Pablo Suero
El 29 de septiembre de 1933 Federico García Lorca embarca con destino a Buenos Aires en el trasatlántico Conte Grande. En Montevideo, un día antes del final de la travesía, que tuvo lugar el 13 de octubre, suben a bordo varios periodistas, entre ellos Pablo Suero, quien pocos días después publica en Noticias gráficas una admirativa entrevista con el poeta; le sigue otra en la que Lorca habla sobre todo de La Barraca. Se reprodujeron ambas, junto con diversos añadidos ensayísticos, en el libro Figuras contemporáneas, publicado en 1943, el mismo año en que fallece su autor. Pablo Suero —periodista, poeta, dramaturgo, autor de la letra de famosos tangos— había nacido en Gijón en 1898. En los meses previos a la guerra civil vino a España como corresponsal y el resultado fue un libro apasionadamente memorable, España levanta el puño (1937), recientemente reeditado.
Ancho de hombros, con una hermosa frente y una mirada color ciruela, García Lorca da sensación de vigor y de energía. Juega y ríe. Pero de pronto dice cosas trascendentales en un lenguaje lleno de fuerza y de expresión, poniendo pasión y fervor en lo que dice, para rematar al cabo con algo que lo hace reír a él primero que a nadie, con una risa un poco ronca. Su acento andaluz escamotea sílabas. Habla con vehemencia y rapidez. Desplaza cordialidad y humanidad, sobre todo.
Ha venido con su íntimo amigo Manuel Fontanals, uno de los más grandes escenógrafos de esta hora. Un muchacho rubio que habla en voz baja y que parece escapado de un colegio inglés, enormemente simpático también.
García Lorca mezcla en su charla los temas con una amenidad sorprendente y pasa de uno a otro con maravillosa facilidad.
—Hemos venido trabajando todo el viaje. El barco venía cargado de momias. No hemos hablado con nadie. Leíamos y trabajábamos. Aparte de eso nos divertíamos mucho y reíamos más. Todo el mundo venía aburrido aquí. Yo creo que nos tenían envidia. Al llegar a Río unas señoritas no pudieron más. Se acercaron a nosotros y nos preguntaron a bocajarro: “¿Pero quiénes son ustedes?”. ¿Sabe usted lo que pensaba en Montevideo mientras los fotógrafos nos enfocaban y los periodistas me hacían preguntas? Pues en Barradas, el gran pintor uruguayo a quien uruguayos y españoles hemos dejado morir de hambre. Me dio una gran tristeza el contraste. Lo he de decir en una conferencia en Montevideo. Me lo impuse. Todo eso que me daban a mí se lo negaban a él.
En todo el transcurso de las prolongadas charlas de un día a bordo, observo que en García Lorca hay siempre en igual potencia esta facultad de alegría y de gravedad —no la gravedad asnal de los embajadores momificados— que despunta en este comienzo.
García Lorca publica poco y trabaja mucho. Hablamos de eso.
—No me gusta publicar. Tengo terminados cinco libros de versos. Uno se titula Poeta en Nueva York. Lo leeré con comentarios en una de las conferencias de Los Amigos del Arte. Además tengo un libro de Odas, muy pesado —afirma riendo—, y un libro más que se titula Porque te quiero a ti solamente (tanda de valses). En este libro hablo de muchas cosas que me gustan y que la gente ha excluido de la moda. Aborrezco la moda. Mis amigos me dicen a veces: “Federico, tú no puedes decir eso. Piensa en tu situación”. ¡Ah, pues yo lo digo! ¿Por qué no voy a decir yo que me gusta Zorrilla, que me gusta Chopin, que me gustan los valses? Este libro está escrito en tiempo de vals. Así, dulce, amable, vaporoso… No me gusta publicar. Sí, tengo cinco libros sin publicar. Cuando pienso en eso veo que es muy malo lo que he hecho. En Méjico acaban de editar mi Oda a Walt Whitman en una edición primorosa. Alfonso Reyes, el gran embajador de Méjico en Madrid, me lo mostró ahora en Río y de lejos. Han hecho una tirada limitada. ¡Qué hombre encantador es Alfonso Reyes! Nos leyó cosas de sus Romances del Río de Enero. ¡Hermosísimo! Tiene ese hombre una elegancia de espíritu que solo se consigue a cierta edad. Como la de Antonio Machado, por ejemplo. Pronto verán ustedes un libro mío. Se lo regalé a un amigo que se casa. Un amigo poeta. Fue mi regalo de bodas. Para que él lo publique.
—¿Qué fue usted a hacer a Nueva York?
—Fui a estudiar. Estuve un año en la Universidad de Columbia. Nueva York es algo tremendo. Desagradable. Tuve la suerte de asistir al formidable espectáculo del último crac. Fue algo muy doloroso, pero una gran experiencia. Me habló un amigo y fuimos a ver la gran ciudad en pleno pavor. Vi ese día seis suicidios. Íbamos por la calle y, de pronto, un hombre que se tiraba del edificio inmenso del Hotel Astor y quedaba aplastado en el asfalto. Era la locura. Un río de oro que se desborda en el mar. Los botones trabajaban ese día de tal modo que encontraba uno por los rincones a los pobres chicos echados en el suelo, rendidos. Fue algo inolvidable. Una visión de la vida moderna, del drama de oro, que estremecía. De Nueva York me fui a La Habana. ¡Qué maravilloso! Cuando me encontré frente al Morro sentí una gran emoción y una alegría tan grande que tiré los guantes y la gabardina al suelo. Es muy andaluz esto de tirar algo o romper alguna cosa, una botella, un vaso, cuando a uno le alegra algo.
Nos habla después de la improvisación de su viaje. Se ríe recordando que una de las preguntas del pasaporte que había que contestar decía: “¿Ha ejercido usted la mendicidad?”.
—Y yo tenía ganas de contestar que sí. Y era verdad. Yo he ejercido la mendicidad en Toledo con un amigo mío, un gran pintor expresionista, Daniel Gali. Nos fuimos a Toledo y nos gustó tanto que se nos acabó el dinero y tuvimos que pedir a nuestros amigos para volver. Nos mandaron el dinero desde Madrid, pero Toledo nos gustaba tanto que seguimos unos días más y descompletamos la suma. Íbamos en alpargatas y con unos bastones de buhoneros. Y pedíamos así: “Una limosnita para completar los billetes de viaje. No nos falta más que una y cincuenta para los billetes, señor”. Sí, eso de los pasaportes es muy gracioso. Tagore no quiso entrar en Estados Unidos cuando le preguntó un funcionario: “¿Piensa usted matar al presidente?”.
La risa de García Lorca brinca por todo el barco. Los ancianos y graves viajeros vuelven sus caras asombrados.
García Lorca es sencillo. Habla de su obra como si fuera un espectador de ella. No le da importancia a nada de lo que ha hecho. No se trata de la hipócrita modestia convencional. Si le habláis de Bodas de sangre habla con entusiasmo de dos obras que no ha podido representar y que son, según él, el teatro que quiere hacer. Estas obras se titulan Así que pasen cinco años y El público. Los temas de sus conferencias son “Cómo canta una ciudad de noviembre a noviembre”. Con ilustraciones musicales, tocando él mismo el piano.
—Porque yo ante todo soy músico —dice muy serio.
—Sí, el violín de Ingres y de Einstein —le digo.
Además de esa conferencia ya anunciada, “Poeta en Nueva York”, “Canto primitivo andaluz”, con ilustraciones de discos, y “Juego y teoría del duende o el alma española en el arte”. Todas son conferencias sobre motivos populares, sobre cosas musicales, sobre folklore. También dará una conferencia sobre La Barraca, que como es sabido dirige con Eduardo Ugarte y que es un teatro que quiere redimir el teatro para el pueblo.
Alguien le ha preguntado a García Lorca: “¿Y Unamuno qué dice?”.
—Pues verá usted, Unamuno no dice nada porque cuando uno le pregunta algo no contesta.
Y a poco de esto, que puede parecer un modo de salir del paso, García Lorca habla con admiración del Don Juan de Unamuno, de El otro, de la enormidad de esa figura tan española y genial del viejo rector de Salamanca, tan española que resume siempre en sus actitudes esa perenne disconformidad del ibero, afirmación del individualismo característico de la raza. Y pasa enhebrada en su verbo evocador y vigoroso la figura de Antonio Machado, que es para él, además de gran poeta, uno de esos hombres puros y buenos que construyen, al par que una obra, una vida.
—Yo no quiero admirar al artista en sí. Eso no tiene importancia. Es el hombre como realización lo que vale. La humanidad del individuo, su capacidad de humanidad.
Estamos ante una puerta y García Lorca, ante un gesto brindándole el paso, dice:
—Pase usted. Por favor. Nada de detenernos aquí hasta que pase cualquiera de los dos. Me hace usted pensar en Falla, que es capaz de quedarse en el vano si no pasan antes que él. ¡Falla! ¡Qué hombre admirable!
—Usted sabe mucho de Falla. Hable de él.
—Falla es un santo. Un místico. Yo no venero a nadie como a Falla. Allá en su carmen de Granada vive trabajando constantemente con una sed de perfeccionamiento que admira y aterra al mismo tiempo. Desdeñoso del dinero y de la gloria. Con el único afán de ser cada día más bueno y de dejar una obra. Otro, con lo que él ha hecho, descansaría. El maestro Falla, no. Como que me regaña a mí porque le parece que trabajo poco: “Ese poema de Andalucía, que lo tiene que hacer usted, que tiene que ser algo hermoso y grande… Trabaje usted, trabaje. Cuando se haya muerto, se arrepentirá de no haber trabajado”. Porque para Falla no cuenta esta vida, sino la otra. Su fe es de tal magnitud, de tan pura calidad, que rechaza el milagro, protesta ante él. Su fe no necesita pruebas para creer. Un día leí la Santa Catalina de Siena, de Johannes Joergesen, y le llevé el libro alborozado, creyendo que le daría un gusto. A los pocos días me dijo: “No me gusta ese libro. Santa Catalina no es una verdadera Santa. Es una intelectual”. Otro día había organizado yo en mi casa un teatro para mis hermanitas. Era una cosa seria el teatro, como que en él se estrenó nada menos que La historia del soldado, de Stravinsky. En el programa estaba incluido Falla, que es un gran pianista y quiso interpretar algo de Albéniz, a quien admira mucho. Tres días antes del estreno de nuestro teatro entro yo en casa de Falla y oigo tocar el piano. Con los nudillos golpeo la puerta. No me oye. Golpeo más fuerte. Al fin entro. El maestro estaba sentado al instrumento ante una partitura de Albéniz. “¿Qué hace usted, maestro?”. “Pues estoy preparándome para el concierto de su teatro”. Así es Falla. Para entretener a unos niños se perfeccionaba, estudiaba. Porque Falla es eso, conciencia y espíritu de perfección. Un día recibió diez mil pesetas. A mí y a otros amigos nos pidió que averiguáramos de gente que necesitase una ayuda de dos o tres mil pesetas. “Busquen ustedes —nos dijo— esa gente que vive en la miseria vergonzante, la más dolorosa de las miserias”. Y ese dinero se repartió así, pero sin que el nombre del maestro figurase para nada. Trabaja constantemente en su obra magna, La Atlántida, que será cantada en catalán y es obra de coros. Falla es un santo, lo veremos en los altares —exclama García Lorca con un rotundo acento andaluz que nos hace sonreír.
No solo no habla nunca de sí mismo García Lorca, sino que elude que se hable de él o de su obra. Y lo hace con una ligereza de muchacho a quien aburren las latas y lo demuestra. No hay posturas en nada suyo. Su carácter es límpido. Su sensibilidad está a flor de piel.
—¿Qué poesía le gusta?
—La de los demás —contesta riendo como un colegial.
Habla de su padre, al pasar: “Mi padre, que es un caballero de Granada. Mi padre es encantador”. Y por ahí, como la conversación se va insensiblemente a la política española, que García Lorca contempla lejos de todo partidismo y dirigido a la fuente vital de la nación, al pueblo español del que habla a cada instante con amor y admiración, refiere una anécdota:
—Era apenas caído el rey. Los campesinos de Granada incendiaron el casino aristocrático. A la voz de alarma, fue toda Granada. Mi padre, mi hermano Paco y yo estábamos entre la multitud. Las llamas se llevaban todo aquello y mi hermano y yo lo mirábamos sin inquietud, casi con alegría, porque envuelto en aquellas llamas se iba algo que detestábamos. Mi padre dijo de pronto: “¡Qué lástima!”. Yo comprendí que detestaba ver destruido aquel sitio que fue su refugio habitual de muchos años. Mi hermano y yo cambiamos una mirada. No sé cuál de los dos dijo: “Me alegro”. Es encantador mi padre.
No sé cómo diablos cae en nuestra conversación la sombra de Castelar con sus enormes bigotazos. Yo le digo que casi no lo he leído, que desconfío de todos los oradores, que leído debe ser frondoso.
—No. Yo también pensaba lo mismo. Lo he leído hace poco y tiene cosas admirables. Es de Cádiz. No podía ser frondoso. Cádiz es el punto neurálgico de Andalucía. Ahí duele todo. Es un pueblo fino, culto, no de cultura de libros ni de máquinas: de cultura de sangre.
Con su simpática volubilidad, me dice a seguido:
—¿Sabes usted que se va a estrenar Bodas de sangre en Nueva York? Una mujer artista y millonaria, Irene Lewinson, que tiene un teatro, el New Playhouse, ha decidido estrenarla. Ese teatro es de una capacidad de 300 plateas. Da dos obras al año y por poco tiempo. Cuando estrena, acuden a él empresarios de todo el mundo. Es uno de los más interesantes laboratorios de experiencia de arte dramático. Ella puso allí Dibuk y La casa de la santa cena. Bodas de sangre ha sido traducida por Wilson, traductor de Góngora, que se encarga del verso, y por Weisberger. La versión será fidelísima, pues yo he reemplazado por otros los vocablos o los giros intraducibles. Irene Lewinson conoce España a fondo y la pondrá maravillosamente. Se ha gastado un dineral en trajes.
Con la misma cerilla alguien va a encender un tercer cigarro, y entonces salta Lorca, asustado: “¡Tres, no!”. Y nos reímos todos de la superstición de gitano. Él ríe más que nosotros.
—Yo estoy siempre alegre porque duermo mucho. Así mis nervios están tranquilos. ¿Sabe usted otra cosa? En arte no hay que quedarse nunca quieto ni satisfecho. Hay que tener el coraje de romperse la cabeza contra las cosas y contra la vida. El cabezazo. Después veremos qué pasa. Ya veremos dónde está el camino. Algo que también es primordial es respetar los propios instintos. El día en que deja uno de luchar contra sus instintos, ese día se ha aprendido a vivir.
—Háblenos de La Barraca.
—Eso es algo muy serio. Ante todo es necesario comprender por qué el teatro está en decadencia. El teatro, para volver a adquirir su fuerza, debe volver al pueblo, del que se ha apartado. El teatro es además cosa de poetas. Sin sentido trágico no hay teatro. Y del teatro de hoy está ausente el sentido trágico. El pueblo sabe mucho de eso. Un día estaba yo en mi casa de Granada y se me acercó de pronto una mujer del pueblo que vende encaje, muy popular allí, y que me conoce desde niño. Se llama la Maximiliana. “Federiquito, ¿qué haces?”. “Pues nada, aquí leyendo. Oye —le digo—. ¿por qué habéis apedreado el otro día a los cómicos de la compañía esa que vino?”. “Pues anda, si estás tú allí, nos ayudas a tirar piedras. Nos dieron una cosa que se llamaba El rayo y que no entendíamos. Y nosotros íbamos a ver dramas. Juan José, algo de eso, vamos. Dramas”. “Claro, dramas. Hicisteis bien en apedrearlos”. Eso de la Maximiliana lo he meditado mucho. El pueblo sabe lo que es el teatro. Ha nacido de él. La clase media y la burguesía han matado el teatro y ni siquiera van a él, después de haberlo pervertido. Fue entonces cuando resolvimos devolver el teatro al pueblo. Fundamos La Barraca Eduardo Ugarte y yo. Eduardo Ugarte es un escritor teatral de mucho talento. Tiene dos obras admirables: La casa de naipes y De la noche a la mañana. Nuestra idea fue viable porque el ministro de Instrucción Pública, Fernando de los Ríos, hizo aprobar una ley. La Barraca es una institución de arte que no puede anquilosarse a pesar de depender económicamente del Estado porque sus factores son los estudiantes. En cuatro camiones llevamos los decorados, el aparato eléctrico, el escenario desmontable y el personal de la compañía, que son treinta personas, de las cuales siete son mujeres, y todos estudiantes. Durante el curso representamos y estudiamos en Madrid. Llegadas las vacaciones nos largamos a recorrer pueblos. Como abrigamos la convicción de que los clásicos no son arqueológicos, representamos obras como los pasos de Lope de Rueda, los entremeses de Cervantes, el auto sacramental de La vida es sueño y Fuenteovejuna, de Lope. Hemos comprobado así que los clásicos son tan actuales y vivos como Arniches. El auto sacramental lleva 80 ensayos. Todo lo hacemos con pasión y con energía. Y todo anónimamente. Nadie figura con su nombre. Ni los directores. Llegamos a los pueblos y representamos de noche. La gente lleva sus sillas. Generalmente se alza el tablado frente a la plaza. ¿Creerá usted que yo he salido a representar una escenificación mía del poema de Antonio Machado “La tierra de Alvargonzález” y que el pueblo lo escucha emocionado y embelesado en todas partes? Nuestros camiones con los anagramas o distintivos de la República nos expusieron a una pedrea en Estella, que es un pueblo carlista. Después de haberlos congregado y haber explicado como acostumbramos el asunto de la obra que íbamos a dar, la vida de quien la escribió y demás cosas, hicimos la obra, que era Fuenteovejuna, de Lope. Y al final nos aclamaron. Lo más sugestivo, lo que habla de una resurrección, son los gritos de “¡Viva España!” que acogen con frecuencia nuestras representaciones. El pueblo español es un pueblo admirable, créalo usted. En Santander representamos ante la Universidad Internacional. La Barraca produjo entre todos los universitarios del mundo allí congregados verdadero asombro.
Decidir a García Lorca a retratarse cuesta su trabajo. Su sencillez detesta todas estas cosas de la notoriedad. Después de posar a insistentes ruegos, comenta conmigo el hecho riéndose. Pero de pronto, serio, me dice:
—¿Sabe usted para qué servirán estas generosidades de ustedes? Pues para que mi madre se alegre al ver Noticias gráficas con mis retratos.
—¿Y le parece a usted poco?
—Ya es bastante, ya.
Y los dos vemos a la madre del poeta abriendo nuestro diario y sonriendo feliz y dichosa ante los retratos de su hijo, de este hijo con que Dios la ha premiado, que tiene tan recio talento y un alma tan sencilla y hermosa.
Acodado en la borda, García Lorca se maravilla ahora ante el inmenso collar de luces de la costa de Buenos Aires. Se maravilla con una unción en la que se mezclan el niño y el hombre. Ha viajado mucho, pero ama las ciudades desconocidas y Buenos Aires se le brindaba desde tan lejos con una sugestión de misterio tal, que la mira alelado.
—¡Qué grande es! —dice admirado.
Al desembarcar un grupo de gente humilde lo abraza. Son paisanos suyos. Entre ellos hay una mujer que llora.
—¡Federico! ¡Federico!
—Esa mujer fue la niñera de Federico allá en Granada. Lo ha visto nacer y hace unos años que está aquí —nos explica Fontanals.
Y es este beso humilde el que acoge al poeta en el puerto de Buenos Aires. ■ ■