Fernando Sánchez Alonso
Dubego aprovechó que ella estaba concentrada en el examen de los horarios de autobuses para observarla a sus anchas y dibujarla a fuego en la memoria, porque de pronto lo sobrecogió una tristeza que se anticipaba a su origen, la tristeza que nacía de comprender que no volvería a verla después de aquella excursión. Así que allí mismo se impuso el deber de aprender a recitarse a Anna de memoria, y es lo que estuvo haciendo durante buena parte del viaje. Dubego tanteó, buscó, eliminó, seleccionó, borró y sustituyó adjetivos hasta que purificó el retrato de cualquier elemento accesorio y superfluo, y Anna, como en la tradición petrarquista, se quedó tan solo con los ojos grandes y oscuros, apenas corregido aquel negror de zíngara italiana por un leve matiz pardo que no solo le brillaba hermosamente en los días de sol, sino que, además, le suprimía ese extraño nerviosismo sin causa ni porqué que a veces le asomaba a la mirada. Anna, por lo demás, tenía unos ojos felinos y lectores por los que habían pasado toda la prosa de Cervantes y toda la leyenda negra de España, y eso se los había oscurecido todavía más.
Dubego aprobó la descripción y se permitió una sonrisa distante y cortés, la misma que unos días atrás le ofreció a Anna cuando, al salir de aquel café, ella le propuso un viaje a Volterra el próximo fin de semana. Anna no sabía entonces que Dubego se negaba a repetir la euforia del turista común cuando llega a la ciudad que va a visitar y solo parece sentir la exaltación pura del presente, el doble apremio de hacer fotos y de consultar el menú de la guía turística para no extraviarse en lo desconocido de sí mismo. Y si a Dubego le resultaba difícil comprender esta actitud, es porque desde siempre se había prohibido la tentación de recorrer dos veces la misma ciudad, y esa norma lo había habituado a la disciplina de mirar las calles, los edificios, las gentes de las ciudades con una nostalgia prematura y una intensidad que provenía de saber breve su estancia en aquellos lugares, como sabe que nunca volverá a ver a Anna cuando dentro de unos días deba regresar a Madrid, y por eso gira ahora el cuello y la observa con interés, Anna apoyando la nuca contra el reposacabezas del asiento, un poco pálida aún, tal vez mareada todavía desde que tomaron el autobús en Pontedera y ella empezó a sentirse mal casi enseguida y murmuró unas palabras en italiano que Dubego no entendió porque se le desorientaron entre las conversaciones de los otros pasajeros, y antes de que él pudiera preguntarle qué había dicho, la vio cerrar los ojos y prefirió no insistir. Fue entonces cuando empezó a recitársela de memoria. Eran las doce de la mañana del último día de julio y el calor era ya insufrible.
Anna volvió a abrir los ojos una hora más tarde. Dubego se retiraba el sudor con un pañuelo de papel justo cuando, tras doblar una revuelta del camino, les dio de frente el sol, que iba subiendo como ellos e hinchándose cada vez más en el cielo, de un azul reseco, blancuzco, calcinado. El autobús ascendía a trompicones entre las débiles sombras que los chopos inclinaban en los baches rellenos de cascajo de aquella carreterucha. Dubego pensó entonces en las playas de su país, en las vacaciones, en el trabajo de tener que madrugar para asegurarse un trozo de arena bajo la toalla y la sombrilla, y se frotó los ojos enrojecidos por el polvo y el cansancio mientras se burlaba de sí mismo examinando las posibilidades de que alguien pudiera reconocerse en él si al fin se decidía a telefonear a uno de esos programas de televisión en los que la gente hace proselitismo de sus miserias y expone a calzón bajado, y entre hipidos, sus cuitas, zozobras, malandanzas y pesares. Dubego hablaría, sin ninguna duda, de aquel viaje sin fin por la campiña toscana en busca de una ciudad fantasma.
Dubego, sin embargo, no solo pensaba en sí mismo. Dubego era generoso como un monje budista y pensaba también en los pecados del prójimo, en los pecados ajenos, en pecados que ni le iban ni le venían. Dubego iba pensando con un poco de tristeza en que nunca se podría contar la biografía de nadie, ni siquiera la historia de una ciudad. Iba pensando en que el único homenaje que cabría hacérsele a una persona o a un lugar sería quemar las palabras en una fogata de silencio de la que se alzara un humo que rezase su nombre y luego se desvaneciera para siempre. Estaba convencido de que hablar de alguien o de algo era como levantar un castillo con las ruinas de uno mismo.
Pero esa mezcla de inutilidad y disgusto desapareció repentinamente cuando Anna y él, al doblar otra curva, divisaron al fondo, detrás del reverbero del sol y de las copas más altas de los árboles, en medio de aquel calor primitivo que parecía no bajar del cielo, sino subir de lo más profundo de la tierra, las murallas que ceñían la ciudad de Volterra. Volterra, una palabra que sonaba a pináculo lleno de sol, a noche con fondo de estrellas.
—Aquella de la derecha es la torre del Podestà —le informó Anna señalándola con el dedo—. Allí la llaman la del «Cerdito», por el animal tallado en piedra que tiene la ménsula que sobresale en lo más alto. Es una torre a cuyo lado uno se siente diminuto, y es mejor que no termines de mirarla entera si no quieres sentirte más insignificante aún. Así que tendremos que volver otro día, que ya veo que no te disgusta viajar en los cómodos autobuses italianos de provincias.
Volterra se alzaba sobre el perfil de un risco en cuya ladera se apretaban los bancales de los huertos, las viñas, unas pocas casas cuadrangulares, de aristas enérgicas, blancas bajo la línea temblona de calima de los tejados. Dubego vio también unos precipicios imponentes, escarpes atravesados de tajaduras y quiebras en la roca viva que inducían al vértigo, y de los cuales un soto de árboles iba resbalando poquito a poco y con cuidado hacia las llanuras ocres de los labrantíos, abrasadas dentro del polvo inmóvil y las pálidas colinas que cerraban el horizonte. Por lo demás, dos o tres torres defensivas sobresalían por encima de las murallas, y eso ayudaba a reforzar la sugestión de reciedumbre que Dubego le asignó desde lejos a la ciudad y que, según le confirmó en seguida Anna, era tanto una cualidad de la piedra como del talante áspero y hosco de los volterranos, áspero como la traza de sus calles tortuosas y la hechura de sus edificios medievales, y hosco como el viento que se estiraba allí arriba en primavera descomponiéndoles la sesera a justos y a pecadores. «Quién sabe si por eso hay tantos psiquiatras y presos allí. Solo el que lo ha sentido sabe lo que es ese aire», dijo Anna.
Dubego la observó, pero antes de que terminase de formar un gesto de extrañeza, ya había ajustado una mirada incrédula en el rabillo de ojo para desbaratarlo. Ella lo advirtió y entregó los labios espesos, sin carmín, unos labios como de heroína guapa de cómic, a una sonrisa que sirvió de preámbulo a una explicación con la que buscaba no solo resolverle a Dubego cualquier duda sobre lo que ella había dicho, sino jugar, ahora a propósito, a impresionarlo. Era cierto lo de los psiquiatras y criminales, porfió. Si lo sabría ella, que tantos veranos se había aburrido en Volterra cuando era niña y no tenía con quien jugar. Los únicos buenos ratos se los debía a su abuela, completó, una mujer corpulenta y facunda que remediaba su estremecedora falta de imaginación en los juegos infantiles con un desaforado talento para inventarles detalles tremebundos a los ya de por sí bastante espantosos sucesos locales, y quien solía contarle con mucha industria historias de presos que habían intentado fugarse de la cárcel de máxima seguridad de Volterra sin éxito, la cárcel que estaba, y eso tal vez pudiera ser motivo de fascinación para los amantes de la historia, en la antigua fortaleza de los Medici. Su abuela le hablaba también de hombres que habían enloquecido de repente y se habían despeñado una noche por las balze, por aquellos precipicios. A la mañana siguiente un labrador los encontraba medio comidos por los grajos.
—Me acuerdo de aquel artesano del alabastro que solo hacía figuras religiosas y que picó en la rareza de creer que un san Roque lo perseguía para que le moldease otro perro, porque el que le había hecho no le obedecía y se pasaba horas y horas perdido por ahí, cuando en realidad no se movía de las rodillas del santo. No sé mucho de manías de santo, pero el caso es que tanto y tanto insistió san Roque en sus demandas, que el hombre, ciego de pánico, en vez de atenderlas, como hubiese sido lo suyo, acabó arrojándose por el despeñadero. En el funeral, su mujer, entre lágrimas, confirmó que era verdad.
—¿Que se había tirado? —preguntó Dubego.
—No, eso lo sabía todo el mundo. Lo que confirmó fue que su marido todavía estaría vivo si aquel perro de mala madre le hubiese hecho un poco más de caso al santo.
Volterra era un lugar extraño y perturbador. El pintor Daniele Ricciarelli, al que el papa encargó que vistiera un poco a las figuras y strippers del Juicio Final de la Capilla Sixtina, había nacido allí, y por la tarea que le tocó desempeñar al pobre discípulo de Miguel Ángel, sus colegas no tardaron en afilar la malicia y apodarlo il Braghettaio.
Pero aparte de gentes tan pintorescas Volterra tenía también un mercadillo semanal, donde se podía encontrar de todo, desde legumbres o las inevitables figurillas de alabastro (el alabastro allí se trabajaba desde el tiempo de los etruscos), hasta dentaduras postizas en relativo buen uso. Y eso sin contar la prestigiosa tradición de suicidas. Gracias a sus despeñaderos, Volterra era la ciudad italiana que ofrecía más facilidades para cambiar de estado civil.
—Quizá me esté excediendo —recapacitó Anna mordiéndose el labio inferior, dudando—. Dicho así, la ciudad, más que formada de viento y piedra, como ampulosamente la definió D’Annunzio, da la impresión de que abastece de tragedias y sucesos a todos los periódicos de Italia. Pero es verdad cuanto te estoy contando.
—No sabía que D’Annunzio hubiera estado por ahí.
—Pasó largas temporadas en Volterra. Hay una calle que lleva su nombre. Allí ambientó también una novela muy melodramática, de sentimientos no ya graves, sino esdrújulos (Forse che sí, forse que no, se titula), y que te recomiendo muy vivamente que no leas.
—Soy temerario.
—Entonces vendré a buscarte, cuando la termines, a las balze.
Dubego sonrió y Anna continuó:
—Intuyo que D’Annunzio se inspiró menos en los etruscos que en la colección local de suicidas para escribir un soneto, del que solo recuerdo el principio: «Sobre tus etruscas murallas, yerma Volterra, / en la roca asentadas, en tus puertas / sin estridor, yo vi gentes muertas / de la oscura ciudad que estaba bajo tierra». La oscura ciudad bajo tierra es el fondo de los precipicios volterranos, claro. Es así, pero ya sabes lo poco amigos de la verdad que son los críticos literarios.
Dubego la escuchaba en silencio, admirando la belleza de su rostro, su humor, su capacidad de contar.
—Los volterranos —prosiguió—, amén de socarrones, lo cual es algo común a todos los toscanos, ya te habrás dado cuenta, y no lo digo por mí, desconfían del forastero. Tal vez les quedó ese hábito de cuando los romanos sometieron la ciudad o de cuando cayó en poder de Florencia en el siglo xv o de cuando los nazis anduvieron por aquí. No obstante, Volterra, fiel a su pasado rebelde, al destino que proclama el alarde de sus fortalezas, de sus edificios civiles, de sus torres, ya las verás de cerca, si puedes, nunca dejó de mantener en vilo la certidumbre de que algún día conseguiría expulsar a los forasteros de la ciudad. Tenemos que ir a la Porta all’Arco, donde hay una placa que conmemora la resistencia del pueblo. Los viejos se acuerdan bien de las brigadas de partisanos que hostigaban a los alemanes en el bosque de Berignone antes de la liberación de la ciudad en julio de 1944.
Dubego pensó que, visto así, era comprensible la desconfianza que les inspiraba el extraño.
—Entre otras atrocidades —continuó Anna—, aún está muy presente el incendio que provocaron los nazis en lo que hoy se llama Piazza Martiri della Libertà.
Al oír aquello, Dubego encontró de pronto el recuerdo de una muy famosa invectiva del humanista Campano contra los alemanes que corrió con éxito por la Italia del siglo xv, y en la que expresaba: «Les fue facilísimo reunir libros, pero no consiguieron educar su naturaleza en los estudios de humanidades. Porque el alemán es un pueblo rudo en el vivir, bárbaro, ignorante, dedicado a la caza y a la guerra feroz, que nada quiere saber de la convivencia civil y pacífica. Te preguntarás qué hay en Alemania digno de mención. Sin duda muchas cosas, pero sobre todo el hecho de que aquí los muertos andan, y no creas que eso sucede por la bondad divina: sucede por costumbre. Huelen mal, como compruebo cada día cuando paso entre ellos. Pero mi suerte tiene dos caras; cuanta más es la desgracia para la nariz, más es la felicidad para las orejas. Los huelo a todos y no comprendo a nadie».
—Discúlpame. Estoy hablando mucho. ¿En qué piensas?
Dubego le preparó a su voz el tono exacto de burla para hacerse perdonar el detalle erudito, se volvió hacia su compañera y le habló no solo de la epístola de Campano, que ella festejó con una risa de dientes perfectos, entornando los ojos y sacudiendo un poco el pelo negrísimo, que adquiría un fulgor azul cuando le daba el sol, sino también de aquellos diálogos que él se había acostumbrado a urdir en sus paseos nocturnos por Madrid, unos diálogos a los que él invitaba a humanistas y poetas de otro tiempo, pues igual que Petrarca él tampoco se encontraba muy a gusto entre sus coetáneos y gustosamente se enredaba con aquellos escritores en amistosos debates sobre la ciudad ideal, sobre poesía, sobre aquel célebre párrafo del Pro Archia ciceroniano que aseguraba que el estudio de las letras era el único que nos proporcionaba verdadero refugio y consuelo en las adversidades, o sobre aquellos eróticos versos que Poliziano había escrito en latín ensalzando las muy sabrosas prendas de una mujer, y en los que empezaba anunciando lo apetecible que era la joven (puella delicatior) para seguir:
Las flores de esa tetica
y de la otra su hermanilla,
firmes, duras a la par,
como frutos del milgranar,
por mi boca apresadas,
por mis manos apretadas,
¿a quién no iban a enamorar?
Dubego le habló también de la carta de respuesta que le había enviado a Campano acogiéndose a una práctica muy cultivada por los humanistas italianos. Porque aquel era un verdadero diálogo. Y diálogo era el que buscaba Dubego:
«Te pido disculpas por no haber podido responder antes a tu carta, pero numerosas tareas y compromisos me han impedido hacerlo antes. Necesariamente debo estar de acuerdo con lo que me cuentas. Yo también he debido pasar por un trance análogo al que refieres. Verás, antes de venir a trabajar a Italia, estuve enseñando español a extranjeros en una universidad de Madrid. Casi todos los alumnos eran norteamericanos, que son, para que me entiendas, algo así como los alemanes de tu carta. Recuerdo que había seis o siete tipos, que yo me figuraba granjeros de Arkansas o de por ahí, cuya única virtud era el ejercicio de la soberbia y del silencio. Se cruzaban de brazos, miraban con una invencible cara de asombro, terminaba la clase, levantaban sus noventa o cien kilos del pupitre, y se iban hasta el día siguiente, en que volvían con renovados ímpetus a perfeccionar su papel de tótem. Cuando les preguntabas algo, por ejemplo, si la palabra «libro» era un sustantivo o por ventura una variedad autóctona de las gramíneas, estiraban una sonrisa de oreja a oreja y ya les podías repetir la pregunta de mil formas distintas que no ibas a conseguir que cedieran un poco en esa expresión de felicidad inquebrantable y, menos aún, que contestasen nada. Era inútil animarlos a mirar los apuntes para que aprendieran a sustituir los yeah a diestro y siniestro por casi aceptables palabras en castellano. Por cierto, que tú censuras la ignorancia y la rustiqueza alemanas, pero la ínclita estupidez norteamericana no se queda corta. Un alumno se quejó muy airadamente de que yo tenía un acento «demasiado español», así, tal como lo oyes. Muy serio, exagerando la pesadumbre, le contesté diciéndole que no era culpa mía, pero que a partir de mañana intentaría hablar como Pancho Villa. Eso sí, al menos estos no olían mal como los alemanes de que hablabas.
»Saluda de mi parte a nuestros comunes amigos Leonardo Bruni y Eneas Silvio Piccolomini. Por cierto, me dicen que este continúa siendo tan mujeriego ahora que lo han nombrado Papa como cuando no lo era. Está bien que Piccolomini siga cultivando la alegría de vivir. Tu vale et vive feliciter».
—¿De verdad que haces eso mientras paseas? —le preguntó Anna—. ¡Qué gran paciente se han perdido los psicoanalistas volterranos! Seguro que no te perdonan que no les hagas una visita.
Dubego notó que en los ojos de Anna brillaba una oferta de alegría que invitaba a secundarla y mantenerla, aunque no estaba seguro de que detrás de aquella mirada no estuviera ella representando ya la piedad o la ternura que inspiran los chiflados inofensivos. Pero Anna sonreía abiertamente, y eso atenuó en Dubego su natural reserva y le alentó a precisar, aflojando la voz, como arrepintiéndose de antemano de su confidencia, que aquella era una época que no había muerto.
—Por ejemplo, tú y yo estamos repitiendo ahora la vieja costumbre de los humanistas de salir de excursión en abril para conmemorar las antiguas fiestas paganas de primavera. La lástima es que nos hayamos equivocado de mes y hayamos salido con este calor.
Anna le dijo que era un tipo singular, y él sonrió encogiéndose de hombros, sin querer averiguar si aquellas palabras escondían un halago o un reproche. En realidad no le interesaba saberlo, o quizá solo se creía en la obligación de sentir que no le interesaba saberlo. Dubego practicaba la actitud barojiana de encogerse de hombros cuando no podía hacer nada mejor, y aquel rasgo de su carácter, que algunos conocidos preferían llamar desdén o frialdad, y sobre el que Anna bromeaba preguntándole si tal vez lo había aprendido en uno de sus raros libros de filosofía oriental, era simplemente la expresión de una timidez irreparable que solo encontraba cierto alivio cuando Dubego hablaba de literatura, de ciudades y del pasado, de un pasado que para él no estaba momificado como parecía estarlo para la gran mayoría de la gente y para todos los que metían en las entrañas de los libros las hierbas aromáticas de fechas y fotos con la pretensión de que no se pudriera ni corrompiese, pero sin saberlo existir, sin saber hacerlo presente, tan presente y cierto como las viñas, las higueras, los pinos que Anna y él han visto detrás de las ventanillas del autobús en que a punto están de llegar a Volterra, la antigua Velathri de los etruscos, aniquilados sin piedad por los romanos, aquellos primerizos yanquis del Mediterráneo, soberbios y puritanos como los actuales, que persiguieron y castigaron en los pobladores de Etruria —la actual Toscana— un modo de ser que se cifraba en la alegría de vivir y en el goce de los placeres, algo que además esperaban prolongar en el trasmundo, del que habían excluido cualquier sufrimiento de índole moral que les negase aquí y ahora el disfrute de la comida, de la danza y de la música, y por eso incluían en sus tumbas joyas y otros cachivaches personales, para que les ayudasen a reducir, como en vida, la distancia entre ellos y la felicidad.
Los romanos, que se aprovecharían de muchas de sus usanzas (de la Loba Capitolina, del hábito de recostarse en el triclinio para comer, del nombre de algunos de sus dioses o de la manía de adivinar el porvenir fisgando en las vísceras de un toro), no tuvieron que rebuscar para encontrar razones que sustentaran la certeza de que los etruscos eran unos libertinos, y esa fue otra causa más para confirmarse en sus apetencias de conquista y destrucción, amén de la de librarse para siempre de las humillaciones militares que les infligía aquel pueblo que estaba regido por un sumo sacerdote o lucumo, quien, entre otras cosas, conocía los secretos de la inmortalidad y la magia de domar relámpagos y no solo autorizaba a ir a la escuela a las mujeres y no censuraba su comportamiento licencioso, sino que parecía que las jaleaba para que insistieran en él, hasta el punto de que los pudibundos romanos designarían con el término de «Toscana» a toda mujer que no oponía demasiados reparos en dejarse tentar las intimidades, como lo atestigua Plauto en su comedia Cistellaria, donde aparece una mujer que se gana la vida «a la toscana, haciendo indigno comercio de su cuerpo».
—Pues si te apasionan tanto los etruscos —le exhortó Anna—, no debes perderte el museo Guarnacci. Allí custodian una estatuilla que es un auténtico portento. No exagero. D’Annunzio el Inevitable la bautizó con el nombre de Ombra de la sera, «Sombra de la tarde». Y acertó. Es apenas un hilillo de bronce que representa un adolescente de pie, con los brazos muy largos apoyados en las caderas, y todo él, en efecto, sugiere una sombra que se alarga y pierde en la lejanía del atardecer. Pasma y admira. Es del siglo tercero antes de Cristo, pero parece salida del taller de un escultor de nuestros días.
—Y es, además, el símbolo de Volterra —completó Dubego.
—¿Cómo lo sabes?
Se miraron y los dos en seguida coincidieron en una sonrisa común que los liberó de las palabras. Además, acababan de llegar. Los primeros viajeros bajaban ya. Dubego descendió el último y, delante del autobús que maniobraba para emprender el camino de descenso, miró a su alrededor. Vio olivos que se afianzan en la tierra con el mismo ahínco que el sol en el cielo, casi blanco de puro calor, y bajo el que se movía un incruento y amable duelo de olores. Por encima del de las huertas recién regadas que se adelgazaba para entrar en el aire de piedra de la ciudad, por encima del aroma relamido de las jaras que se asomaban detrás del murete que ceñía la plaza donde se había detenido el autobús, Dubego distinguió el perfume que había dejado la historia de la ciudad, una ciudad que conservaba intacto su antiguo empaque medieval, como no tardará en reconocer en sus soportales, en sus balcones de forja, en sus escudos heráldicos, en sus medallones, en la angostura de las calles, en la mole de sus edificios de piedra solemne. Pero donde en seguida apreciará el pasado medieval de Volterra, justo cuando el autobús deje de taparle la vista, será en la Piazza dei Priori, verdaderamente sobrecogedora, una auténtica monarquía de la piedra, dirá.
—Casi hay que venir a esta ciudad con esmoquin y dos o tres lacayos para no sentirte mal —añadió después—. Debiste advertírmelo, Anna.
Ella sonrió, lo cogió de la mano y lo obligó a tirar en la primera papelera los folletos turísticos que les habían dado.
—Tenemos hasta el atardecer para disfrutar de la ciudad. Vamos a vivir mientras tanto como aquellos etruscos. Sin nada más. ■ ■