Mario Martín Gijón
Se cumple este año un siglo del nacimiento de José Emilio Herrera Aguilera, más conocido en el mundo de las letras como José Herrera Petere, que nació el 27 de octubre de 1909, hijo de Emilio Herrera Linares, e Irene Aguilera Cappa. Su padre era un ingeniero militar, pionero de la aeronáutica en España y una figura científica de primer orden, cuya trayectoria se vería truncada por el exilio; aunque nacido en Granada, por aquel entonces estaba destinado en el aeródromo de la capital alcarreña, donde había conocido a su esposa. Esta, una joven vivaracha y bromista, fue la responsable del apodo que, con el tiempo, adoptaría su hijo como nombre de pluma, pues, durante la gestación de su primogénito, Irene Aguilera acostumbraba a decir que iba a tener un «Peterete», aludiendo a un niño que vino con el circo en las fiestas patronales de Guadalajara, apodo que se abreviaría luego en «Petere».
El inventor de palabras
Cuando el pequeño Peterete tenía cinco años, su padre fue trasladado a Madrid, un traslado cercano en espacio pero que naturalmente supuso, más aún en su época, pasar a vivir en un mundo completamente distinto. A Herrera Petere le quedaría de su vida en Guadalajara un amor por los campos castellanos y por la vida campesina que se refleja a lo largo de toda su obra. Petere crecería en un entorno cultivado, rodeado por los libros de ciencia de su padre pero también por la colección entera de las novelas de Julio Verne o los relatos de Edgar Allan Poe. Pero su primera vocación literaria, como suele ser común en la adolescencia, encontró en el verso su cauce de expresión. Con 14 años escribió los primeros poemas que se conservan, de temática amorosa, y con la impericia técnica propia de esa edad. En el Colegio de Nuestra Señora del Pilar, donde cursaba sus estudios medios, conoció a otros amigos también apasionados por las letras, como Carlos Rodríguez Spiteri y Rafael Duyos, dos jóvenes de provincias (el uno de Málaga, el otro de la valenciana Requena) cuyas familias, como la de Petere, se habían trasladado a Madrid. Allí conoció también a Luis Felipe Vivanco, a quien uniría una amistad que duró toda su vida, a pesar de los muy distintos caminos que siguieron.
Pero Herrera Petere tuvo que separarse de sus amigos, y aparcar su vocación literaria temporalmente, cuando fue convocado a filas. Durante su servicio militar, para decepción de su padre, gentilhombre del rey y descendiente de una familia de gran tradición militar, Petere mostró muy poco entusiasmo por las armas, llegando a abochornar a su progenitor con ocasión de un desfile frente al rey Alfonso XIII, en el que desfiló con los cordones de las botas desatados. El alcarreño se sentía atraído por la vida bohemia, y nada cómodo frente a las formas aristocráticas de los oficiales con los que se codeaba su padre.
Tras terminar con más pena que gloria sus deberes militares, Petere, quizá convencido por su padre, comenzó estudios de Arquitectura, que sin embargo abandonó al terminar el primer curso, matriculándose al año siguiente en Derecho y Filosofía y Letras. En la entonces Universidad Central de Madrid, Petere conoció a un grupo de estudiantes aficionados a las letras, que publicaban una modesta revistilla titulada Nueva Revista, en cuyo número de enero de 1930 apareció el primer texto publicado del alcarreño, «La cacería», original reelaboración de un cuento del Decamerón de Boccaccio. Pero sin duda, el encuentro más importante para el devenir como escritor de Petere había tenido lugar un poco antes. En el verano de 1929, Petere conoció a Rafael Alberti, con quien coincidió en Cercedilla, localidad de la sierra madrileña, solía veranear la familia Herrera, y donde Alberti vivía un apasionado romance con la pintora Maruja Mallo. Desde el principio, Petere y Alberti se hicieron amigos. El gaditano se sintió asombrado por el amor de Petere a la geografía, ya que «se sabía los nombres de todos los picachos, los pueblos, los puertos, los riachuelos» y el alcarreño escuchó fascinado los largos versículos de Sermones y moradas, recitados por Alberti, antes de que fueran publicados, y que influirían en sus poemas de entonces, la mayoría de ellos inéditos, que intentan recrear en larguísimos versos y un escenario de angustias nocturnas la poética albertiana de entonces. Por otra parte, según recordaría Carmen Soler, futura esposa de Petere, este ayudó a Alberti, que pasaba graves apuros económicos, «robando comida en su casa» para llevársela. La amistad con el gaditano tuvo también sus altibajos, y cuando Alberti, desolado por la muerte de su amigo Fernando Villalón, compuso su célebre «Ese caballo ardiendo por las arboledas perdidas. Elegía a Fernando Villalón», Petere, que sentía una antipatía por el difunto poeta andaluz, compuso una paródica «Elegía a la elegía de Alberti a Fernando Villalón». Pero el enfado duró poco y la amistad entre Alberti y Petere se mantendría, afianzándose cuando ambos decidieran comprometerse con el Partido Comunista.
Fue también gracias a Alberti, que Petere conoció a los artistas de la Escuela de Vallecas, como Benjamín Palencia y el escultor Alberto Sánchez. La pasión de Petere por las tierras castellanas y manchegas coincidía plenamente con el programa estético de Alberto y Palencia, que habían decidido impulsar, frente a las vanguardias urbanas europeas, un arte abierto a la naturaleza, inspirado en los materiales que encontraban en sus paseos por las afueras de Madrid. Petere formaría parte del grupo que acompañaba a Palencia y Alberto por las desoladas llanuras vallecanas. Estos artistas, a pesar de su castellanismo, seguían con atención los juegos surrealistas que se realizaban en París, como muestra la realización del irónico «cadáver exquisito», pintura realizada en grupo, titulado El hambre de París, y en el que participaron Herrera Petere, Benjamín Palencia, el escultor Alberto, Luis Felipe Vivanco y el artista valenciano Josep Renau, futuro maestro del cartel político de vanguardia y que se encontraba de visita en Madrid.
Al mismo tiempo, Petere se vio influido por la lectura de poetas como Pierre Reverdy, André Breton y Tristan Tzara, y llegó a la conclusión de que el surrealismo, y en particular la escritura automática, podía servir para dar una nueva visión de la realidad castellana. Según recordaría años después, con motivo de la muerte de Tzara, «por los montecillos de Toledo, las sierras muertas, en España, nació un cierto afán de inventar palabras allá por los años 1928, 1929». A pesar de que Petere publicó solo una mínima parte de sus composiciones surrealistas, su participación en tertulias literarias, como la del Lyon d’Or, o la de la Cervecería de Correos, darían a conocer su sorprendente escritura, y ya en septiembre de 1930, el crítico catalán Joan Ramón Masoliver, en su artículo «Possibilitats i hipocresia del surrealisme d’Espanya», mencionaba a «l’esplèndid Petere escrivint amb un automatisme absolut». Sin embargo, cuando Petere fue consultado en la célebre encuesta sobre la vanguardia que publicó La Gaceta Literaria, adoptando una pose iconoclasta, contestó lacónica y herméticamente: «La vanguardia es a modo de celeste música que se oye en el techo del salón». El alcarreño huía de etiquetas, y, en una nota inédita de octubre de 1930, declaraba: «Eso de decir que nosotros los poetas que nacemos en 1930 o surrealistas inventamos al escribir lo subconsciente es una tontería. Todos los poetas de siempre han escrito su subconsciente, su poesía, su aventura, su vida, lo que pasa es que era una birria». Pero el mismo empeño en que ponía en huir de calificativos, lo ponía Petere, a la hora de la verdad, en defender los principios del surrealismo, aunque fuera ante el mismísimo César Vallejo, a quien conoció en el Café de la Bolsa, y con quien se enojó ante el desprecio del peruano hacia este movimiento de vanguardia. Petere, para responder a los argumentos de «Autopsia del surrealismo», escribió un exabrupto titulado «Lo que hay que decir de una vez a Vallejo», en donde terminaba mandándole «rumbo al oeste».
Más aprecio sintió Petere hacia la poesía de Neruda, que conoció a través de Alberti, y que le entusiasmó, a pesar de las diferencias con su propia práctica poética. A raíz de la lectura de Residencia en la tierra, Petere escribió una «Poesía en 10 partes dedicada a Replo Neruda Renedo», que tendría ocasión de recitar al chileno pocos años después.
En los conflictivos meses de la agonía de la monarquía de Alfonso XIII, Herrera Petere se mantuvo, en un principio, ligeramente al margen, más interesado por la escritura radicalmente automática, bien reflejada en los «Poemas tontos» que publicó en portada La Gaceta Literaria de Giménez Caballero en marzo de 1931. Esta publicación, sin embargo, tendría un colofón inesperado. A Petere no le gustó el epígrame de «poemas tontos» que Gecé situó al frente de sus poemas, y le envió una carta en la que, visiblemente molesto, rechazaba el adjetivo y, de paso, atacaba a García Lorca, exclamando «¡Cuánto más inteligente es una poesía de estas que no toda una prosa de Federico García Lorca!». Posteriormente, reincidía en el ataque a Lorca: «Querido Ernesto: yo tengo verdadera fe en ti y quiero que sepas quiénes son los bobos y quiénes son los que no tienen ni han tenido jamás talento para la poesía (caso de Federico García Lorca)». Esta sorprendente beligerancia se explica si tenemos en cuenta, como confesaría Petere muchos años después, que por entonces se consideraba «destinado a hacer el verdadero surrealismo español, contra el Poeta en Nueva York de Lorca». Además, a Petere le disgustaba la gente «demasiado incondicional» que se reunía en torno a Lorca en la tertulia de correos. La aversión de Petere hacia el granadino (que le causaría graves remordimientos años después) llegaría a su punto culminante cuando ambos se encontraron casualmente en la calle de Arlabán, y Petere le preguntó «cómo resolvía su problema sexual». Al parecer, Lorca dirigió un calificativo de alto calibre al impertinente joven. Años después se reconciliarían por mediación de Pablo Neruda, aunque su relación nunca fue muy estrecha.
El año 1931, tan crucial para la vida de los españoles, fue un periodo de gran actividad y cambios para José Herrera Petere. En marzo, pocos días después de publicar sus poemas en La Gaceta Literaria, se ponía a la venta en Madrid el primer, y a la postre único número de la revista Extremos a que ha llegado la poesía española, ideada por el tridente compuesto por Herrera Petere, José María Alfaro y Luis Felipe Vivanco. La revista pretendía reflejar el estado de la poesía española, en un momento de crisis por la desaparición de importantes revistas, la irrupción del surrealismo, la politización de muchos autores y la desorientación de otros. En su declaración de propósitos, Petere anunciaba: «Es inconcebible los sueños de disparates que vemos escritos hoy con el nombre de poemas; para que nuestros lectores puedan estar al corriente […] de la actual poesía, copiamos algunas gemas, manifestaciones de esta producción, que en España tiene su principal florecimiento». En la revista, entre otros textos, aparecían el poema «La luna menor» de Petere y un interesante ensayo de Vivanco. Sin embargo, el grupo se disolvería por diferencias estéticas y políticas. El propio Petere, en un ensayo inédito titulado «La verdadera significación de este grupo» comenzaba afirmando: «Es que no existe grupo. Está la verdadera juventud tan vaga y tan dispersa que puede decirse que esta revista está hecha más bien para que los que hicieron las que inmediatamente la anteceden, estudien sus influencias». En este mismo ensayo, daba de sí el siguiente autorretrato paródico: «José Emilio Herrera. Extremado farsante que trata de hacer pasar como una nueva una que ya está hecha y que refugia en medio de morisquetas verbales huecas una completa vaciedad poética barroca […] sin fe se precipita en campos prohibidos que no le llevarán a ninguna parte. Está equivocado».
El «extremado farsante», como es lógico, no se resignó ante la disolución del grupo, y decidió fundar otra revista donde exponer sus «morisquetas verbales», para lo cual encontró la complicidad de Juan Manuel Díaz-Caneja. La revista, ideada por los dos amigos en el café Chiki-Kutz, situado en el Paseo de Recoletos, apareció en abril de 1931, y llevó el polémico título de En España ya todo está preparado para que se enamoren los sacerdotes. En la contraportada aparecía un subtítulo que completaba con el comentario: «Si, en España ya todo está preparado para eso, hace falta una revolución». Hay que tener en cuenta que, pocos días antes, Petere y Díaz-Caneja habían ingresado en las Juventudes Comunistas. Sin embargo, la revista aparecía prácticamente apolítica salvo en un comentario inicial titulado «Cambio de régimen» en el que se anunciaba que «el partido comunista español, durante cinco años, será fuertemente perseguido». Curiosamente acertaron Petere y Díaz-Caneja, pues el PCE no saldría definitivamente del ostracismo hasta su integración en el Frente Popular.
La revista incluía un poema de Herrera titulado de «Gracias», en el que se lleva a cabo la desmembración del lenguaje común a muchos de sus poemas de esta época: «Fuerte es la calma de goda, / señal de tren empezada / fuerte es la jer de goda / señal Fuenpoderosa de fría madrugada o que se desata o de basto señor caliente que se besa de retama. Señal de tren que me mata, frío, sañudo saurio, blanco y negro español, revuelto y cafre, que bebe contra señal que avanza». Aparte de versos tan deliberadamente complicados como éstos, la revista contenía varios ensayos pretendidamente científicos, que en realidad eran rebuscadas bromas de Caneja y Petere. Como dice Rafael Osuna al abordar esta curiosa revista, «sus irónicos redactores esconden su humor tras un rostro sin rictus». Así, el alcarreño daba rienda suelta a sus disgustos universitarios en «Muera el Derecho Civil», incluía absurdamente el horario de los trenes desde Empalme de Morón a Morón o disertaba sobre geografía en «El mito de la cordillera ibérica. Notas de la provincia de Albacete». La acogida de la revista, como era previsible, se vio condicionada por su polémico título. Según recordaría Díaz-Caneja: «Tuvo una acogida fatal […]. Por ejemplo, le enviamos un ejemplar a Marichalar, y en presencia del vendedor su madre rompió la revista. Yo no acababa de explicarme muy bien estas violentas reacciones porque lo cierto es que a los curas sólo aludíamos en el título y la revista era una traca, una especie de delirio surrealista». Pero la elección del título, una broma inocente al lado de algunas escenas de Buñuel, resultó contraproducente a partir de la quema de conventos en Madrid, que hirió la sensibilidad de una parte importante de la opinión pública.
Sorprendentemente, las travesuras surrealistas de Petere llamaron la atención de un poeta tan exquisito y poco amigo de extravagancias como Juan Ramón Jiménez. Herrera Petere y Díaz-Caneja decidieron una noche, tras trasegar varias cañas de cerveza, dirigirse a la casa del andaluz universal para obsequiarle con la revista. Según Guerrero Ruiz, a Juan Ramón, esta le divirtió mucho y dijo «que estas cosas de Herrera tienen indudable interés, por su talento y originalidad». Otro día fue el propio moguereño quien invitó a Herrera Petere y Luis Felipe Vivanco, para hacerles una proposición que les dejó atónitos: Se trataría de la publicación de una revista que, con el título de Estado Poético o Belleza Contraria, dirigiría el propio Juan Ramón con su amigo Juan Guerrero Ruiz, y en la cual habrían de publicar Petere, Vivanco, y otros jóvenes poetas que ellos invitaran. Ambos aceptaron en principio y Juan Ramón quedó a la espera del envío de sus originales. Lo que recibiría, sin embargo, sería una carta de Herrera Petere haciéndose pasar por Pedro Salinas, como atestiguó Guerrero Ruiz: «Ayer recibió una tarjeta escrita como si fuera de Salinas, pero que él considera es una broma de Emilio [sic] Herrera, que no sabe además que Salinas no le escribía diciéndole «Querido Juan»». Y es que el joven Petere no estaba dispuesto a ponerse al servicio de la «poesía pura», y prefería continuar en su papel iconoclasta, que llevó al límite cuando, para atacar el apoliticismo de Salinas y su poesía, tan distinta de la preferida por Petere, según cuenta Fernando Benítez, se paseó por Madrid con unos pantalones en los que podía leerse «Muera Pedro Salinas». La virulencia de esta acción, que por otra parte resultaba congruente con el propósito de los surrealistas de borrar los límites entre el arte y la vida, no tendría mayores consecuencias y, de hecho, Petere y Salinas se tratarían con la mayor cordialidad cuando se encontraran años después en el exilio.
Como vamos viendo, Herrera Petere fue un joven apasionado que se volcaba por entero cuando se embarcaba en causas que creía justas. Si su fe en el surrealismo fue, por un tiempo, absoluta, la abandonaría completamente al ingresar en las Juventudes Comunistas, al darse cuenta de que sus «morisquetas verbales» no resultarían efectivas ante el nuevo público obrero al que pretendía llegar. Testimonio de su compromiso y el cambio estético que le acompañó es su libro inédito Los hombres comunistas, que utilizaría en parte para su colección de cuentos La parturienta (1936). Encontramos en esta obra declaraciones que muestran cómo, a raíz de entrar en política, vio necesario abandonar el surrealismo. Así, en «Manifiesto a los obreros» declara paladinamente «no soy surrealista ni quiero parecerlo». Más interesante resulta, sin embargo, el prólogo que Petere escribiera para un libro de cuentos que finalmente no vio la luz ante la llegada de la guerra, y en la que el alcarreño expone, a manera de autocrítica, los motivos de su cambio de estética:
No siento el verso. Considero que puede llegar a ser una enfermedad de la poesía, de hecho ya ha llegado a serlo muchas veces. En cambio siento el lenguaje hasta lo infinito. El lenguaje, la frase, la palabra y hasta la sílaba y el acento. Esto me hizo sentir a veces —como a otros poetas, entre ellos a Vallejo—, la necesidad de inventar palabras. Sin embargo, he procurado reducir esto al mínimo. Lo extrañamente grotesco, me sirve a menudo de motivo de inspiración. Las frases y las palabras son para mí seres vivos por su misma existencia independientemente de su significación.
El compromiso, por supuesto, exige muchas renuncias, y no es la menor para un poeta la de reducir la natural ambición de crear un lenguaje propio. Sin embargo, la fantasía y el gusto por «lo grotesco» perdurarán en la amplísima obra posterior de Petere, cuyas principales etapas resumiré a continuación.
El miliciano Petere
Herrera Petere se vio en un dilema cuando se dio cuenta de que, a causa de su compromiso comunista, no era visto con buenos ojos por la familia de su novia, Carmen Soler Llopis, una chica de familia acomodada y muy conservadora. Por ello, Petere redujo su actividad militante y, al tiempo que empezó a trabajar en la Bolsa de Madrid y prepararse unas oposiciones, colaboró sólo ocasionalmente en revistas como Octubre, dirigida por Alberti, Nueva Cultura, impulsada por Renau, o Tensor, de Ramón J. Sender, escribiendo de manera anónima o con seudónimos, como «Peter Stavanger» (sugerido por Alberti, que le decía que tenía aspecto de noruego) o «José Herradón».
Sin embargo, cuando el 18 de julio se produjo la sublevación militar, Petere no dudó un momento en ponerse del lado de la legalidad republicana, alistándose inmediatamente como miliciano en el Quinto Regimiento de Milicias Populares. Según su esposa, Carmen Soler, no llegó a empuñar un fusil durante toda la contienda, pues fue destinado a la Comisión de Trabajo Social, donde su principal cometido era la dirección del diario Milicia Popular. Allí comenzó a escribir sus romances de guerra, la forma métrica que había sido unánimemente adoptada tanto por escritores como por lo que Serge Salaün llamó «vocaciones incipientes», es decir, los milicianos que reflejaban en octosílabos asonantes sus experiencias del frente. «El miliciano Petere», como solía firmar sus colaboraciones en la prensa, destacó pronto como romanceador y, sobre todo, como vibrante recitador de sus poemas. Muchos años después, la Pasionaria, que también sabía lo suyo de conmover a las multitudes con verbo apasionado, recordaba las apelaciones poéticas de Petere en los momentos más difíciles de la defensa de Madrid: «Cuando ya la ciudad cercada se estremece, resistiendo sin dejar hollar su suelo a la bestia que acechaba y que descargaba su rabia impotente en monstruosos bombardeos, la voz de Herrera Petere, poeta combatiente del 5.º Regimiento, se eleva llamando al pueblo madrileño a prepararse para una resistencia espartana». Herrera Petere, en efecto, elevó su voz, una y otra vez, en todos los frentes, coincidiendo con otros poetas que se consagraron definitivamente durante la guerra, muy especialmente con Miguel Hernández, con quien coincidió primero en la Batalla de Guadalajara, y posteriormente en Jaén y Castuera donde, como ha estudiado el gran hernandiano Aitor L. Larrabide, pusieron conjuntamente en marcha los periódicos Frente Sur y Frente Extremeño, y donde se fraguó una gran amistad en aquellos momentos extremos. Durante esos tres años de guerra, Petere desplegó una actividad literaria impresionante, de la cual la mayor muestra es la trilogía de guerra compuesta por Acero de Madrid (epopeya de la defensa de la «capital de la gloria», en la que se destaca, por supuesto, el papel del Quinto Regimiento), Puentes de sangre (relato del paso del Ebro por las tropas republicanas, en la última y desesperada ofensiva, narración compuesta de manera prácticamente coetánea a los hechos) y Cumbres de Extremadura (quizá su mejor novela, en la que se narra la lucha de los guerrilleros extremeños en la retaguardia franquista, uniendo heroísmo y picaresca). Los años de la guerra dejaron en Petere una marca indeleble, reforzada por acontecimientos personales decisivos, aunque de signo muy distinto. Por una parte, en febrero de 1937 contrajo matrimonio con su novia de toda la vida, en un lugar tan peculiar como la comandancia del Quinto Regimiento, oficiando el comandante «Carlos Contreras», y con el pintor Siqueiros como testigo, «todos ellos guarnecidos con pistolones que daban miedo» según recordara la entonces intimidada novia. Siete meses después, Petere recibió la demoledora noticia de que su hermano, Emilio Herrera, alias Pikiki, piloto en la aviación de la República, había muerto en combate contra una escuadrilla de cazas italianos.
«Un país del misterio y de la ternura»
El 9 de febrero de 1939, Herrera Petere cruzó la frontera con los restos del derrotado Ejército del Ebro, siendo poco después internado en el campo de concentración de Saint-Cyprien. Gracias a las gestiones de su padre, sólo permaneció en el campo unos diez días, llegando a París a tiempo para ver nacer a su primogénito, Emilio Herrera Soler, en la emblemática fecha del 14 de abril de 1939. A pesar de ello, Petere aceptó la invitación a embarcar junto con José Bergamín, Emilio Prados y Josep Renau, junto a otros, con rumbo a México en el buque holandés Veendam, llegando a Nueva York el 17 de mayo y, posteriormente, tomando un autobús con el que atravesaron los Estados Unidos hasta llegar a Ciudad de México. Petere confiaba en que su esposa y su hijo cruzaran pronto el Atlántico, pero las dudas de ella y, posteriormente, el estallido de la Segunda Guerra Mundial, retrasaron este viaje dos años. Para combatir la soledad, Petere se involucró en todas las iniciativas editoriales de los exiliados, como la Editorial Séneca, donde publicó su novela Niebla de cuernos (Entreacto en Europa), la revista Romance, de la que fue redactor, o, posteriormente, la revista Las Españas. Al mismo tiempo, Petere fue pasando de un inicial desapego hacia México a un interés que terminó en fascinación. Así, en un principio ironizaba de esta manera:
Es un país este en que se vive del misterio y de la ternura. Es muy misterioso y muy tierno el odio que reflejan las caras de muchos de sus habitantes, muy graciosa la cursilería que destilan y muy «literaria» la dejadez y la blandura que por todas partes se advierte. Son también tan arcangélicas como un lagarto las inmoralidades que se cometen aquí y tan refinadas como una sedería de Lyon, la cortesía que entre estas personas se usa: el hablar en voz baja y el llevar sombrero puesto sin ir más lejos.
Esta visión fue cambiando a medida que Petere comenzó a salir del círculo de los exiliados y alternar con escritores mexicanos, como Octavio Paz, José Revueltas o Efraín Huerta. En 1942, Petere se convirtió en colaborador de El Nacional de México, y recorrió de un extremo a otro el país azteca y comenzó a publicar cuentos y críticas de libros en las mejores revistas literarias del país, como Letras de México o El Hijo Pródigo. Durante estos años mexicanos, en definitiva, Petere llevó una actividad muy productiva literariamente, escribiendo también relatos y novelas como Profunda retaguardia, ambientada en México, con el trasfondo de la Segunda Guerra Mundial, y que ha sido recientemente rescatada.
Entretanto, la familia se había incrementado con dos hijos más, y el sueldo de periodista apenas daba para cubrir las necesidades básicas. Petere, por ello, aceptó sin dudar la oferta que le llegó, a finales de 1946, para trabajar como traductor en la Organización Internacional del Trabajo, con sede en Ginebra. Pero muy pronto, el alcarreño, que diría en varias ocasiones que marchó a Suiza «para estar más cerca de España», se percató de que, para un escritor, su patria es el idioma, y que junto al lago de Ginebra estaba, espiritualmente, mucho más lejos de España que en el país azteca.
En el Ponto Euxino
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En Ginebra, Petere se sintió desde el principio, desarraigado, un Árbol sin tierra, título de su primer poemario publicado en el exilio, ya en 1950. Su poesía cobró un tono reflexivo y melancólico, dominado por la nostalgia. En su siguiente libro Del Arve a Toledo, sueña con que el Arve, río que discurre junto a Ginebra, le lleve a su Castilla, al Guadarrama, que le evoca el Macizo del Jura. Esta nostalgia por España alcanza su mejor reflejo poético en Hacia el Sur se fue el domingo, donde Petere recurre a imágenes visionarias de un surrealismo que intenta superar los dolorosos límites del exilio, ya muy lejos de aquel surrealismo lúdico e iconoclasta de sus inicios. Y es que Petere se sentía, como solía decir a Alberti y a José Luis Cano, «al pie del Ponto Euxino», comparando el hermoso Lago de Ginebra con el Mar Negro al que fuera desterrado el poeta romano Ovidio. Sin embargo, amigos poetas no le faltaron: el grupo ginebrino de «Jeune Poésie» le acogió muy pronto en su seno, y de este modo Petere pudo participar en numerosos recitales a lo largo de Suiza, Francia y Alemania, lugares donde las cualidades recitativas de Petere le granjearon un éxito que él sólo podía valorar a medias, sabiendo el olvido en que se iba sumiendo su obra, prohibida en España, y cada vez menos conocida por sus antiguos amigos exiliados.
Petere recobró brevemente la esperanza de volver al candelero cuando logró estrenar en Ginebra su obra Plomo y mercurio, tragicomedia amorosa con las huelgas de Asturias de 1964 al fondo. Sin embargo, cinco años después, el rotundo fracaso de su siguiente obra, La Serrana de la Vera (o la Comedia de la Televisión), reelaboración vanguardista de la conocida leyenda extremeña, supuso un duro golpe a sus aspiraciones como dramaturgo. Su última obra, La voz del pozo, fue desestimada por el Théâtre de Carouge, la compañía ginebrina que había puesto en escena sus obras anteriores.
La última poesía de Petere está marcada por la convicción del fracaso, como expresaría en un poema de Incendio (1973), su penúltimo libro publicado: «Yo soy un proletario, / poeta fracasado; / vivo de mi trabajo / y las teorías / se hicieron trizas / junto a mi almohada / donde reposan / recuerdos». En aquel año volvería a España, tras treinta y cuatro años de exilio. Asustado y encogido al cruzar la frontera de Hendaya, temiendo aún ser detenido, fue tranquilizándose y animándose al recorrer las llanuras burgalesas, su amado paisaje castellano. La impresión al llegar a Madrid fue, aunque ambivalente, más bien dolorosa. La conciencia del paso del tiempo y de que nada era cómo había imaginado, le causó una impresión muy penosa, a pesar de volver a rencontrarse con viejos amigos, como Luis Felipe Vivanco o Juan Manuel Díez-Caneja, o de visitar Guadalajara junto a José Esteban, que hizo de cicerone en esa visita. Volvió a Ginebra, donde enfermo y alcoholizado, pero sobre todo ya sin esperanzas, murió un frío día de febrero de 1977.
Su amiga María Zambrano, que vivía en un pequeño pueblo francés cercano a Ginebra, pronunció en su entierro unas palabras que sintetizan afortunadamente lo que fue la figura de Petere, que para la malagueña era «poeta y poema él mismo […] estaba hecho de sustancia poética: su ser se le derramaba en vida […]. En Petere esta poética acción resplandecía siempre en todo momento en que se le viera en diversas tierras y entre diversas gentes, su presencia era como una aparición, llevando el cuerpo del alba entre sus brazos […]. Tenía Petere esa fuerza de dar a sentir con sólo su presencia». ■ ■