Autor: 2 mayo 2009

José Manuel Benítez Ariza

HARAPOS.

¿Que cómo capeamos los españoles la crisis que empieza a despuntar? Comprando menos ropa. Eso dicen las encuestas. Con lo que rápidamente se nos viene a las mientes un deprimente panorama de gente desgalichada y deslucida, vestida con telillas de color de ala de mosca. También dicen que, en lo concerniente a la alimentación, no hemos reducido gastos. Y como otras encuestas anteriores (las hay para todos los gustos) habían dejado claro que cada vez comemos más y peor, y que tendemos a la sobrealimentación, el panorama se nos ensombrece más aún: gordos y mal vestidos, como si hubiésemos salido al encuentro de las miserias que dejamos atrás hace apenas unas décadas, pero, por si acaso, nos hubiésemos llenado antes bien la barriga.

Y todavía no he terminado de asimilar las pavorosas imágenes que van surgiendo en mi mente conforme el locutor de la radio va desgranando la noticia en mis oídos, cuando oigo un nuevo dato crucial: no es que compremos menos ropa, sino que lo hacemos en sitios más baratos (es decir, en grandes almacenes) y compramos casi exclusivamente ropa informal. Es decir, no es que, por ahorrar, vistamos harapos, sino que hemos sustituido los trajes de chaqueta, y los buenos abrigos y gabardinas con que nos ataviábamos cuando imperaban las modas «retro» y cinéfilas de los años ochenta y noventa, por el chándal, las zapatillas de deporte y esas horribles sudaderas con capucha que uno creía patrimonio exclusivo de los partidarios de la kale borroka y ahora resulta que llevan hasta los administradores de fincas. No sabe uno qué es peor, si los harapos o la ropilla. Porque los harapos al menos tienen pasado: alguna vez fueron prendas dignas y bien cortadas, y si han alcanzado su miserable condición presente, es porque han vivido lo suyo, como esas personas arrugadas de las que decimos que el tiempo las ha curtido; mientras que de la ropilla ni siquiera cabe esperar que envejezca con dignidad: a lo sumo, la retiraremos de la circulación en cuanto se le suelte la costura mal rematada en Hong Kong, o en cuanto pierda sus colores rutilantes, hechos con tintes cancerígenos…

Sobreviviremos a la crisis, sí, pero saldremos de ella convertidos en un país menos elegante y, seguramente, después de haber condenado al cierre a un buen número de sastrerías y tiendas de confecciones. Lo siente uno por ellas. Les tiene uno ley a esos dependientes paliduchos que salen de detrás del mostrador con una cinta métrica sobre los hombros, al modo de una estola, y lo miden a uno como lo haría un fabricante de ataúdes. Y no como esos empleados de los grandes almacenes, agresivos y dinámicos, que te remiten a un montón de trapos manoseados y te dicen que allá te las apañes para encontrar el tuyo, si es que lo hay de tu talla…

Para eso están las crisis: para bajarnos los humos.

INHIBICIONES.

Claro que esto de las crisis cíclicas del capitalismo no deja de ser, al fin y al cabo, un modo que tiene el sistema de concederse un respiro. De lo contrario, los efectos del crecimiento ilimitado serían desastrosos… Digo «sistema» por no decir «nosotros» o «la gente». Porque, en realidad, quienes descansan son quienes permanecen (toquemos madera) dentro de ese núcleo más o menos amplio en el que no llegan a hacer mella las estadísticas. También desde ese núcleo se nota la crisis, claro. Pero la necesidad de bajarse de ese caballo desbocado que llamamos «crecimiento económico» es tan grande que, más allá de las inevitables restricciones dictadas por la pérdida de poder adquisitivo y la atmósfera general de inseguridad, quienes capean la crisis incurren también, con frecuencia, en recortes e inhibiciones que superan ampliamente los estrictamente necesarios.

Eso explica, por ejemplo, que la cifra de ventas de coches cayera en agosto más de un cuarenta por ciento. Ningún indicador económico se ha deteriorado en esa proporción: de lo contrario, no estaríamos hablando de crisis, sino de conmoción nacional o planetaria. Lo que ocurre, simplemente, es que, aprovechando la atmósfera general de contención y austeridad forzosas, muchos de quienes podrían haberse comprado un coche ese mes no lo han hecho. Y no porque tengan menos recursos o porque el futuro les parezca más amenazador. Simplemente es que… no han querido. Esa inhibición no es fácil de asumir o defender en un periodo de euforia económica. Hay demasiadas presiones en sentido contrario, y uno acaba convencido de que, si conserva el coche viejo un par de años más, no solo será considerado un tacaño por amigos y parientes, sino que se convierte en una especie de elemento marginal que se niega a contribuir con su gasto al clima general de progreso y circulación de riqueza. Y también, de paso, en un irresponsable que pone en peligro la seguridad vial y la salud del medio ambiente, porque ya habrá quien se encargue de recordarle que los coches viejos son más contaminantes y peligrosos que los recién salidos de fábrica. De nada sirve aducir que uno conoce a una docena de viejecitos que conservan sus coches desde hace treinta años, y que los mantienen relucientes e impecables, y que les hacen pasar todas las revisiones, y que, conduciéndolos con prudencia y sin prisas, esas antiguallas les llevan a donde haga falta. Porque todos los coches se hacen viejos en cuestión de ocho o diez años, pero los que consiguen doblar esa edad se convierten en venerables testimonios de otros tiempos y otras estéticas y geometrías. Es cuestión de paciencia.

Y es que esto de resistirse al consumo es como los propósitos de año nuevo: duran lo que la cuesta de enero; pero, mientras se mantienen, le prestan a uno la ilusión de ser mejor.

ESMOQUIN.

El presidente francés ha prohibido a sus ministros que usen esmoquin. Dice que no le parece decoroso que, en plena crisis económica, se muestren en público vistiendo prendas de lujo. Pero el sentimiento que trata de contrarrestar, piensa uno, no es tanto la posible indignación que esas exhibiciones puedan despertar en los ciudadanos, como la mala conciencia de una casta que se sabe inmune a los efectos de la mala racha. Digo yo. Porque, si vemos la cuestión en términos históricos, podrá comprobarse que en las gentes sencillas nunca han hecho mella las afectaciones de modestia de los poderosos, y en cambio las exhibiciones de lujo, cuando se sabe que obedecen a un simple dictado de representación, siempre han ejercido un sano efecto euforizante. Lo saben los ingleses, que siempre que pueden pasean a su reina en su carroza de oro y diamantes. Y nunca dejan de ir a aclamarla, aunque la mayoría de ellos vivan en modestas casas de ladrillo rojo que huelen a carbonilla y a manteca quemada. Para eso van a verla: para vislumbrar un mundo que no huela a carbonilla y manteca. Y por eso, mientras en el continente las naciones se iban rebelando contra sus viejos monarcas, y las guillotinas ejercían su misión purificadora, los ingleses redoblaban su devoción a la monarquía; entre otras cosas, porque habían visto que las coronas, una vez desa­parecidas las cabezas que las portaban, no eran fundidas y repartidas onza a onza entre la gente; y que, incluso en el caso de que así se hiciera, por una onza de oro más o menos no cambiaba la suerte de nadie.

En otros lugares han hecho lo contrario. Mao obligó a todos los chinos a vestir una especie de mono azul; y ha tenido que pasar medio siglo para que sus herederos se den cuenta de que, para que la riqueza cunda, hay que hacer todo lo contrario: permitir que la gente siga su natural instinto a diferenciarse; y que quienes puedan luzcan sobre sus palmitos las prendas más lujosas, cuya elaboración y comercialización genera un saludable flujo de recursos… No se entienda esto como una requisitoria contra las dictaduras de izquierdas: también entre los tiranos de derechas han abundado los que han presumido de sobriedad castrense, y han intentado imponer esa grisura a la sociedad que dominaban.

No están los tiempos para grisuras. Si algo caracteriza a esta crisis, es el curioso hecho de que el efecto negativo de los fallos que ha registrado el sistema se ha visto amplificado por una especie de voluntad general de no seguir remando en la galera consumista, de no cambiar de coche porque sí, de no entramparse tontamente de por vida. La caída del consumo es mucho mayor que la pérdida real de poder adquisitivo. Nadie quiere llevar esmoquin, aunque pueda permitírselo. Y por eso ahora es el momento de que los lleven los ministros, que para eso les pagamos.

DESAYUNO CON MILLONARIOS.

Dijo el ministro de economía que los bancos españoles eran sólidos y solventes y, al día siguiente, no había corrillo o mentidero en el que no se diera por sentado lo contrario. No es culpa solo de ese ministro, o del gobierno al que pertenece: si lo hubiera dicho otro, o la afirmación hubiera surgido de un gobierno de distinto signo político, la reacción hubiera sido exactamente la misma, porque los españoles tienen ya una larga experiencia en entender que, cuando un gobierno da signos alentadores, es que las cosas van mal.

No es eso, por tanto, lo que más me llamó la atención de esas reacciones. Más llamativo me resultó el hecho de que no hubiera corrillo o tertulia de desayuno en la que la gente no mencionara la cuantía de las posibles indemnizaciones que recibirían los afectados en caso de quiebra bancaria: un máximo de veinte mil euros. Y lo llamativo era que a todo el mundo le parecía una cantidad risible. Miraba uno de un extremo al otro de la barra, veía todos aquellos rostros rubicundos, reanimados por la inyección de cafeína y el aporte de grasa procedente de la tostada chorreante de mantequilla, y en todos leía una misma expresión de cínico desconsuelo: «¡Veinte mil euros! Más vale sacar los ahorros y guardarlos debajo de una losa, antes de que sea demasiado tarde». Lo decía el jefe de personal y lo corroboraba el chico de la fotocopiadora. Y yo no podía sentir mayor asombro. Porque, una de dos: o todos los allí presentes guardaban en el banco una cantidad muy superior a esos dichosos veinte mil euros, y les aterraba la posibilidad de perder la demasía, o bien los que no poseían esa suma, como es mi caso, experimentaban un infrecuente arrebato de solidaridad hacia los hipotéticos afortunados que, por un revés del destino, podrían dejar de serlo. Y ambas cosas me resultaban igual de extrañas: el súbito descubrimiento de que vivo rodeado de millonarios, o la no menos sorprendente revelación de que los millonarios gozan de una inexplicable simpatía entre quienes no lo son.

Lo que me llevó a recordar, en fin, que en otros tiempos no lejanos también había días en que uno se desayunaba con cifras acompañadas de muchos ceros: bastaba que alguien sacara a colación su intención de comprarse una vivienda, o mencionase que ya había vendido una, para que se desatase una larga cadena de cálculos, corroboraciones y, si venían al caso, felicitaciones por la operación. ¿Cómo no felicitar al afortunado que acababa de vender por un precio exorbitante la vivienda social donde se había criado, y que acababa de heredar de sus padres?

Sí, ahora que caigo, siempre se ha hablado mucho de dinero en los desayunos. Y hasta parece que, vistas con la adecuada perspectiva, hay una notable continuidad argumental entre las conversaciones entusiastas de ayer y los lamentos colectivos de hoy.

AHORRO.

Como estamos en crisis, proliferan los estudios sobre los modos de ahorrarse unos céntimos en los gastos cotidianos. Al final, nos dicen, esos céntimos ahorrados aquí y allá suman cientos, e incluso miles, de euros al año. Si se conduce de determinada manera, por ejemplo, sin dar acelerones, manteniendo una velocidad moderada y constante y cuidando que la presión de los neumáticos del coche sea la correcta, ahorra uno cuatrocientos euros al año; si busca uno los supermercados más económicos, la ganancia puede llegar a los mil quinientos… Y así, hasta el infinito. Hace uno la suma y cae en la cuenta de que, calculando por lo bajo, podría uno ahorrarse el sueldo de uno o dos meses. Lee o escucha uno las sorprendentes conclusiones de estos estudios y la fantasía se le dispara: ¿y si, efectivamente, pudiéramos prescindir de esos gastos superfluos y recuperar el tiempo que empleamos en ganar esas cantidades? No podría uno marcharse al Caribe, porque entonces no habría ganancia, pero sí pasear, leer libros, tomarse su tiempo para conversar con la gente, aprender a dibujar o a tocar la guitarra… O, si se tiene el perfil más de tacaño que de filósofo contemplativo, podría uno echar diariamente los céntimos ahorrados en una hucha y disfrutar con el tintineo de las monedas conforme van llenando la panza del cerdito de barro, hasta que dejan de tintinear, y eso significa que el cerdo está ya bien cebado.

Cosas así se le ocurren a uno cuando escucha a los apóstoles de la nueva religión de la austeridad y el ahorro. Y, como todas las fantasías, éstas duran lo que el acto de imaginarlas: en cuanto despertamos, comprendemos que no merece la pena recorrer dos manzanas para ahorrarse unos céntimos en lo que podemos comprar al lado de casa, o que no puede uno conducir siempre como un piloto automático. Además, pensamos, rara vez tiene uno la ocasión de constatar el ahorro en términos contantes y sonantes. Si la barra de pan nos ha costado cinco céntimos menos en el colmado de hoy, nadie sale corriendo a depositar esos cinco céntimos en la hucha; más bien, la sensación de ganancia nos animará quizás a gastar un par de euros en una caña de cerveza, o en un clavel para la solapa. Los ahorros menores, lo saben los comerciantes sagaces, no son más que estímulos para gastar más. Por eso no hay supermercado que no ofrezca descuentos, algunos realmente sorprendentes. Si fuéramos tan listos como para abastecernos solo con estos, ahorraríamos mucho. Pero andar con tales miramientos ensombrece el ánimo y acaba creándonos una onerosa mala conciencia de avaro.

Otra cosa sucede con los auténticos pobres, los que acrecientan las colas de los comedores de caridad. Pero con ellos no va ese cuento consolador de que cada vez que gastamos seis mil euros, pongo por caso, de una manera sabia, ahorramos doscientos.

VENIDOS A MENOS.

¿Y si todo este ánimo de crisis no fuera más que la consecuencia de un invierno largo y sombrío? ¿Y si, ahora que parece que han cesado los temporales y el buen tiempo promete durar, la gente se decide a salir, escamondada y sonriente, como quien estrena ropa nueva, y se anima a comprar una corbata aquí, un helado allá, unas entradas para el cine o para un concierto, o un frasco de colonia a granel, de ésa que se usa cuando, más que dejar tras uno una pegajosa estela de animal en celo, solo se pretende oler a honradez y a limpieza? Por poco se empieza, y no descarto que a esa primera jornada de optimismo primaveral, serena y ordenada como un día de elecciones, sigan otras en las que esas mismas personas, más confiadas aún, se acerquen a una inmobiliaria, por ejemplo, a preguntar (solo a preguntar) el precio de ese pisito en el que la vida con sus seres queridos sería un poco más ventilada y luminosa… En tiempos de crisis se tienen fantasías como éstas, dignas de un argumento de Frank Capra. Y, a fuerza de considerar esta clase de fantasías, llega uno a adquirir una cierta familiaridad con el humo del que están hechas, y a constatar la escasa diferencia que existe entre esa materia evanescente y otras cosas que hasta hace poco creíamos absolutamente sólidas y fiables. Fantasía eran, al parecer, los beneficios de los bancos, la cotización de las empresas, los rendimientos inmediatos de cualquier inversión especulativa, por insensata que fuera, la impresión generalizada de prosperidad.

En esto, en fin, hemos actuado como esos niños de la India que, después de haber sido protagonistas de una película premiada en Hollywood, y de haber sido llevados allí, y de haberse codeado con las estrellas más rutilantes de ese otro mundo de fantasía, y dormido en camas perfumadas, han tenido que volver a su suburbio nativo, donde duermen en una covacha maloliente y el padre les propina de vez en cuando una paliza, para rebajarles los sueños de grandeza…

Hace años, también eran frecuentes en España estas historias de niños-prodigio; y alguno todavía anda por ahí, viejo ya, peleado con el mundo, y con los ojos extraviados de quien acaba de despertar de un largo sueño. También París, dicen, se llenó una vez de príncipes rusos que, después de haber perdido cuanto tenían en la Revolución, ejercían de porteros o de vendedores de puros en los cabarés. El Occidente rico es quizá la única civilización del mundo que ha conseguido convencer a todos sus habitantes de su condición de príncipes. Los príncipes, piensa el vulgo, no trabajan ni estudian. Hasta que llega un tiempo malo, una larga sucesión de días nublados (revoluciones, de momento, no se ve venir ninguna) y esos príncipes venidos a menos tienen que ponerse a vivir… de sus buenos modales. Que es algo de lo que tampoco andamos muy sobrados.

REBAJAS.

Ahora que somos más pobres, todo está más barato. O, mejor dicho, los precios han bajado lo justo para mantener la necesaria distancia relativa entre la capacidad de compra del cliente y el afán de enriquecerse del vendedor. El precio debe ser el máximo que el comprador esté dispuesto a pagar sin rebasar ciertos límites. Por eso hay tantos artículos cuyo importe acaba en nueve, o en noventa y nueve: si lo redondearan, entraríamos en una dimensión psicológica distinta, la que implica pasar de cincuenta y tantos euros, pongo por caso (aunque el pico sea de nueve con noventa y nueve) a sesenta, lo que supone convertir una diferencia real de apenas un céntimo en otra, subjetiva, de diez euros, que es a lo que equivale cambiar un dígito por otro en el lugar de las decenas…

Con todo, el síntoma más evidente de la creciente apatía económica en que vivimos parece ser la mera resistencia del ciudadano a gastar, a consumir, a endeudarse de por vida para adquirir cosas que no valen ese esfuerzo. Y el mercado, que tan bien ha sabido entender al comprador en otras ocasiones, no tiene nada mejor que ofrecerle esta vez que una simple bajada general de precios. «Desayuno anticrisis» leemos en grandes carteles a la entrada de algunos bares, para animar a gastar un par de euros a los muchos viandantes que posiblemente ahora prefieren desayunar en casa, o hacer dieta… Pasa uno ante los escaparates de ropa, en los últimas días de la actual campaña de rebajas, y encuentra que podría adquirir un terno completo por apenas unas decenas de euros… Naturalmente, es posible que esa ropa no resulte todo lo favorecedora que uno quisiera, pero, por esos precios, qué más se puede pedir. Y entra uno en un concesionario de coches y sale casi convencido de que, por menos de lo que cuesta diariamente coger el autobús, podría pagar los plazos de un último modelo. Todo está barato. O, como decíamos: nada se regala, pero nada termina de parecer del todo inaccesible, porque nuestra economía, mientras no se invente otra, se basa en esa ilusión de que siempre es posible animar a alguien a que se gaste lo que tiene y una parte de lo que acaso no tiene aún, pero acabará llegando a sus manos oportunamente.

Como para contribuir a este estado de ánimo, el gobierno ha decidido rebajar en tres euros el precio de la bombona de butano. No recuerdo haber conocido ninguna otra bajada en el precio de este artículo básico, y menos de esta cuantía. Es como si, en tiempos de penuria, las autoridades no quisieran que renunciáramos a ducharnos con agua caliente, o a templarnos la leche del desayuno. Se les agradece el gesto. Pero no deja uno de sentirse arreado, incitado, apremiado con insistencia. Como si ya nos viéramos en la obligación de poner esos tres euros en circulación, para animar el cotarro. Y eso es mucha responsabilidad.

HOMBRES-ANUNCIO.

Seguramente muchos cinéfilos se recordarán acordado del final de Y el mundo marcha, una vieja película de King Vidor en la que el protagonista, después de haber fracasado en todos sus proyectos, termina aceptando un empleo de hombre-anuncio en las calles de Nueva York. La película data de 1928, y puede verse hoy como una anticipación de la inabarcable crisis económica que comenzaría apenas un año más tarde. Estamos en los umbrales de otra, que los entendidos consideran tan grave como aquella, y leemos en los periódicos que el alcalde de Madrid ha decretado la prohibición de los hombres-anuncio. Será, piensa uno, para ahorrarles a los ciudadanos de bien el penoso espectáculo de ver por las calles el testimonio vivo de un fracaso, de una trayectoria personal y profesional truncada por los coletazos de una crisis que se gestó en los despachos de los especuladores y se ceba ahora en las existencias de los más desfavorecidos.

Dicen que el decreto pretende acabar con la indignidad que supone utilizar un cuerpo humano como soporte publicitario. Pero a mí no me parece más indigno pasear un cartel por la Gran Vía que aparecer en calzoncillos en la contraportada de una revista. Todos somos anuncios de nosotros mismos y de aquello con lo que nos procuramos el sustento. De lo contrario, no se explicaría por qué adquirimos la cara y las hechuras del oficio al que nos dedicamos: por qué a los ejecutivos se les pone cara de águilas de Wall Street, aunque ejerzan en Zamora, o por qué todos los maestros de escuela terminan pareciéndose a los actores que hacen de maestros en las películas. Tengo un amigo que, cuando va a una playa nudista, se distrae adivinando el oficio de la gente que ve. Todos están desnudos, de modo que ninguno presenta signos externos de su dedicación. Pero mi amigo dice: «Ese trabaja en un banco», y si, por casualidad, logramos acercarnos al aludido lo suficiente para entreoír su conversación, comprobamos que, efectivamente, habla de cosas relacionadas con el oficio que acaban de atribuirle.

Pese a lo dicho, reconozco que no es lo mismo encarnar un tipo profesional que transportar por las calles un cartel de tal o cual negocio. Y la diferencia estriba en que, en el primer caso, el disfraz es inseparable de la epidermis, mientras que en el hombre-anuncio queda manifiesto que el reclamo no tiene nada que ver con quien lo lleva, y que éste se limita a transportarlo. Eso es quizá lo que molesta del hombre-anuncio: sabemos que le importa un bledo aquello que le da de comer. Y que, si pudiera, arrojaría el letrero a una alcantarilla y saldría corriendo. Todo hombre-anuncio sueña con hacerlo. Y todos lo hacen, más tarde o más temprano. ■ ■


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