Autor: 15 julio 2009

Ana Rodríguez Fischer

Pocos —o ninguno— de quienes lo hayan leído cuestionará que en el holandés Cees Nooteboom (La Haya, 1933) tenemos una impar expresión de la figura del escritor, viajero contemporáneo, tal vez solo igualada en originalidad e intensidad por las de los fallecidos Chatwin y Sebald. En Hotel Nómada (Siruela, 2002) —libro que reúne un conjunto de muy variados relatos de viaje por los confines del Sáhara, la tierra lunar de Malí, La Bolivia amarga o las pirámides del Sol y la Luna en Teotihuacán—, Nooteboom vincula el movimiento —viaje— con los requisitos necesarios para poder escribir, ya que el movimiento es condición de la calma:

Hace mucho tiempo, cuando aún no podía saber lo que sé ahora, opté por el movimiento, y más adelante, cuando ya sabía mucho más, comprendí que este movimiento me permitía encontrar la calma indispensable para escribir, que el movimiento y la calma, en cuanto unión de contrarios, se equilibran mutuamente, que el mundo –con toda su fuerza dramática y su absurda belleza y su asombrosa turbulencia de países, personas e historia– es un viajero él mismo en un universo que viaja sin cesar, un viajero de camino a nuevos viajes…

Ahora bien, es de El desvío a Santiago (Siruela, 1993) del libro que trataré hoy porque en él Nooteboom reúne veinticinco narraciones por tierras de España, de las cuales tres transcurren por Asturias: las tituladas «Quizá la paloma lo sepa», «¿Por qué la gente no va más allá de la costa este?» y «Hay siempre pasado, y no lo hay». Las recién citadas son de 1986, mientras que el resto de las narraciones van fechadas entre 1979 y 1992 y no se agrupan en el libro según una correlación temporal o cronológica, sino espacial. ¿Por qué? Pues porque Nooteboom entiende la vía —el camino— como desvío, «el laberinto eterno hecho por el propio viajero que siempre se deja tentar por un camino lateral, y por el camino lateral de ese camino lateral, por el misterio del nombre desconocido en el cartel indicador de la carretera, por la silueta del castillo en la lejanía hacia el que apenas se dirige un camino, por lo que tal vez podía ver detrás de la próxima colina o cumbre de montaña». El desvío, por consiguiente, como vía. Y el viaje como un desvío de desvíos porque los caminos se escinden como cuerda y los años se le van amontonando a un viajero que cada vez se halla más apartado de su meta, más y más enredado en «una España que cambiaba y en un paisaje que no cambiaba», según escribía al final de su periplo, cuando hacía el balance de un viaje que se le representaba como la suma de todos sus viajes por España y al que no vacilaba en calificar de «un peregrinaje o una meditación, pero con serpenteos, desvíos y cavilaciones» porque «son dos viajes los que hago, uno en mi coche y otro a través del pasado».

De la superposición del viaje en el tiempo sobre el viaje real o físico brotan las Sternstunden u Horas-estrella, concepto que presupone «una gran iluminación desde fuera —de ahí la palabra Stern (estrella)—, un momento sagrado, un choque del recuerdo». Si en los años cincuenta, cuando Nooteboom emprendía sus primeras andanzas (recogidas en El rey de Surinam), el autor entendía el viaje como una fundamental experiencia de aprendizaje —puesto que viajar «es una permanente transacción con los demás porque, al mismo tiempo, uno está solo»—, con el paso de los años y con las vivencias acumuladas, el autor entenderá el viaje como una experiencia de transformación:

… me sucede en todos los viajes largos. El tiempo que estoy fuera de casa se paraliza, se solidifica, se convierte en una especie de cosa masiva y rara que se cierra tras de mí. Entonces estoy fuera, estoy sometido a algo diferente, al viajar, al efímero elemento de no pertenecer a nada, a la recopilación de lo otro. He buscado una palabra para esto y no puedo decirlo de otra manera que no sea ésta: me extiendo. […] Me dilato con aquello que absorbo, veo, recopilo. Esto no es ningún saber superior, más bien es una formación en aluviones, un anudamiento de imágenes, textos, de todo lo que fluye hacia mí desde la calle, la televisión, de conversaciones, de periódicos y se queda prendido junto a mí o dentro de mí.

Es justamente al abandonar Asturias —yendo hacia el sur, hacia León, por las montañas— cuando en Nooteboom aflora la citada meditación. El viajero había llegado al Principado un mes de mayo, y nevaba en los Picos de Europa. «Dientes de dragón, mandíbulas de un dios, piedra con hilachas, muescas, heridas», es lo primero que anota sobre el paisaje que le rodea. Y, al poco, añade: «Suena misterioso, y parece una exageración, pero el que esto escribe está en armonía con su entorno». Irá el viajero divisando, tras los inexpugnables muros que lo rodean, las águilas, los osos y urogallos que habitan esos parajes. Más adelante, remansada la mirada, recordará los puertos que ha venido recorriendo —el de San Glorioso, el Desfiladero de los Reyes— y trazará el siguiente cuadro:

Las montañas mismas parecen animales sin ojos, el suelo es gris, negro, marrón, amarillo, el viento sopla por donde quiere y se lanza excitado contra el coche, el clima quiere gastar estas montañas, un bosque ridículo se engancha crispado a esas piedras grises, figuras fantasmales, hombres que vagan por la niebla, franjas negras contra la pared montañosa…

Los Picos de Europa le parecerán, así, «la decoración granítica de un teatro sin representación, un telón semicircular de piedra gris mordisqueada bajo el cual todo se vuelve absurdo». Y el lector se pregunta de dónde nace esta impresión. El desvío a Santiago es fundamentalmente un viaje en el tiempo, no lo olvidemos. Y, para Nooteboom, «viajar es fugacidad». De ahí que este escritor emprenda algunos de sus viajes por esa España que una y otra vez recorre motivado por el afán o la necesidad de «medir mi propia fugacidad con la aparente permanencia de lo circundante». En los valles y los puertos de Asturias, en el gigantesco escenario de las gestas bélicas que cambiaron la historia de España, de Europa, y con ella la del mundo, la experiencia de la extrañeza sobreviene al constatar la parálisis de un paisaje: «No es el tiempo el que se ha parado en estas regiones, aunque estaría bien pensarlo: son las montañas. Lo que se ha movido es la historia y lo que ha respirado son las estaciones». Por eso, cuando llega a Covadonga, el «suelo santo» le parece «deteriorado por la devoción como un artículo comercial», y enseguida desaparece «de este lugar fantasmal de trapicheo», donde todo —la iglesia, la imagen del héroe— está equivocado.

Y es que este holandés errante había venido observando la presencia en el arte prerrománico asturiano de las formas del Oriente Medio traídas a ese escenario donde no penetró el Islam por cristianos del sur que habían vivido en esa esfera de influencia y que llegaban al norte huyendo de la invasión árabe: arcos de herradura, animales mitológicos de Persia, plantas estilizadas que nunca se habían visto en el frío norte, formas geométricas y obsesivas, y tantas otras repeticiones inversas que el viajero observa talladas en la piedra. La piedra de Santa María del Naranco le parece diáfana: «la luz y el aire pueden atravesarla, y por ello también se transforman, se ven afectados, y este cambio conmueve al visitante, que se encuentra durante un tiempo en otro tipo de luz, en otro aire, se vuelve meditabundo, pero también eufórico, alegre y jubiloso…»

En otras ocasiones, este viajero se ve a sí mismo

… como el loco solitario de una obra de teatro absurda mascullando, moviendo las piezas, buscando lo que falta y al mismo tiempo ahogándote en lo que ya tienes. Eso soy yo. Mi antípoda es el historiador, no el filósofo de la historia, no: el especialista, la abeja tan grande como un hombre que se pasa la vida en los archivos y bibliotecas de monasterios y solo una vez en muchos años sale volando —alegre pero contenida— con una pieza del rompecabezas que faltaba todavía, y con ello solo consigue hacer mayor ese rompecabezas.

Por eso, en Lebeña, desdeñará las sabias páginas de la guía que le acompaña para escuchar al anciano que le ha llevado hasta la iglesia, le abre las puertas y sigue sus pasos por el interior de un edificio que, al poco de penetrar en él, deja de mirar técnicamente porque su naturaleza le dicta ante todo sentir algo: «He dejado el libro a mi lado pero todavía tengo un guía. Él no sabe tanto como el libro, pero durante toda su vida ha sido su iglesia». Escuchándolo, le sobrevienen fantasías románticas, porque no es raro encontrar en las crónicas de Nooteboom momentos en que el viajero tiene «ganas de suprimirse temporalmente» e inventarse otro personaje. Como tampoco es infrecuente verlo barajar y sobreponer los tiempos. Así, cuando desde la galería occidental de Santa María del Naranco se sienta a mirar «la ciudad que yace allí en la lejanía, la ciudad de los reyes astures», no es aquel borroso estrato histórico el que emerge. La «edificación de carne» que se le representa la monarquía astur —engendrada en desconcertantes series de alianzas y casamientos, en el acoplamiento y el enredo de armas, blasones, cuarteles y sables, entre hombres de verdad, mujeres muertas de parto, hermanos repudiados, enemistades hereditarias, traición, nombres que siempre significan tierra…— no emerge en el presente de uno de sus escenarios más emblemáticos, sino más tarde, ya en León. Por el contrario, allí, en Santa María del Naranco, aflora otro estrato histórico mucho más reciente, de solo cincuenta años de edad: cuando el coronel Aranda, rebelde a la República, tuvo que defender con tres mil hombres el Oviedo nacional contra los mineros asturianos que llegaban al asalto desde todos los lados.

Fuego, fuego
entrar a Oviedo
coger a Aranda
y echarlo al agua
cantaban los niños con la cancioncilla de un anuncio publicitario.

En Oviedo, Nooteboom pasa varios días. Los locales donde bebe sidra y come fabada le parecen «agradablemente oscuros». Y la gente, «alegre, una especie independiente, una región propia». Visita la catedral y examina meticulosamente las cruces, estudiando su evolución. La Cruz de los Ángeles «se ha convertido en su propia contradicción, extremadamente simple, de forma griega, los extremos de los brazos ensanchados, madera de cedro aunque cubierta de oro y filigrana, engastada con cabujones y camafeos». La Cruz de la Victoria «hace pensar en las decoraciones carolingias de la cámara del tesoro del Rin, oro, piedras preciosas por encima como gotas de melaza solidificada, representaciones extremadamente pequeñas y exóticas de plantas y animales en pirograbado».

También visita el Museo arqueológico de la ciudad, donde lee «las armas y los nombres, las perlas en las coronas, las anclas en la cruz, las runas sobre las tumbas. No hay nadie y sigo con mis dedos la escritura de las ilegibles palabras, trabajo los motivos celtas, visigóticos y astures como si yo mismo los hubiera tallado en la piedra, acaricio las piedras, los fragmentos pintados sueltos que están arrancados de su contexto por la ira, la guerra o el incendio provocado, umbrales, capiteles, medias columnas de iglesias invisibles y desaparecidas, frases rotas, textos deformes, nombres y divisas rasgados, obra humana, herencia».

Es decir, historia. Y es que también en Asturias la prosa de Nooteboom adquiere el ritmo algo vertiginoso y levemente onírico que tiñe este desvío a Santiago, esta ruta que se le antoja una de las arias de locura de la ópera: «una gigantesca migración de ida y vuelta, un movimiento de millones de peatones, una corriente interminable de peregrinos de todas las tierras de la cristiandad… Un ejército en una Europa donde el pie era la medida… el sueño de todos los románticos, no en ese, sino en tiempos posteriores».

En este libro Nooteboom materializa el suyo propio. Y no es casual que sea en tierras asturianas donde exclame:

¡Qué desatino que la mayoría de la gente no vaya más allá del horno de la costa este española! ■ ■


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