Marcelo Casarin
En el día recién amanecido, se levanta un tenue vapor que pareciera nacer de la nariz de Brack. El animal bufa, salta y lloriquea pidiendo que lo liberen de la correa, para salir a toda velocidad a devorarse los campos.
Es el primer día de la temporada y mi padre se calza los borceguíes parsimoniosamente: se demora como si no le importara, aunque sabemos que detrás de esa mirada imperturbable él también siente ansiedad, y quiere estar caminando entre los surcos de lo que fue el sembradío, y hoy será nuestro coto de caza. Claudio y yo estábamos listos desde la noche anterior, y ahora tenemos la misma excitación de Brack, aunque por dentro. Pero Brack, él está transformado: gime y tironea, suplicando que lo suelten y lo dejen salir a buscar las perdices que le han sido vedadas por tanto tiempo. «Ojo —dice mi padre— nada de cargar las armas antes de cruzar el alambrado, sujeten al perro porque atropellará el campo como un loco, tranquilizálo Mauricio mientras yo termino de cambiarme».
Anoche Brack ya presentía esta mañana. Mientras preparábamos los enseres en el cuarto del fondo de casa, él arrimaba su hocico por debajo de la puerta, husmeando —quizás advertido por el olor de las armas— y haciéndonos saber que también se preparaba rascando el suelo. A la madrugada, desde el baúl del auto en marcha, Brack aullaba de excitación y alegría: mi padre, al volante, le decía a mi hermano: «Hacé callar a ese perro, carajo».
El frío de mayo está en todas partes: entre los pastos, en el rocío convertido en espinas de hielo, en nuestros rostros enrojecidos y reduplicado en el frío metal de las armas que las manos toman con dificultad. En cambio, Brack no tiene frío: acerco mi rostro a su hocico y siento el calor de su aliento; le acaricio el lomo pidiéndole calma y percibo todo el fragor de su actividad interior: el tórax que se expande y se contrae y, en el fondo, el tumultuoso batir de su corazón, de la sangre llamando a la sangre.
Mi padre lo adiestró desde pequeño en el patio de casa, con una pelota hecha de medias y rellena con plumas de perdiz. Al poco tiempo lo sacó al campo para familiarizarlo con los disparos, y desde entonces mostró su prestancia de pointer de los mejores. Y papá sentenció: «Este perro será muy bueno». Efectivamente, antes del año Brack se convirtió en un cazador implacable: con un olfato agudísimo, incansable, sereno y obediente, era maravilloso ver su pelambre blanca con manchas negras surcar los campos en busca de presas, respondiendo a la voz de su amo y a esa otra voz, remota, que viene de la estirpe.
«Crucemos —dice mi padre— crucen ustedes primero, yo tengo al perro; ahora sujétenlo, así paso». Tomamos la correa entre los dos y apenas podemos sostenerlo. Papá atraviesa su escopeta sobre el alambre de púas y lo baja para que pase por encima su enorme cuerpo: por eso es tan buen cazador, porque es tan grande que las perdices le temen y caen rendidas.
Apenas cargamos las escopetas y mi padre nos dice que soltemos al perro: Brack sale disparado hacia adelante y corre, corre sin parar hasta desaparecer de nuestra vista; enseguida regresa hacia nosotros que comenzamos a caminar como debe ser: alineados, separados por unos veinte metros, mi padre en el medio, Claudio a la izquierda, yo a la derecha. ¡Brack, Brack! —grita mi padre—. ¡Brack!, repite mi hermano como un eco, y el animal corre enloquecido, yendo y viniendo, apareciendo y desapareciendo entre los maizales secos, rastrillando la franja de campo que describe nuestra marcha.
De pronto el perro detiene su carrera; mi padre lo advierte y apura su paso; con Claudio nos miramos y entendemos lo que ocurre: Brack está paralizado, con la cola rígida y la cabeza ligeramente vuelta hacia nosotros, señalando la proximidad de una presa. Papá se acerca hasta él sigilosamente y comienza a hablarle con suavidad: «Vamos Brack, ya estoy aquí, ¡busca! ¡busca!», y el perro no se mueve, tiembla de tensión contenida y lo mira de reojo; mi padre se acerca hasta tocarle ligeramente los muslos con el borceguí y Brack comienza a caminar agazapado, manteniendo la cola estirada y el hocico contra el suelo, zigzagueando, buscando el rastro entre los surcos, y mi padre listo para disparar, con la escopeta firmemente tomada atravesándole el pecho. Nosotros, ya a cierta distancia, observamos el momento en que el perro apura la carrera y atropella a una perdiz que levanta vuelo. Lo que sigue es casi un único sonido: batir de alas, silbido y disparo… y vemos caer el bulto informe de plumas. Mi padre recarga la escopeta y profiere un «traiga Brack» y el perro obediente le entrega la perdiz todavía tibia pero inerte, y recibe a cambio unas palmadas tiernas en el lomo.
Continuamos caminando, con Brack siempre adelante —aunque ahora más tranquilo, como regulando el esfuerzo—. Nuestra marcha dibuja el perímetro del campo, y nos acercamos al límite con un monte tupido que nos hace girar hacia el Este: ahora, frente a nosotros, un sol incipiente pugna por asomarse entre unos eucaliptos lejanos. Enseguida, Brack vuelve a detenerse, esta vez muy cerca de mí: turbado miro a mi padre que me dice «es tuya Mauricio, seguilo». Tomo con ambas manos la escopeta de dos caños —demasiado grande para mis once años— y apuro el paso hasta casi correr por acercarme al perro: «Vamos, Brack, ya estoy aquí», no sé si alcanzo a decirle o apenas lo pienso. El perro me sabe cerca y comienza a caminar lentamente, casi arrastrándose, cambiando abruptamente el sentido de su marcha, avanzando varios metros sin correr; oigo la voz de mi padre que dice «puede ser una liebre» y advierto la proximidad de la presa en los pelos erizados del lomo de Brack… Sí, es una liebre que ha comenzado su carrera, y el perro da un salto y acelera, en el preciso instante en que yo, casi en un único gesto, elimino el seguro de la escopeta, apunto siguiendo el derrotero del animal y aprieto el gatillo… Lo demás es una confusa sensación: el estampido percutiendo mi oído, sacudiendo mi hombro, un grito de papá proferido a mis espaldas, y los aullidos de Brack que trastabilla y se vuelve hacia mí: arrastrando sus patas traseras, llega hasta donde estoy y me salta al pecho, blandamente, como cuando me veía llegar a la casa… Siento la mano de mi padre tomarme la cabeza y acariciarme el rostro, para luego sacarme de encima al perro que ya no tiembla. ■ ■