cae de bruces sobre la arena seca. Trata de huir a gatas, pero, antes de que pueda incorporarse, el boxeador se arroja sobre él, lo increpa y carga un puño crispado por la ira. «¡Espera!», dice Uve, «¡espera, te equivocas!». «Así que me equivoco», remeda el boxeador. «¡Nos han robado y sé que has sido tú!», le acusa, «¿quién si no?» Uve se turba y mira alrededor. Sólo la chica, inmóvil, les observa. Corre una brisa atlántica que agita sus cabellos. Uve sonríe. No se la merece. Reconfortado, otea el horizonte y aprieta amargamente la mandíbula, mientras el mar anega la orilla de algas muertas. ■ ■