Felipe Benítez Reyes
Marcel Duchamp es en gran parte responsable de algo de lo que no es en absoluto culpable: el entendimiento del arte como una disciplina sujeta a la mera ocurrencia. Un entendimiento que ha propiciado la glorificación contemporánea de tantísima fruslería camuflada tras la pomposidad de un aparato retórico más o menos risible, más o menos rentable y más o menos rimbombante: el artista como teólogo de sí mismo.
Duchamp fue un pionero de la trivialización material de la obra de arte en beneficio de la complejidad conceptual de la obra de arte. ¿La acreditada mona vestida de seda? Sí y no. La mona de Duchamp no pasaba de ser una mona de tantas, pero la seda que la recubría era un tejido valioso, al menos en la medida en que resulta valiosa cualquier pirueta más o menos metafísica que, partiendo de la pura banalidad, consigue trascender lo banal y ascender al rango solemne de ideología estética.
Ojalá me equivoque, pero me da la impresión de que Duchamp se dio cuenta muy pronto de que era un pintor mediocre y de que se trataba de una condición irredimible, de modo que no tuvo más remedio que reinventarse. Y esa reinvención fue sin duda la gran obra de su vida: Duchamp por Duchamp. Su elegante impostura.
Cuando Duchamp abandona la pintura sobre lienzo, se dedica a la que algunos consideran su gran obra: unos cristales con cosas dentro sobre los que recae el peso de las exégesis más impensables, según suele ser costumbre cuando se trata de objetos que no representan nada y que se limitan a ser cacharros caprichosos y más o menos aleatorios. Es probable que Duchamp contara con esa baza estratégica: la inclinación humana a buscar lo que no existe en algo que existe en situación de precariedad simbólica. Algo que no expresa nada, en definitiva, puede acabar expresando todo, o al menos todo cuanto queramos que exprese. Es una cualidad de la nadería: admitir cualquier atribución visionaria. Y de esas atribuciones está surtida y sobrada, ya digo, esa obra titulada La Mariée mise à nu par ses célibataires, même, más conocida como Le grand verre, el gran vidrio. El título mismo representa un estímulo para la zona del cerebro humano en que se alojan las predisposiciones hermenéuticas, esté tal zona donde esté. En pocas ocasiones un artefacto habrá tenido más glosa y más sometimiento a análisis exóticos que este de Duchamp, que trabajó en la ocurrencia durante ocho años, hasta que se aburrió del cachivache y lo dejó «definitivamente inacabado». (Unos años después, los cristales se resquebrajaron accidentalmente y el artista consideró que aquel descalabro enriquecía su obra: la mano providencial del azar, en forma inesperada de estropicio…)
«Ese tipo de pintor que se limita a reflejar lo que ve es un estúpido», decía, en su abominación del arte «retiniano», de cuyo éxito culpaba expresamente a Coubert: la pintura que se dirige al ojo y no al cerebro —a pesar de que el ojo no suele ser una mala puerta para el cerebro, sobre todo en el terreno de las artes plásticas.
Las opiniones artísticas que nos han llegado de Duchamp, ya sea a través de entrevistas o de sus propios textos, son muy poca cosa: un pensamiento a veces original, si se quiere, pero plano, sin demasiada capacidad para las espirales, como por ejemplo esa bobada suya del artista como médium. Sin embargo, en sus opiniones sobre otros asuntos se muestra como hombre juicioso y atinado, incisivo y perspicaz, quizá porque se entendió mejor con la vida que con el arte.
Tras conocer los detalles de la biografía del artista francés, llega uno a la conclusión de que Duchamp fue un vago con talento para la vagancia: asombra su facilidad para no hacer casi nada y dar la impresión de que estaba haciendo muchas cosas, muchas y además importantes, porque fue beneficiario del prestigio —tan raro— de la inactividad, de esa especie de mística de la inacción que alguna gente atribuye a algunos artistas que están en realidad en el dique seco. Duchamp supo manejar el suspense ante la realización de una nueva gran obra, crear la expectativa del asombro por venir entre sus partidarios y benefactores, aunque en realidad se le pasaban las décadas cruzado de brazos. Lo suyo no era genio, sino mero ingenio, pero tenía la suerte de que su ingeniosidad podía confundirse con la genialidad, y de esa confusión vivió. Pudo haber forzado la máquina de la que salían sus juguetes conceptuales y ganar con ello más fama y sobre todo más dinero, porque las tenía todas consigo, pero su vagancia —mezcla tal vez de lucidez, de honestidad y de cinismo— se lo impidió. No padeció la avidez del dinero ni de la nombradía. Supo vivir con muy poco y parecía bastarle el grado de notoriedad que obtuvo como artista, ya que su pretensión principal era otra: convertirse en un gran jugador de ajedrez, sueño que se le quedó en sueño. ¿Era su violín de Ingres el ajedrez o lo era tal vez el arte mismo? Cabe arriesgar la conjetura de que Duchamp se pasó en realidad la vida tocando el violín sin ser violinista: un talento diletantesco y errático, atado a sus soledades y a sus golpes de ingenio, que eran golpes entre fortuitos y laboriosos. Creo que estaremos de acuerdo en que pintarle unos bigotes y una perilla a una estampa de la Gioconda es una travesura que nos remite a los resortes desacralizadores del mundo infantil y adolescente, a esa época en que todos hemos pintado bigotes —e incluso cuernos— a los más encumbrados personajes de la Historia que venían retratados en los libros colegiales, pero también estaremos de acuerdo en que no es lo mismo pintarle unos bigotes a la Gioconda que pintar la Gioconda. Duchamp sabía ponerle bigotes a todo, sabía calcular el efecto de la profanación no de un objeto artístico, sino del arte mismo, y explotó esa habilidad de humorista con sensatez, sin abusar de un recurso al que la insistencia hubiese trivializado hasta el extremo del mero chiste objetual.
Duchamp reconoció su incapacidad para definir el concepto de ready-made. Me parece una incapacidad muy lógica: ¿cómo va a definirse un urinario, una pala para retirar la nieve o una ampolla de farmacia sino como tal urinario, como tal pala y como tal ampolla? Definir el ready-made sería algo parecido, no sé, a redefinir la zanahoria como pieza del motor de un vehículo, y ese tipo de redefiniciones no suele resultar sencillo. (Además, recordemos lo que declaró a un periodista en 1964: «Las palabras no tienen absolutamente ninguna posibilidad de expresión. En cuanto empezamos a verter nuestros pensamientos en palabras y frases, todo se va al traste», lo que no deja de ser una demostración práctica de la propia generalización que expresa.)
En ese terreno de las diabluras y de los objetos absurdos le ganará enseguida Salvador Dalí, que no sólo disponía de un talento plástico muy superior al de Duchamp, sino que además estaba como una verdadera cabra. Al lado del catalán, el francés no pasa de ser una especie de burócrata vanguardista, afanoso y a la vez displicente, con mentalidad de artista dominguero.
Duchamp llegó al ready-made por el camino de la broma —con el célebre urinario— y mantuvo esa broma durante el resto de su vida, hasta el punto de firmar algún que otro utensilio cotidiano que le pusieron por delante. Su público incondicional se lo permitía: unos cuantos noveleros norteamericanos, más o menos millonarios, dispuestos a ver en el francés al genio salido de la lámpara de la modernidad. Y él, con su indolencia consustancial y sumamente práctica, se dejaba querer, que fue en realidad lo que hizo durante toda su vida, una vida que, vista desde fuera, parece un sostenido encogimiento de hombros.
A pesar de su simpleza intrínseca, tanto de concepción como de realización, algunas de sus piezas artísticas, precisamente las más banales, tienen el don de la gracia, y cree uno adivinar tras ellas a un caballero burlón que sonríe con la mitad de la boca, sin creer no ya solo en lo que hace, sino tampoco en por qué lo hace. ¿Resulta legítimo reducirle a eso, a un manufacturador ocasional de ocurrencias, a un divertido bricoleur? Sí, ¿por qué no? Si alguien le pinta unos bigotes a la Gioconda, está fijando las reglas del juego: otro alguien le pintará los bigotes a él. Y la mayor parte de las obras de Duchamp tienen bigotes cómicos de forzudo de circo, a pesar de que muchos opten por ver en esos bigotes la respetabilidad de un profeta de los tiempos modernos, los de entonces y quién sabe si también de los que están por venir.
En sus últimos años, Duchamp trabajó en riguroso secreto en una obra que tituló Étant donnés: 1. la chute d´eau / 2. le gaz d´éclariege, una especie de diorama que hay que observar a través de los agujeros abiertos en un portón de madera que compró, por cierto, en una aldea cercana a Cadaqués. Habría que desplazarse hasta el Museo de Arte de Philadelphia, por supuesto, para calibrar el efecto de esa instalación, pero me temo que, al menos en mi caso, la cosa puede esperar. Puede esperar la imagen fragmentaria de esa mujer desnuda que recuerda, curiosamente, al cuadro El origen del mundo de Coubert, su bestia negra. Puede esperar, ya digo, ese paisaje de fondo que recuerda al de los belenes, con cascada incluida.
Y poco más, aunque hay mucho más, por supuesto…
André Breton quiso ganárselo para la tropa surrealista, tan reglamentada como un ejército, pero en el intento se quedó. (Decía Duchamp que el único ismo en que creía era el erotismo.) El tumultuoso Francis Picabia, por su parte, quiso ganárselo como compañero de farras, y lo consiguió en ocasiones. Fue un defensor de la soltería, lo que no le impidió casarse un par de veces: un primer matrimonio desconcertante por dondequiera que se mirara y un segundo matrimonio, ya tardío, con la ex nuera de Matisse, que, según parece, no perturbó sus anhelos tradicionales de soledad. Tuvo debilidad por las frases absurdas, aunque una vez dijo: «No hay solución porque no existe ningún problema», enunciado que tal vez valga como corolario de toda la historia del pensamiento humano. En su vejez, declaró a un entrevistador: «He tenido suerte, una suerte estupenda. Nunca he pasado un día sin comer y tampoco he sido rico. Así que todo ha salido bien». En la lápida de su tumba se lee: «Por otra parte, siempre son los otros los que se mueren».
Y luego, ya digo, su gran obra: Duchamp convertido al fin en Duchamp. El impostor legitimado no ya ante los otros, sino ante sí mismo.
En 1959 le preguntaron por las razones de su abandono de la pintura y declaró lo siguiente: «Me convertí en un no artista, no en un antiartista… Los antiartistas son como los ateos: creen negativamente. Y yo no creo en el arte. En nuestros días, lo importante es la ciencia». Unos años más tarde, en 1963, declaró esto otro: «Soy un artista, sin más, de eso estoy seguro, y estoy encantado de serlo». Era la culminación de un ciclo interrumpido muchas veces: Duchamp había alcanzado al fin la falsificación prodigiosa de sí mismo, tras ese largo camino de dudas que emprendió un muchacho que quiso ser alguien, al que dijeron que podría ser alguien, que se dedicó a buscar a ese alguien y que al cabo lo encontró: un rostro sonriente ante un espejo, con ganas sin duda de pintarse unos buenos bigotes. ■ ■