Autor: 6 julio 2008

En la confluencia entre el Coso Alto y el Coso Bajo de Huesca, conocida como Las cuatro esquinas, hay varios bares, y en uno de ellos he quedado con Carlos Castán. Es domingo y Carlos Castán ha salido a comprar el pan y el periódico. No hay ninguna diferencia entre los bares de las pequeñas y de las grandes ciudades españolas: todos son terriblemente ruidosos. Vamos al antiguo casino de la ciudad buscando un rincón tranquilo y, gracias a que hace una mañana espléndida y la gente está disfrutando de ella en las terrazas, lo encontramos en la sala de fumadores.

—Eres profesor. ¿De Literatura?

—No, yo estudié Filosofía y de eso es de lo que doy clase.

—Los escritores-profesores no suelen hacer literatura con su trabajo. Tú, en cambio, sí.

—En algunos de mis cuentos aparece el ambiente del instituto y sobre todo la edad. Esa edad que pueden tener mis alumnos, de iniciación y de crisis, donde desaparece la niñez pero no termina de surgir todavía la madurez, que a mí me interesa mucho. Ese interés puede estar motivado por el contacto con los alumnos, pero yo haría un matiz: no es que los vea a ellos y ellos directamente me sugieran cosas. Lo que hacen ellos es ponerme en contacto conmigo mismo cuando yo tenía esa edad. Los institutos siguen teniendo las mesas del mismo color, las perchas, las pizarras… Aunque yo estudié en Madrid, por dentro los institutos son todos muy parecidos. Trabajando en un instituto es muy difícil olvidarte de tu propia juventud, porque los estás viendo ahí: cómo mira uno a la chica que le gusta, el retraído, las luchas internas que tienen entre ellos por el liderazgo. Eso hace que te preguntes qué lugar ocuparías tú si estuvieras en esa aula. La literatura de iniciación, además, me ha gustado siempre mucho. Escritores como Salinger, Fante, Tobias Wolfe… Hubo una época en que leí muchas novelas de adolescentes; luego me cansé.

—En «La noche y el verano», uno de los cuentos de Sólo de lo perdido, homenajeas a la que es una de las películas clave de ese género de la iniciación: Verano del 42.

—Me gusta mucho esa película. Y en general el tema: la fascinación por la mujer madura, sobre todo por la mujer madura que de repente aparece, que viene de lejos y que representa muchas cosas. Por un lado la pasión, la carne y todo eso. Pero también un mundo lejano, cuando tú estás encerrado en el tuyo y no te termina de gustar, y entonces pones las esperanzas en alguien que puede volver a irse, quizá contigo.

—Tus personajes femeninos son como puertas que te llevan a otros mundos.

—Muchas veces en los personajes de mis relatos hay como una sed de huida. Y la puerta para marcharse suele ser una mujer. Es algo que también pasa en la vida real. Cuando nos enteramos de alguien que ha cambiado radicalmente de vida, la causa siempre es una mujer. Son clavos ardiendo a los que la gente se agarra o estrellas lejanas a las que seguir.

—Sin embargo, esas mujeres que llegan y que representan la huida, a su vez ellas están huyendo de algo, de algo sórdido la mayoría de las veces.

—Sí, claro. Una cosa es lo que se ve superficialmente y otra cosa lo que hay cuando se ahonda. A mí, no sé por qué, siempre me ha atraído el mundo de la sordidez, me gustan los personajes que tienen pasado, dificultades, que han vivido en los márgenes, ya sea de la sociedad o de la moral. Yo siento bastante ternura por las mujeres de mala vida, digamos.

—Da la impresión de que muchos de esos personajes femeninos tuyos son réplicas más o menos distorsionadas de personajes cinematográficos.

—De una forma consciente no. Pero es posible que sí: he tenido una educación muy cinematográfica. Yo en Madrid vivía en una calle, Bravo Murillo, en la que cuando yo era chaval igual había, sin exagerar, catorce cines. Los puedo ir recorriendo por los nombres. En aquella época yo me refugiaba mucho en los cines de barrio, indiscriminadamente. De ahí pasé a los cinestudios que había en Madrid. En mi vida es mucho más importante el cine que la música.

—Espigando tus relatos podría componerse un álbum de mujeres (a las que nunca les pones apellidos), todas parecidas. ¿Son variaciones de una misma mujer?

—No exactamente de una misma mujer. En algunos relatos sí que es una mujer con una base real clara. Pero yo lo que he hecho ha sido distribuir en diferentes personajes elementos de esa mujer de la vida real. Y eso les da a todas un aire de familia, pero yo intento que cada una tenga reacciones diferentes, que sean realmente seres distintos. No sé cómo decirte. Esto de las mujeres es complicado. Cuando haces un personaje femenino lo tienes que vestir, y nunca terminas de saber de dónde sacas eso. Uno quiere creer que inventa personajes de la nada pero todos están sacados de la memoria, no puede ser de otra manera. Y la memoria es la experiencia, tamizada por el tiempo y por tu manera de ver las cosas, pero a fin de cuentas es la experiencia.

—En otro de tus cuentos, «A veces un fogonazo», aparece una de esas mujeres redentoras, y para conseguirla, al tipo no se le ocurre otra cosa que atropellarla. A menudo tus personajes ven la felicidad como algo imposible, y unas veces la dejan escapar y otras, cuando se proponen alcanzarla, no dudan en pasar por encima de lo que sea y de quien sea.

—Por un lado está el tema de la culpa como lastre, lo que nos impide hacer lo que deseamos, todo el peso del remordimiento. Había una frase que decía eso de yo no sé cómo será la libertad sin la culpa. Y cuando ya has escrito mucho sobre la culpa, es inevitable que te preguntes a ti mismo qué sería si no hubiera culpa. El inicio de «A veces un fogonazo» es un momento que a mí me interesa mucho: es eso del ahora o nunca. Este tipo de cosas es algo que en una ciudad como Huesca no ocurre. Si a ti te pasa eso dices, joder esta chica, a ver si la veo otro día, y la ves. Puedes tardar cuatro, ocho o doce días, pero la ves. En una ciudad grande o cuando estás de viaje, de repente ves una cosa y tienes que decidir y decidirlo ya.

—En muchos de tus cuentos está presente lo sórdido y de vez en cuando asoma también lo macabro.

—Sí, hay finales cercanos al gore. Eso es porque nunca me he molestado mucho en subrayar lo irónico, y mantengo el mismo tono.

—En tu primer libro, Frío de vivir, hay un relato, «El genio de los torpes», que acaba como La matanza de Texas, y en el que lo macabro parece consecuencia directa de la sordidez.

—A mí me dio clase en Madrid una mujer que era la directora del instituto y que era muy viejecita, se llamaba Consuelo Burell, todavía sigue funcionando en la colección de clásicos de Cátedra su edición de la poesía completa de Garcilaso. Y esta mujer había sido en Soria o en Segovia no alumna sino compañera de Antonio Machado. En las clases de esta mujer había que estar en silencio absoluto, nosotros le teníamos miedo, y eso que era una viejecita. Y ella nos contaba —y se veía cómo se le transformaba la cara, de rabia— cómo los alumnos maltrataban a Antonio Machado, tirándole aviones de papel. Las clases de Machado eran un follón impresionante y él no tenía autoridad ni quizá tampoco un interés especial en imponerse. Esta mujer lo llevaba eso tan mal, les guardaba verdadero odio a aquellos chicos. Y ese relato está inspirado en ella.

—A pesar de llevar años viviendo en Huesca, ¿tú te sigues sintiendo un escritor madrileño? Te lo pregunto porque en tus relatos vuelves una y otra vez al territorio de tu infancia, que está en Madrid.

—A mí me gusta escribir sobre calles y ciudades que no sólo conozco sino que las tengo vividas. No soy de los escriben sobre un plano. Me gusta escribir sobre escenarios que me resulten familiares, y por eso recurro a Madrid.

—Cuando en tus relatos aparecen ciudades pequeñas, como Huesca, se ve el desarraigo claramente. Tu mirada es la mirada del que viene de otra parte y que se siente con un pie allí pero con otro pie fuera.

—Las ciudades pequeñas tienen sus propias claves. Tienen una dinámica que, vista desde fuera, no siempre se comprende a la primera. La gente que ha nacido aquí quizá no se da cuenta, pero es difícil convivir con tantas miradas. En Madrid yo vivía en un barrio que era plenamente un barrio, y un barrio no es muy distinto de un pueblo pequeño. Pero cuando tú cruzabas una determinada calle, a partir de ahí eras un ser totalmente anónimo. Cuando yo vengo a vivir a Huesca me cuesta adaptarme más de lo normal, pero no en cosas como salas de cine, teatros, que para mí son relativamente secundarias, sino en cosas que tienen que ver con el pasear, con las propias sensaciones de uno, con el sentimiento de libertad que puedas o no tener. Pero, vamos, he escrito también sobre Huesca y sobre la provincia.

—Sí, el paisaje aragonés, o altoaragonés, poco a poco se ha ido incorporando a tu obra.

—Eso es inevitable.

—Tu visión del paisaje aragonés es similar, en buena medida, a la de un escritor como Ismael Grasa. Ambos lo habéis americanizado, quizá por influencia de Shepard.

—Es la forma que yo adopté para hacerlo más atractivo. Es casi una decisión el verlo así. Antes hablábamos de cosas que me seducían, el mundo de la sordidez, la prostitución, las cárceles… Como lector y espectador ese mundo siempre me ha atraído. Y también me ha atraído el mundo de Shepard: las gasolineras, esos moteles un poco destartalados en los que se aparca el coche de cara a la puerta, y que tienen en el porche una máquina de hielo que no funciona, y donde se duerme con la pistola debajo de la almohada, y el desierto, los descampados… Y, a veces, vas en coche por los Monegros y dependiendo de cómo entornes los ojos puedes también ver ese tipo de paisajes que a mí me resultan más excitantes que un mundo exclusivamente agrícola y tradicional.

—Tus referencias literarias, musicales o cinematográficas resultan como muy cercanas. Los escritores del boom, los poetas de la generación de los 50, los cantautores y grupos como Los secretos.

—No es que yo les profese una gran admiración a Los secretos, pero es la música que a mí me ha acompañado. Y en el portal en el que encontraron muerto a Enrique Urquijo, en la calle Espíritu Santo, pues yo habré vomitado por lo menos cuatro o cinco veces. Y era un tipo que tenía mi misma edad y que me gustaba muchísimo su voz.

—Tu tono y el tono de Enrique Urquijo tienen mucho en común.

—Yo no llegué a tratarlo nunca, pero sí que me sentía muy hermanado a él. Y luego, no sé, yo he sido desde el instituto muy fan de Leonard Cohen, empecé cuando casi nadie lo conocía. También soy muy dylaniano. Y luego soy mucho de cantautores. No es que esté orgulloso de eso, pero ha sido mi educación. Iba a los conciertos de los colegios mayores, a escuchar a Luis Pastor, y a Silvio Rodríguez en los primeros conciertos que dio en España. Es todo un mundo que para mí sería como muy artificial ocultarlo. Y en cuanto a referencias literarias, la verdad es que soy hijo del boom. Yo destacaría tres novelas del boom: Rayuela, de Cortázar; Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato (yo me enamoré perdidamente de Alejandra y era tremendo porque enamorarse de alguien que no existe…); y Conversación en la catedral, de Vargas Llosa.

—En alguno de tus cuentos dices que Rayuela es una novela en la que uno se queda a vivir.

—En las buenas novelas la gente se queda a vivir. Ese es el problema del cuento. Al lector le gusta menos el cuento porque no puede instalarse en él, es siempre un continuo entrar y salir, los cuentos no se habitan de esa manera.

—Pero tu tono, quizá más que a Cortázar, recuerda a Onetti.

—Los ambientes de Onetti me gustan mucho, ese mundo de bares otoñales, con ginebra y ceniza de otro tiempo. Y luego hay otros escritores latinoamericanos que quizá parezcan menos importantes ahora pero que a mí me gustaron mucho. Por ejemplo, Manuel Puig. Cuando escribe Sangre de amor correspondido, en la que toma la voz de un adolescente, hay pocos escritores con esa sensibilidad y con esos registros del lenguaje de Manuel Puig y con esa habilidad a la vez para el diálogo.

—El título de tu último libro, Sólo de lo perdido, está sacado de un poema de Agustín García Calvo que ya citabas en Frío de vivir.

—Es un tema de la literatura de siempre, también machadiano, aquello de se canta lo que se pierde, y que tiene también que ver con la realidad y el deseo de Cernuda.

—En tu paleta de escritor parece que sólo hay colores sombríos. ¿Utilizas siempre conscientemente esos colores?

—Sí, lo que no te puedo decir es por qué. Hay una cuestión, y es que cuando yo me pongo a escribir me sale esa vena. Y no necesariamente soy así en la vida. Yo soy una persona como todo el mundo, lo que más me gusta es reírme con mis amigos, pero sí que es cierto que cuando se te enciende la lamparita y te pones con el ordenador a escribir hay como una especie de tono que se acaba imponiendo, y tampoco es de una forma tan deliberada como pueda pensarse. Quizá cada uno tenemos sensibilidad para una cosa. Yo tengo facilidad para fijarme en aspectos que tienen que ver con el fracaso, el cansancio y el remordimiento. Literariamente, además, el éxito y la gente que no tiene dudas carecen de interés. Mis relatos son tristes, pero no porque yo me proponga escribir relatos tristes. Yo no creo en la literatura de entretenimiento. De alguna forma la literatura —aunque esto parezca un poco petulante— tiene que arrojar algo de luz sobre la condición humana, o al menos nombrarla. Y entonces aparecen los temas del deseo insatisfecho, de la continua búsqueda de la felicidad o de la plenitud, del lastre que llevamos, de los fantasmas que nos persiguen, en fin, todas las presencias inquietantes que nos acompañan.

—Tu vocabulario esencial, por llamarlo de alguna manera, también es muy sombrío. Juegas mucho con palabras como perdido, frío, ceniza, nada, vacío…

—Todas esas palabras dan una sensación de intemperie, de falta de resguardo, en donde el ser humano está desnudo o huérfano, desprotegido, al albur y a la deriva, en busca de algo que le dé calor o que le dé compañía.

—Tu prosa resulta muy poética, y no sólo por el vocabulario, tan escogido: también por el ritmo.

—Yo de eso no me doy cuenta. Luego la gente me dice, oye, aquí has escrito no sé cuántos endecasílabos seguidos, y lo vuelves a leer y es cierto. Confieso que veces al tener que elegir entre dos posibles palabras o sinónimos parciales a la hora de escribir, me he guiado más que por la precisión del concepto a un nivel semántico, por el número de sílabas —sin contarlas—, por la musicalidad. Será un defecto de lector de poesía.

—Todos tus personajes están enfermos de soledad.

—Hay muchos tipos de soledad. Hay una soledad radical e íntima que es la soledad de todo ser humano por el mero hecho de vivir. Todos hemos venido solos y nos iremos solos. En ese plano existencial, la soledad es un condicionante de la propia condición humana, valga la redundancia.

— Aunque estén acompañados, tus personajes siempre están solos.

—Eso de la pareja como comunión de dos seres no pasa de ser una ilusión, una idea romántica, algo realmente bello, pero no creo que verdaderamente pueda darse.

—Hay una nube de nostalgia que envuelve todos tus relatos y todos tus libros. ¿De qué sientes tanta nostalgia?

—Yo no soy una persona profundamente melancólica o especialmente nostálgica, pero sí que tiendo a pensar que todo el mundo vive añorando cosas. Lo que pasa es que cuando esas cosas se desmenuzan quizá no fueron tal y como se echan de menos. Es el tema de los buenos tiempos, la idealización del pasado… Eso subraya la sensación de intemperie, de desarraigo, el hecho de añorar una casa que nunca ha existido. En algún sitio hablo de hacer un juego mental intentando ver el presente como el pasado del futuro.

—Las casas en las que viven tus personajes nunca son relucientes pisos nuevos, que prometen felicidad, sino casas más o menos decrépitas, o habitaciones de hotel llenas de chinches y de fantasmas. Son escenarios siempre muy vividos.

—Hay determinadas casas en las que nada más entrar ellas mismas te sugieren las historias. Los escenarios digamos más contemporáneos me parecen más fríos. A mí me gustan mucho estos lugares que son como embajadas del pasado en nuestro tiempo, que pueden ser una bodeguilla olvidada, o el piso de la abuela que está sin tocar desde que ella murió (con su calendario del Corazón de Jesús, con su toro encima de la tele).

—Cuando el lector entra en esos escenarios, lo primero con lo que topa es con el olor, un olor a viejo, olores ácidos, avinagrados. Y luego repara en todos los objetos que aparecen, tan evocadores.

—Yo el miedo que tengo es el de caer en la excesiva abstracción, estar hablando sobre ideas o sobre sueños, y entonces me parecen muy importantes los detalles para descender a lo que es la cotidianidad, la vida. Siempre intento definir un espacio, sin describirlo de manera exhaustiva, porque no creo que deba abusarse de eso en los relatos breves. Pero sí que busco elementos que sean lo suficientemente significativos o evocadores como para crear un ambiente en el que el lector se sitúe y sitúe la historia.

—Cuando te pones a escribir un cuento tú, como profesor de Filosofía, lo primero que tienes es el tema (la culpa, por ejemplo), o hay un personaje que lleva tiempo rondándote, o simplemente haces que fluya tu tono…

—La mayoría de las veces empiezo como quien tira de un hilo, en el convencimiento de que si vas tirando del hilo despacio, con la suficiente cautela, al final recogerás el ovillo que es la historia. Una historia que acaba mostrando si tú has sido lo suficientemente persistente. A veces el tirar del hilo equivale a hacer preguntas. Tú, por ejemplo, puedes ver por la calle a una persona que te llama la atención por lo que quiera que sea, entonces te preguntas cómo es su habitación, dónde ha dormido esta noche, y qué tiene sobre la mesilla, y el ir forzándote a contestar a esas preguntas y a plantear otras nuevas, hace que aparezca una historia como en tromba. No me acuerdo quién diferenciaba entre escritores con mapa y escritores con brújula. Bueno, pues yo sería de los últimos. Sabes a dónde quieres llegar pero no el camino. Claro que la brújula no siempre funciona igual de bien. A mí nunca me han interesado los decálogos del cuento. Últimamente sí es verdad que me gustan las estructuras más rotas.

—Escritores como Hipólito G. Navarro, Eloy Tizón o tú parece que habéis conseguido acabar con ese desencuentro que durante un buen tiempo ha habido entre los lectores españoles, las editoriales y los libros de relatos.

—Sí, ahora hay buenos cuentistas, pero antes también los hubo. Cabeza rapada, de Fernández Santos, es un gran libro. Y escritores como Aldecoa, Hortelano o Medarlo Fraile han escrito muchos cuentos memorables. Sí que el género debe de gozar de buena salud porque en Madrid se ha abierto una librería especializada en relatos, Tres rosas amarillas.

P. S.: Aunque no soy un fetichista bibliofílico ni un cazador de autógrafos, sí que suelo pedir a los autores a los que entrevisto que me firmen sus libros. Y tengo por norma no leer las dedicatorias cuando ellos están delante. Carlos Castán me ha firmado sus libros muy atentamente y, antes de despedirnos, me ha aconsejado un restaurante para comer. Mientras esperaba a que el camarero me sirviera el primer plato, se me ha ocurrido echarles un vistazo a las dedicatorias. El camarero ha debido de pensar que estaba borracho o medio loco cuando ha llegado con el plato y me ha visto reír a carcajadas. En lugar de dedicármelos a mí, o sea, a Julio José Ordovás, Carlos Castán le ha dedicado mis ejemplares de Frío de vivir, Museo de la soledad y Sólo de lo perdido a un tal Miguel Ángel con el que, por lo visto, comparto apellido. Estoy por llamarlo y decirle, ejem, Carlos, me temo que has cometido un pequeño error. Pero para qué. Con eso sólo conseguiría hacer que se sintiera culpable por un despiste que puede tener cualquiera. Cualquiera que viva en el pasado. ■ ■


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