Mitologías de invierno.
El emperador de Occidente.
Pierre Michon.
Ediciones Alfabia.
166 páginas.
Barcelona, 2009.
Como ya hizo Anagrama en Cuerpos del rey, el último de los libros que ha publicado hasta el momento de Pierre Michon, la joven y pujante editorial Alfabia ha reunido dos títulos en un volumen del autor francés: Mitologías de invierno, que se publicó en Francia en 1997, y El emperador de Occidente, una nouvelle de 1989. El motivo, en ambos casos, no es otro que la brevedad de cada uno de los originales por separado. El resultado, también en ambos casos, los hace doblemente apetecible.
La narrativa francesa vive un momento de esplendor. En realidad, nunca ha dejado de ser así. Especialmente me interesan tres autores contemporáneos: Patrick Modiano, Pascal Quignard y Pierre Michon. Los tres, autores respetados y considerados de culto; los tres en torno a los setenta años y también los tres, en plenitud creativa. Los dos primeros recientemente redescubiertos en España. Es curioso el caso de Modiano, cuyas últimas reseñas críticas, en lugar de alegrarse por este éxito, parece que desconfían de los nuevos adeptos y, en lugar de reseñar el libro, evocan melancólicos, sus primeros contactos con el autor, cuando eran sólo unos pocos los elegidos.
El caso de Michon es diferente. Michon es el autor del silencio, a veces del frío silencio. Él mismo se ha llamado “el autor que no escribe”. Y hasta los treinta y nueve años no publica su primer libro, el impresionante Vidas minúsculas, que no se tradujo a nuestro idioma hasta 2002, dieciocho años después. En Francia fue un éxito inmediato que colocó a su autor, en palabras de Rafael Conte, como “el gran patrón clandestino de las letras francesas”. A partir de ahí, una docena de títulos que van haciendo de él, cada vez, menos clandestino.
Comienza el libro que reseñamos con la colección de relatos Mitologías de invierno. Siempre se ha dicho que sus principales influencias han sido escritores sobre los que él mismo ha escrito: Flaubert, Beckett, Rimbaud y Faulkner. En este libro hay otra influencia mucho más evidente y que él, incluso, reconoce como única. Si leemos en el prefacio: “Lo que importa es que con el mundo se hagan países y lenguas; con el caos, sentido; con las praderas, campos de batalla; con nuestros actos, leyendas y esa forma sofisticada de la leyenda que es la historia…” reconocemos lo mucho que deben estos líneas a Borges. Borges, junto a Kafka y a Pessoa, son el siglo XX, con todo lo bueno y todo lo malo. Si cambiamos los paisajes que rezuman las historias de Borges, por la Irlanda de los tres primeros relatos o por el Macizo Central francés de los otros nueve, el resultado son estos prodigios de concisión y de belleza. Y aquí, como en Borges, la belleza nos salva: “Que las cosas del verano, el amor, la fe y el ardor se hielen para terminar en el invierno impecable de los libros. Y que sin embargo en este hielo un poco de vida permanezca congelada, fresca, garante de nuestra existencia y nuestra libertad”. La belleza nunca es gratuita en Michon. La belleza, la literatura, es la salvación: nos da vida y nos hace libres.
Los relatos que ocurren en Irlanda tienen en común el paisaje y, en los dos primeros, la pasión por el saber. La bella Brigid quiere ver a Dios y está dispuesta a todo por conseguirlo. El fiero Columbkill —su maza y su espada son el azote de sus enemigos—, recorre las bibliotecas de monasterios y abadías en busca del placer de un libro nuevo, o de un manuscrito diferente, que añada o quite una frase, una palabra o una coma, que sea capaz de hacerlo todo distinto. Los relatos que ocurren en el centro de Francia podrían ser una novela, como lo puede ser Vidas minúsculas. En ellos el tema es la mentira en la literatura, y cómo nuestra habilidad a la hora de construir las ficciones nos salva en mayor o menor medida. Un abad, para evitar que sigan robando en su monasterio, pide a un monje “que lee y maneja a la perfección la lengua noble, que fundamente la legitimidad del monasterio…” Para ello inventan la “Vida de Santa Enimia”, antigua abadesa que ni era santa precisamente, ni había pisado la zona. El artificio de estos monjes le sirve a Michon para fundamentar una teoría de la literatura que se hace en la Edad Media en casi toda Europa. En realidad Michon piensa que no es sólo en esta, sino en todas las épocas. Esta idea es muy borgiana. Borges también amaba el juego y el artificio. A veces se usa la mentira para llegar a una verdad. A veces simplemente para llegar a la belleza “garante de nuestra existencia y nuestra libertad.”
El segundo libro que incluye este volumen, El emperador de Occidente, se vuelve sobre el tema de la mentira. En la fantástica entrevista que le hace José Manuel Fajardo nos lo revela el propio Michon: “La historia la encontré en el libro de Gibbon sobre el Imperio Romano. Eran sólo diez líneas sobre el personaje de Prisco Atalo, pero no busqué más, no investigué nada”. Con esos mimbres se urde la trama: un joven Flavio Aecio conoce a Prisco Atalo en su vejez. Hablan. Atalo cuenta su vida. Fue músico e iba de ciudad en ciudad hasta que el azar lo lleva a la corte de Alarico y se convierte en su músico principal. Se establece una relación de mutua admiración. Alarico es el guerrero incansable. Atalo, el mágico tañedor de la lira. Cuando tienen que nombrar a un emperador del Imperio de Occidente, Alarico nombra a su músico. Lo destituye y lo repone varias veces. Esta es la trama. Pero en las mejores obras la trama no es demasiado importante. Mucho más lo son las reflexiones tan hermosas o las palabras que utilizan: “Aquí comenzó… a pesar de que yo mintiera fingiendo tomarlo por otra persona,… y que él mintiera aceptando ser esa otra persona… lo que debo llamar después de todo nuestra amistad.” De nuevo la mentira admitida, el fingimiento, el artificio. Para ellos la palabra tiene un valor demiúrgico: “Hablamos por supuesto de navegación…, de navegación y de poesía griega: porque no se puede hablar de una sin la otra, hasta tal punto que no se sabe cuál es el texto de la otra, ni si primero se arrojaron frágiles armazones alquitranadas o metros de perfecta sintaxis al puro azar del mar y las lenguas.” Y como no podía ser de otra manera: “Pensaba por su parte que el poema precede al navío.”
Yo también podría preguntármelo. Aunque hace varios siglos que los avances científicos y técnicos nos conducen por otros caminos, por otros mares. ¡Pero qué le vamos a hacer! La literatura no sólo es “garante de nuestra existencia y nuestra libertad”, también nos ayuda a conocernos algo más. Si yo pudiera o supiera, haría mía la descripción que hace Flavio Aecio de Prisco Atalo: “Quería disfrutar de las cosas, sin duda; era miope. O quizás miraba tan sólo el mar, la extensión que no se abarca, la viejísima metáfora insensata”.