Autor: 1 mayo 2009

Julio Martínez Mesanza

DE ÚTICA

Han pasado ya más de trescientos años desde que Catón pusiera fin aquí a sus días. Ese Catón que se consolaba leyendo el diálogo platónico sobre la inmortalidad del alma. ¿Qué alma era aquella que no conocía a su dueño? El río va llenando de arena el puerto y la ciudad se aleja poco a poco del mar…

Una ciudad celeste
para la masa candida.
Una ciudad celeste
para sus almas.
Una ciudad de fuego,
un cielo de cal viva,
una ciudad ardiente
que da la Vida.
Tus trescientas hermanas 
que conocen su dueño.
Tus trescientas hermanas
que están ardiendo.
Alma, ¿no las recuerdas?
 Tus trescientas hermanas,
la cal viva en el horno,
la massa candida.

ELOGIO DEL DESIERTO

De un alma se puede decir que es un desierto, pero, de otra totalmente distinta, no se podrá decir nunca que es un jardín y, menos, un vergel. Al alma le van bien esas referencias a la desolación, aunque me parece que el desierto nunca lo es demasiado, que se queda corto cuando se lo compara con el alma. Seguramente, porque ese desierto físico que vemos no es el verdadero desierto. El verdadero va con nosotros y, cuando nos encontramos en el otro, sus extensiones nos parecen solo una metáfora mal lograda. El alma es quien decide lo que es o no es desierto y siempre querrá que sea más desierto eso que llamamos desierto. «Ninguna tierra puede gloriarse de su fertilidad tanto como el desierto», decía, allá por el siglo v, Euquerio de Lyon en la Epístola a Hilario de Lérins, un elogio toda ella de los yermos, las soledades y la vida retirada. Se refería, claro está, a que el desierto proporciona abundantes frutos espirituales a quienes buscan su compañía; pero, para mí, que todos esos padres del desierto ya llevaban dentro de ellos otro desierto, un desierto que esperaba la primera capa de rocío para florecer y dejar de ser desierto. Se,a como fuere, bendito el desierto.

LAS INFINITAS ROSAS

Cinco rosas menos en el jardín y cinco rosas más en el salón. ¿De dónde saldrán tantas rosas? Bueno, la verdad es que apenas miro el jardín. Habrá más de las que pienso, más de las que se ven a primera vista. Mi culpable desinterés solo ve unas cuantas, pero, al parecer, su número es infinito. Cae entre mis manos, al azar, un libro de Jünger y, hojeándolo, me encuentro con la célebre cita de Nietzsche: «El desierto crece: ¡ay de quien alberga desiertos!». ¡Qué casualidad! El desierto. Otra vez el desierto, me digo. Esa frase, para Heidegger, definía el nihilismo de Nietzsche; otros tienen sus dudas. El desierto puede ser aniquilador, anonadante, pero compadecer a quienes lo llevan consigo solo puede ser moral (por el hecho de compadecer, no por la valoración que se haga del desierto, que eso daría para mucho y para más). Es probable, pues, que esas palabras no sirvan como emblema del nihilismo. Reparo en algo que hasta este momento me había pasado inadvertido: «… y el desierto / es ahora tan grande como el alma», escribí allá por el 96, y a mí no me gustaría tener nada de nihilista. Pienso: todo esto se referirá, naturalmente, a otros desiertos y a otras almas… Miro las moribundas rosas y me decido a seguir con Jünger: «Está bien que la Iglesia pueda crear oasis y mejor aún que el hombre no se contente con ello…» Bien. Están bien las dos cosas, ¿por qué no? Sigo con la lectura: «La Iglesia puede ofrecer asistencia, no existencia». ¿Qué será eso de la asistencia? ¿Y la existencia? ¿Qué o quién puede ofrecer existencia? Esa existencia, además, me suena a cosa titánica, excesiva, existencialista… En cuanto a la Iglesia, me digo, basta con que ofrezca vida. «Por su aspecto institucional (el de la Iglesia), nos encontramos siempre a bordo de la nave, todavía y siempre en movimiento: la calma, la quietud está en el bosque». El bosque, el claro del bosque, la emboscadura, la huida al bosque, como esta que predica Jünger para su hombre rebelde… Canetti dice que el símbolo del pueblo alemán es el bosque. Claro, dice también que el símbolo del pueblo español es el «matador», por lo que me temo que el primer símbolo no debe de tener mucho más valor que el segundo. Pero sí, lo cierto es que el bosque aparece mucho en la literatura y la filosofía alemanas. Sigo con Jünger: «El desierto crece; aumentan los anillos estériles y pálidos, mientras van desapareciendo los jardines en los que, confiadamente, recogíamos los frutos… Las leyes van siendo inciertas… ¡Ay de quien alberga desiertos! ¡Ay de quien no lleva consigo, aunque solo sea en una célula, ese poco de sustancia originaria que asegura continuamente la nueva fertilidad!» Esto tiene otro aspecto, pero dejo ahí la lectura. Dando tantas vueltas a unas cosas y otras, solo he podido avanzar diez líneas. Seguro que es de noche en los bosques de Alemania. Aquí ya lo es, y pienso en las cinco rosas siguientes, que aguardan afuera, en la oscuridad del jardín.

LOS JACARANDÁS

¡Los jacarandás de Túnez,
los jacarandás!
Dime el color
de los jacarandás.

Si fuese malva,
te lo diría,
pero no es malva;
es un color
solo del alma
el color
de los jacarandás.

¡Los jacarandás de mayo,
los jacarandás!

RETRACTACIONES

Ayer, domingo, África parecía África. No siempre ocurre. Más bien, ocurre muy pocas veces. El consabido azul y un sol sin misterio: África parecía África, y yo paseaba por Cartago. El luminoso mar era del color del mar de las trirremes (porque dudo que el mar de las trirremes haya tenido otro color). ¡Y es tan fácil recordar a Dido en Cartago! ¡Pobre reina Dido! ¡Cómo destruye el amor, si es amor! De ella, me fue sencillo saltar a Lucrecio… ¡El consuntivo, el ina­sible amor! Y de Lucrecio, a unos versos de Rilke y a una frase de Levinas («La caricia es solicitar lo que sin cesar se escapa de su forma hacia un porvenir…»). ¡Las hambrientas caricias! Y así sucesivamente. En fin, caóticas e inútiles divagaciones de un paseante ensimismado. Algo vale que, en Cartago, también resulta fácil recordar a san Agustín. Los santos son realistas y prácticos, y se sirven del camino recto. Y san Agustín vino a sacarme de todos esos pensamientos que no conducían a nada. Lo hizo con una sola palabra: retractaciones. ¿Por qué no hablar de los errores que has profesado y de las cosas que has defendido y no merecía la pena defender? No me refiero a los errores juveniles, sino a esos otros en los que se insiste cuando ya no hay disculpa. Porque eso, honrar la verdad, siempre será útil.

PERDIERON SUS FLORES

¡Los jacarandás de Túnez,
los jacarandás!
Perdieron sus flores
los jacarandás.

PAMPLONA

Juan Manuel, ¿conoces mi poema También mueren caballos en combate? Cuando lo escribí, en el 82, nunca había visto caballos muy de cerca. Medio año después, la vida, en forma de servicio militar, me llevó a Pamplona, donde aprendí a limpiar mulos y cuadras, y donde vi por vez primera, y muy de cerca, cómo mueren los caballos. En Pamplona, también aprendí a montar, y allí, no en durmen sus un chivau, como Guillermo de Aquitania, porque mi destreza ecuestre y mi capacidad poética nunca han dado para tanto, pero sí bien despierto a lomos de uno de ellos, imaginé varios de los versos de ese San Luis que hoy me has recordado y que, a su vez, me ha hecho recordar esta pequeña historia. Pero es que, además, la cosa no termina ahí. La vida, al cabo de los años, me ha traído a la tierra de la última cabalgada del rey santo. Muy a menudo, paso junto a la colina de Byrsa, en Cartago, donde se cree que murió, y no puedo evitar que ese jinete de luz en la hora oscura me venga siempre a la memoria.

LA SALVACIÓN Y EL TIEMPO

Desde el punto de vista de la salvación, la acción posterior tiene siempre más peso que la acción anterior. Es lo que, al parecer, creemos. Hasta que llega el momento de la muerte, nada es irreparable. El arrepentimiento puede redimir una vida de pecado y la desesperación arruinar otra entregada al bien. Constatamos que el tiempo lo erosiona todo y, a la vez, le exigimos a nuestra alma que se perfeccione y sane a través de ese tiempo que todo lo enferma. Valoramos, pues, la excepción heroica y no condescendemos con la lógica de la degeneración. Si el mérito existe, solo podemos encontrarlo a contracorriente. ¿Será verdaderamente así? Pienso en Tertuliano, antes campeón del bien y de la ortodoxia y, luego, obstinado hereje. ¿Qué peso tiene ese duradero antes dedicado al bien?

LO QUE FUE Y NO HE VISTO

A propósito de ciudades, campos de cultivo y naturaleza amenazante, me vino a la imaginación la vida en un espacio determinado (éste) y en una época precisa (el siglo iv d. C.); es decir, me puse a pensar en las percepciones que tendría de su entorno un hombre cualquiera del África Romana en las décadas inmediatamente anteriores a la invasión de los vándalos. En seguida, pasé a centrarme, por razones obvias, en un hombre concreto: san Agustín. Hace meses ya me preguntaba, pasando por Dougga, si, en su trayecto hacia Cartago, vería san Agustín esa ciudad deslumbrante; pensé cómo sería entonces Dougga e intenté ponerme en la mirada de aquel adolescente. En esas estaba mientras hacía la compra en un gran supermercado de las afueras de Túnez. Me acerqué a la sección de libros, siempre poco prometedora en estos sitios, y, como nada es azar, apareció ante mis ojos La vie de Saint Augustin, versión francesa del Augustine of Hippo. A Biography, el clásico de Peter Brown, uno de esos libros fundamentales cuya lectura hemos postergado y que siempre acaban encontrándonos. Sus primeros capítulos han puesto ante mis ojos aquella África y el alma y la mirada de ese hombre concreto. Han dado muchas respuestas a las vagas preguntas que me hacía, pero también han avivado aún más mi imaginación y el deseo de reconstruir dentro de mí, de la manera más exacta posible, lo que fue y no he visto.

VENTANA

¿Qué veo a través de ella? Por la tarde y a lo lejos, una palmera agonizante; de noche, una farola mortecina. En el mejor de los casos: por la tarde y de cerca, un mirlo de rama en rama; de noche, una farola que no se ve.

BAPTISTERIO EN SBEITLA

Los ríos del paraíso.

Se han secado

los ríos del paraíso.

LOS RÍOS DEL PARAÍSO

Se ha dicho que el cristianismo occidental no nace en Europa, sino al sur del Mediterráneo (Claude Lepelley). Las Acta martyrum scillitanorum son el primer documento cristano en latín de que se tiene noticia. Speratus, uno de los doce mártires escilitanos, le dice al procónsul Saturninus, que le juzga: «Si tranquillas praebueris aures tuas, dico mysterium simplicitatis». Si me escuchas sin impaciencia, te diré el misterio de la simplicidad.¡El misterio de la simplicidad! Vestia, otra de las mártires, dice: «Christiana sum». Secunda añade: «Quod sum, ipsud volo esse.» Lo mismo que yo y eso quiero ser. Cuando les preguntan sobre lo que llevan en una caja, Speratus responde: «Libri et epistulae Pauli viri iusti.» Libros y las cartas de Pablo, hombre justo… En los asuntos de mi alma y en esto, en los mártires escilitanos, en Tertuliano, en san Cipriano, en la Massa Candida y en san Agustín pensaba el otro día ante la pila bautismal de Safetula, cuando me dije: «los ríos del paraíso… Se han secado los ríos del paraíso». El cristianismo en la vieja África, la Proconsular, que da su nombre a todo un continente, es una ausencia que duele, una herida. Europa no se entiende sin la Católica africana y, sobre todo, sin un bereber, un númida, que trazó para nosotros la más exacta y completa cartografía del alma. El cristianismo africano siempre estuvo en primera línea de combate, ideológica y geográficamente. Derrotó las herejías, pero cayó por la espada. Nos lo dio todo y desapareció. Esa es la grandeza de su sacrificio y su paradoja. Ese es el alto significado de su martirio: fortalecernos en la esperanza y, luego, dejar de ser.

EL MAR DE LAS GALERAS

Dime, alma, por qué vuelan las galeras

en el hermoso azul que no ha pecado.

Dime por qué su estela te equivoca,

por qué te encanta el ritmo de sus remos.

Son la culpa que avanza disfrazada;

son las mejores galas de la culpa.

CARTAGO

«Ese soberbio monte y levantada / Cumbre». Así comienza un soneto de Juan de Arguijo dedicado a Cartago. Pero Byrsa, ese soberbio monte al que los romanos quitaron algunos metros, no pasaba de ser una modesta colina, más baja que la Acrópolis y, a primera vista, poco más alta que el Palatino. Arguijo nunca vio Cartago y deja volar su imaginación o, mejor dicho, no imagina, sino que repite la idea que tenía de Byrsa la literatura clásica. Flaubert, sin embargo, estuvo en Cartago. Me llama la atención que, en sus notas de viaje, se limite a decir que tal día ha visto los puertos púnicos, así, sin ningún añadido, cuando esos puertos, sobre todo el militar, son para mí lo que dice de sí misma la indecible Cartago, es decir, la única presencia que recuerda su ausencia, la constatación de un vacío. Cirlot tampoco estuvo en Cartago, pero sintió Cartago. No sé si lo convierte en símbolo al imaginarlo intensamente o si ya era para él un símbolo antes de imaginarlo: «Cartago es la existencia que perdura / solo por la paciencia de ese nunca / que espera entre los signos del futuro…».

OLAS

El mar ladra. Así, en Plauto, en Virgilio y en Avieno, que sabía de mares.

NUNCA SABRÉ DECIR

Fue la mañana más clara de todas, la más hermosa. Nunca había visto así, perfectamente dibujadas al fondo del golfo, las cumbres gemelas del monte Bukornin (literalmente, «el de los dos cuernos»), el mismo que veía Dido y el último que vio san Cipriano. No había esa niebla que oculta ni esa luz que no dice, sino otra luz, que nunca sabré decir cómo era. Fue un regalo por llegar antes de tiempo a una reunión de trabajo. Cinco minutos mirando la hermosura del mundo desde Cartago y cinco minutos hablando de la muralla púnica y de la ciudad romana con Santiago Miralles. Lo anoto aquí, porque, a veces, el alma desagradecida olvida estas cosas.

LOS ANILLOS DE ORO

Esos tres modios de anillos de oro arrancados por Aníbal a los patricios y caballeros que yacían muertos en el campo de batalla de Cannas: «anulos aureos corporibus occisorum detractos» (Livio, 23,12); «anulos aureos trium modiorum» (Valerio Máximo, 7,12,16). Esos tres modios que, presentados por Magón ante el senado de Cartago, daban a entender la magnitud de la carnicería, la enormidad de la victoria. Si la nobleza romana había sufrido tantas bajas, ¡cuál no sería el número de muertos entre las filas de los sin nombre! Ese oro que reaparece también en un verso de Silio Itálico (8,675), en Floro (1,22), en un fragmento de Dión Casio (92), en Eutropio (3,6), y cuyo trágico resplandor iluminará todavía el Infierno de Dante: «la lunga guerra / che de l’anella fé sì alta spoglie, / come Livio scrive, che non erra» (28, 10-12) y su Convivio: «E non puose Iddio le mani, quando per la guerra d’Annibale avendo perduti tanti cittadini che tre moggia d’anella in Africa erano portate…?» (4,5,19). Tantos y tantos textos y solo una referencia piadosa a esos innumerables desconocidos. Se lee en san Agustín (De Civ. Dei, 3,19): «el resto del ejército, tanto más numeroso cuanto más pobre, que sin anillos yacía (sine anulis iacebat)».

LES OMBRELLES

Si yo supiera, como Luis Alberto,
hacer poemas con los nombres propios
y que cada uno de esos nombres propios
evocara con fuerza a quien lo lleva,
escribiría aquí Virginia y Silvia,
y pondría Santiago en este verso,
para evocar con ellas la hermosura,
para evocar con él la gentileza.
Si la noche no hubiera sido extraña
y tuviese en el alma a Leopardi,
diría de las luces de las barcas
como vagas estrellas en las olas,
de las barcas lejanas y perdidas
en el inmenso mar sin nombre propio,
para evocar con ellas la tristeza,
para evocar con ellas la esperanza.
Si la noche no hubiese terminado
en un jardín cerrado y con insectos,
si frente al mar hubiese terminado,
junto al ladrido fiel del oleaje;
si Europa me dejara indiferente,
si al corazón me hubiese hablado Horacio
para salvar el tiempo que no vuelve,
para salvar los nombres y los rostros.

VERSOS Y RUINAS

No me gusta ir a la playa, pero el sábado pasé dos horas inolvidables en la de Mahdia con los Erga de Hesíodo. Oía el mar de Homero, pero con los pies en la tierra. Todo era ahora. El domingo, sin embargo, El Jem no me dijo lo que quería que me dijese. El tercer anfiteatro más grande del Imperio, después de los de Roma y Capua, y uno de los mejor conservados, pero mi imaginación andaba en otras cosas.

ANFIBIA

Para tu alma fenicia, los desiertos.
Para tu alma cristiana, el mar fenicio.

PÚNICA

Si eres demasiado inteligente, no aprenderás nunca.

Y EL SOL QUE NO ESTABA

santiago de chikli
y el muro de plata
del lago de túnez;
las nubes de nada,
las ondas de blanco
y el sol que no estaba.

MOSAICOS

Los hombres cazando fieras y las fieras cazando. Los hombres trabajando los campos. Los hombres luchando contra los hombres y las fieras contra las fieras. Y muchos dioses: todos los dioses. Un poco ridículos ya, como los héroes del cómic. Y todos los peces, exactos. Ni en lo real ni en lo irreal: pienso sólo en quien, arrodillado durante toda su vida, va poniendo las teselas. ¿Qué prefiero de toda esta abundancia, de todo este lujo? Los mosaicos en los que no aparece la vida, los puramente geométricos, los laberintos.

GHAR EL MELH

Los barcos empujados a la playa.
Los cargueros enormes encallados.
Las olas paralelas a la costa.
Las olas más extrañas de tu vida.
El viento enajenado del sureste
que podría arrastrar consigo el alma.
Y la luz para ver tanto desorden,
la luz sin culpa del primer segundo.

LETRA

Ninguna tan hermosa como la capital romana. Una R de cerca, una O, una M, una A… Y esa Q y esa C y esa T… Estas inscripciones, caídas por tierra y partidas, están hechas para ser leídas muy despacio, letra a letra, para que la mirada se pierda en la profundidad sombría de cada una de ellas. El sentido viene después (o se ha perdido o ni siquiera importa).

LA MERECÍAN

La lluvia que ha lavado las naranjas,
las últimas naranjas perezosas,
la limpia, la que viene ya sin barro.
Y esas naranjas que la merecían
solo por esperar hasta el invierno,
como merecen todos los que esperan. ■ ■


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