Ángel Petisme
Cinta trasportadora
Hiperión, Madrid, 2009
Cinta transportadora es un curioso libro de viajes. Casi en cada poema se mezclan retazos de biografía sentimental junto a ligeras reflexiones y tópicos de postal turística. La visión, con todo (incluyendo los tópicos, muchos), resulta personal y el interés rara vez decae. No justifica el conjunto el fácil victimismo lírico de versos iniciales: como «Mi corazón es un fósil astral. / Una maleta no reclamada / que gira en la cinta transportadora». Sí parece oportuna, leída la totalidad de los poemas, una de las citas preliminares: «Sin obscenidad, la ciudades son lugares monótonos y la vida es sombría». El deseo, como también apunta Nobuyoshi Araki, está en la dinámica del viaje; constituye además, en sí mismo, un viaje que puede ser inmóvil. Nada, pues, de corazones fosilizados ante los cuales se congelaría cualquier pulsión de aventura. Y en cuanto a ese desolador vagabundeo de perros sin dueño, o de maletas sin viajero, los destinos que elige literariamente Petisme parecen, casi todos, ávidos de reconocerse en el extraño, de integrarlo a un repertorio de delicias, y a veces de horrores.
Se da también la circunstancia de que cuanto más lejano es, cultural y geográficamente, el lugar elegido, más visible resulta el alubión de sensaciones. Así en el poema «Praga» donde, salvo una evanescente historia afectiva que no cuaja en la imaginación del lector, todo son lugares comunes, previsibles ritos turísticos: el puente de Carlos, los guiños kafkianos, el Callejón del Oro, las orillas del Moldava, las cúpulas de la ciudad dorada… En «Bagdad» una sola imagen («Flota el aceite sobre el rocío lúgubre de la aurora») vale más que las cien palabras bonitas del viajero aplicado que cumple sus deberes. La imagen, por cierto, guarda un cierto parentesco con otras del Lorca de Poeta en Nueva York, lo que me recuerda esa veta surrealista, no muy frecuente aquí, de Petisme.
Aunque se nota la frecuente concesión a la buena conciencia ciudadana, no deja de tener belleza la enumeración (el púrpura de las buganvillas, la sonrisa infinita de los niños, las jirafas a contraluz bajo la luna) de «Kenia», como la de otros muchos textos. Más desprovisto de moralina periodística, más literario por tanto, me parecerá «Atenas»: el calor es sofocante, los perros sueñan bajo los cipreses, se dispara el mercurio, la cerveza Mithos sabe a ambrosía de los dioses, una iglesia ortodoxa resulta encantadora, el cuerpo no acata las sacralizaciones de la historia, la plaza Omonia se configura como un tejido sucio, impuro, de deseos sin tiempo… El poema, en fin, está vivo sin parecerse demasiado a las postales. En cuanto a la condición de extranjero, la lejanía no acrecienta la sensación de extrañeza. Extraño es, con frecuencia, lo que nos rodea, la monotonía que teje hilos de invisibilidad sobre las cosas: «Nunca me sentí extranjero en Iraq, en Palestina, en Argelia, en Siria, en Jordania. En cambio sí en Nueva York. Y a veces, donde más, en mi tierra». Los prejuicios siempre alzan un muro entre nuestra mirada y la realidad.
Hubiese sido interesante conocer el impacto sensorial de una gran metáfora occidental (una metrópoli) en la escritura de Petisme, porque el influjo de ciudades más o menos exóticas, o tercermundistas, ya lo conocemos. Lo hemos leído en Juan Goytisolo, por ejemplo: la plaza de Djemaa el Fna con sus vendedores de zumo, los cuentacuentos, sacamuelas, encantadores de cobras, mujeres que pintan con henna… «Marroukech significa: vete deprisa. Pero uno se quedaría siglos, un té con menta tras otro, sentado en la terraza del café…». Ya lo hicieron en el siglo pasado (viajeros americanos precisamente) Bowles y otros.
«Los besos en Zaragoza —dice Petisme— saben a plazo fijo, a hipoteca de Ibercaja y chantaje al futuro». Pero Zaragoza, seguimos leyendo, es también una educación sentimental: «Zaragoza sabe a besos de cine en el Elíseos/ y al ambientador de canela y vainilla / de los váteres de La luna y el Bacharach». El corazón de Petisme se pierde con frecuencia por los arrabales, las periferias, las callejuelas oscuras. Tiene vocación de bolero: «El corazón es extranjero, / todo lo perdió en Valparaíso. / En los antros y tabernas del puerto / viejos lobos de mar bailan / con muchachas de miel criolla, / rubios grumetes del Báltico / flamean con vodka su desarraigo». El deseo, como antaño, viene en un barco de nombre impronunciable y con el halo mágico de lo que estuvo lejos. Mozart, Strauss, Freud, Stefan Zweig, Wittgenstein, Pessoa… también habitan entre líneas, ya que no entre versos, del libro de Ángel Petisme. Nadie vaya a pensar que el poeta queda confinado entre el óxido y el salitre y la melaza de las tabernas portuarias. «Moleskine», último poema del libro, es algo así como el desván donde han ido a parar todos sus fantasmas ilustres. Se les reconoce enseguida, innominados, por un signo inequívoco, por su gesto más emblemático. Petisme (está claro) no es sólo un lector de caminos.
Eugenio García Fernández